Bancarrota · Saúl Martínez Bermejo

Pocas veces un término tiene una etimología tan clara como “bancarrota”, el cual es, como señalaba el diccionario de Autoridades publicado por la Real Academia Española (1726-1739), una “voz puramente italiana”. Todos los diccionarios, generales y especializados en comercio, concuerdan a la hora de trazar este mismo origen. Bartolomé Clavero (1991: 173-174) ha señalado que muchos de esos diccionarios comerciales recogían asimismo el origen literal de la expresión: la rotura, tan práctica como simbólica, del banco en que se trataban los negocios. En el Tractatus politico-juridicus de jure mercatorum et commerciorum singulari, Johann Marquart (1662) señala que el término parece proceder de la “mesa y banco rotos”, mientras que a mediados del siglo XVIII el Dictionnaire universel de commerce de Jean Savary des Bruslons y Philémon-Louis Savary el origen del término permitía describir un auténtico ritual. Según este inspector general de las manufacturas del rey de Francia: “Algunos autores añaden que cuando los negociantes faltaban se rompía su banco, bien como marca de infamia, bien para poner uno nuevo en su lugar; y pretenden que de este banco roto procede el nombre de bancarrota y bancarrotero (Banqueroutier)” (1742: I, 276) Bajo la voz “Banc”, Savary completa la historia añadiendo algunos matices: “Cuando un banquero quebraba (faisait faillite), se rompía su banco, como para advertir al público que aquél a quien pertenecía el banco roto no estaba ya en condiciones de continuar su negocio” (1742: I, 171)

El diccionario de autoridades añadía a la definición de bancarrota otras tres indicaciones mucho menos claras que la precisa etimología. En primer lugar, señalaba que el término se usaba especialmente en Aragón, pero no aclaraba si se trata de un mero regionalismo o de un testigo de la conexión histórica entre la corona aragonesa y las ciudades de la península italiana que experimentaron un florecimiento mercantil en la Edad Media. En segundo lugar, indicaba que se trata de un “término bajo”, seguramente por las múltiples connotaciones fraudulentas que acarreaba por entonces “bancarrota”. Por último, ofrecía una paráfrasis que sirve de traducción latina al término: “Mensaria ratio creditoribus renunciata”, “Denegar el cambio a los acreedores”. Esa expresión está copiada del Dictionnaire royal françois et latin escrito por el jesuita François-Antoine Pomey 1671 (con una edición previa en 1667 y múltiples reediciones aumentadas). Esta reutilización es significativa porque nos recuerda que la banca de la que se está hablando es, en el sentido más técnico y especializado de la Edad Moderna, una banca de cambio (mensaria ratio) asociada a los mercaderes y cuyo instrumento principal no es tanto el depósito.

“Bancarrota” debe ocupar un lugar específico en cualquier análisis del fracaso, pues se trata en muchas ocasiones de un tipo de fracaso fingido o que se percibe en gran medida como tal. Bancarrota puede ser una simulación de la verdadera quiebra, un fraude, y no hay muchos términos que refieran a un fracaso engañoso, instrumentalizado para el propio beneficio. Un naufragio, una caída o una derrota no pueden falsearse de la misma manera. Tan sólo aquellos términos que remiten a la solvencia económica o a la misma necesidad pueden presentar matices semejantes, como ocurre con el afán de distinguir entre pobres verdaderos y pobres fingidos tan característico de la edad moderna. Aún así, el pobre fingido no incurre en el mismo nivel de fraude que el bancarrotero, sino que más bien elude esforzarse, evita trabajar o se despreocupa por mantenerse a sí mismo. La bancarrota es, en definitiva, uno de los pocos fracasos que pueden buscarse y desearse de manera explícita y voluntaria, aunque eso se deba naturalmente al carácter ficticio de este peculiar tipo fracaso. Estamos ante una auténtica escenificación del fracaso, puesta a punto para el propio beneficio.

Este particular carácter de la bancarrota se hizo visible en los diccionarios de época, que suelen detenerse en las diferenciaciones entre la auténtica quiebra y el procedimiento engañoso de bancarrota, proponiendo una fuerte condena para este segundo caso, y no solamente moral. Antoine Furetière es quizá el más específico en el carácter profundamente fraudulento de la bancarrota en su Dictionnaire universel de 1690. Su definición apunta inicialmente la conexión con quiebra (faillite), pero subraya el carácter de “fuga” o abandono de bienes hecho “con fraude y malicia”. Furetière distingue entre esa quiebra “obligada y necesaria, causada por alguna fortuna o accidente” y la bancarrota, que es todo lo contrario: “voluntaria y fraudulenta”. Esa distinción no es meramente analítica, sino que Furetière nos acerca a las diferentes prácticas que permiten a los mercaderes y banqueros enriquecerse con ella. Así, huyen con “la parte más líquida de sus bienes”, los ponen a cubierto con nombres interpuestos, simulan traslados y falsas ventas e incluso hacen aparecer falsos acreedores que minimizarían el adecuado reparto de los bienes dejados atrás por el banqueroutier. Más aún, insiste Furetière, las condenas frente a esta práctica son pequeñas. La soga o la pena de muerte son sus recomendaciones frente a prácticas de exposición pública tales como portar un gorro verde o naranja. Como ha señalado Bartolomé Clavero (1991: 179-180), tras estas aproximaciones a la bancarrota prima en gran medida “un principio moral, no económico”.

El diccionario enciclopédico de Ephraim Chambers, publicado en 1728, repite la distinción de Furetière, pero ofrece algunos detalles técnicos adicionales. Una de las entradas del término failure lo define significativamente como “un tipo de bancarrota llamado comúnmente ruptura o suspensión de pagos”.  En la voz dedicada específicamente a “Bankruptcy”, se repite la distinción entre bancarrota y quiebra (failure): la primera se suponía voluntaria y fraudulenta, mientras que la segunda era obligada y necesaria, “por medio de accidentes”, etc. Chambers añade que la quiebra “disminuye el crédito del mercader”, mientras que la bancarrota lo marca con infamia. En la quiebra, el mercante o banquero falla en presentarse al cambio (Exchange), pero la bancarrota se hace evidente cuando éste se fuga o se lacran todos sus efectos. Por último, para evitar ser tachado de fraudulento, el mercader o banquero debe presentar a sus acreedores un inventario de todas sus propiedades y deudas, así como todos sus libros contables.

Este doble sentido de bancarrota encuentra un paralelo hoy día en la suspensión de pagos (que puede tener un carácter provisional, hasta que una empresa recupera su liquidez) y la quiebra (cuando las deudas son inasumibles a partir de los activos). En este segundo caso el procedimiento de concurso de acreedores establece el pago prioritario, en la medida de lo posible, a trabajadores y acreedores de la empresa fallida. Sin entrar en las múltiples diferencias que presentan las legislaciones nacionales e internacionales, no cabe duda de que ciertos modelos de bancarrota pueden ser utilizados estratégicamente para renegociar la deuda de una empresa. Donald Trump declaró abiertamente en 2011 la utilidad de este recurso legal —recogido en el “Chapter 11” de la Bankrupcy law estadounidense— y señaló: “Yo juego con las leyes de bancarrota. Son buenas para mí” como una herramienta para recortar la deuda (Kurtz 2011). Puede comprobarse que, hasta cierto punto, la legislación contemporánea permite diferenciar entre este método de escape frente a una situación empresarial comprometida y la salvedad del patrimonio personal de sus dueños o administradores. En lo que respecta al descrédito personal de dichos dueños, las declaraciones de Trump muestran que la cuestión no es hoy día del tan clara como propuso Chambers.

A pesar de que existe un cierto número de estudios sobre quiebras particulares de bancos y banqueros, la historiografía, económica o no, y la sociología han concentrado especialmente su atención sobre un tipo de bancarrota específico: aquella que puede entenderse y analizarse —usando una perspectiva bastante actual— como crisis de la deuda externa del estado o deuda soberana. Estas crisis, contempladas con un particular análisis de largo recorrido, desde la Edad Moderna hasta nuestro tiempo, se han asociado a menudo con narrativas más generales sobre el fracaso o la decadencia (crónica) de determinadas dinastías y países. El historiador Paul Kennedy, heredero de una larga serie de proponentes de la decadencia hispana, propuso así el declive como único camino posible para una “nación” “dirigida por gobernantes que consistentemente gastaban dos o tres veces más de lo que proporcionaban los ingresos ordinarios” (Kennedy 1987: 48). En contraste con los Austrias, pero también con la Francia absolutista, el hecho de que la Inglaterra Isabelina nunca declarase una bancarrota era para Kennedy “un testimonio de la habilidad y la prudencia” de la reina y sus consejeros (Kennedy 1987: 62).

Los ejercicios de retrospección económica y de modelización sociológica generan fácilmente preguntas (o hipótesis) formuladas en términos de fracaso, tales como: ¿Por qué fallan las naciones?, ¿cuál es la relación entre crisis fiscales y fracaso imperial?, etc. La incapacidad financiera, generada por una mezcla de incomprensión e incompetencia (Reinhart y Rogoff 2009), y la depredación absolutista o la extracción abusiva por parte de los gobernantes se han convertido en auténticos pilares para explicar el fracaso a largo plazo de determinados países. Para autores como Daron Acemoglu y James Robinson las instituciones políticas y económicas extractivas “están siempre en la raíz del fracaso” puesto que no incentivan el ahorro, la inversión ni la innovación (2012: ch. 13). Frente a la atractiva simplicidad de estos modelos, otras aproximaciones sociológicas tratan de contrarrestar las lagunas de algunas grandes teorías retrospectivas sobre el fracaso de los estados. Richard Lachmann (2009) ha mostrado, por ejemplo, los puntos débiles de Paul Kennedy (quien señaló la excesiva expansión imperial como origen de las crisis de deuda y el declive); Charles Tilly (que asoció el ascenso del estado fiscal a las ganancias territoriales por vía de conflicto militar) y de otras teorías basadas elección racional (que subrayan el beneficio de los pagadores de impuestos en su colaboración con las instituciones estatales). Para Lachman es necesario añadir a esos modelos incompletos el papel de las élites como tercer elemento entre los estados y los pagadores de impuestos. Las crisis fiscales o bancarrotas estarían causadas, en definitiva, por la codicia de esas élites, en los momentos en que son capaces de apropiarse de los recursos y oficios del estado (Lachmann 2009: 57).

En esta mirada histórica de largo plazo las denominadas bancarrotas de Felipe II, que se sucedieron en distintos episodios desde 1557 a 1596, pasando por la bien estudiada crisis de 1575, han suscitado un interés especialmente notable. Esto se explica en parte por el contraste entre los problemas financieros del monarca y la notable expansión militar y de las fuentes recursos —con mención especial de los metales preciosos americanos— de la Monarquía Hispana en el siglo XVI. Se trata además de acontecimientos relativamente sencillos de datar, casos acotados de fracaso que reclaman una explicación específica. No cabe duda de que la causa principal del incremento desproporcionado de la deuda en época de los primeros Austrias fueron los costosos y constantes gastos militares incurridos, primero en las campañas del Mediterráneo, y adicionalmente en las de los Países Bajos. Las interpretaciones sobre las bancarrotas son, sin embargo, divergentes. Felipe Ruiz Martín propuso que fueron un medio de contrarrestar la influencia de los banqueros genoveses y, fundamentalmente, un instrumento para convertir la deuda flotante en deuda consolidada. Para A. W. Lovett (1980), en cambio, el decreto de suspensión de pagos de 1575 es la prueba de la ineficiencia fiscal estructural de la monarquía y sus agentes. A ello se añade que muchos de los agentes más dotados de Felipe II tenían al mismo tiempo la doble condición de banqueros del monarca. La primera interpretación apunta a una finalidad estratégica de la bancarrota, mientras que la segunda a una deficiencia permanente.

Estas bancarrotas se perpetuaron en el tiempo y afectaron a todos los monarcas Habsburgo posteriores, incluyendo el reinado Carlos II a finales del siglo XVII (Sanz Ayán 2004). No obstante, frente a las múltiples hipótesis sobre el lento camino hacia la decadencia, resulta más complejo explicar la “resiliencia” de la Monarquía (Storrs 2006:12-16). ¿Por qué no cayó estrepitosamente a mediados o finales del siglo XVII?, ¿cómo debemos valorar la notable capacidad de “conservación” imperial mostrada durante el reinado de Carlos II?, ¿cómo es posible explicar únicamente en términos de fracaso anunciado el largo siglo XVIII borbónico? El vínculo entre bancarrotas o crisis de deuda, mala gestión por parte de los gobernantes y camino hacia el fracaso presenta notables lagunas. La asertividad de ciertas explicaciones macroeconómicas resulta aún más sorprendente cuando la contrastamos con la dificultad para encontrar fuentes fiables con las que construir grandes series de indicadores económicos, hecho que obliga a hacer generalizaciones a partir de los datos disponibles y combinar informaciones de diferentes tipos (Gelabert 1998: 274-275). A ello que se añade la complicación de calcular equivalentes monetarios y corregir las propias series de acuerdo con la inflación. Esto contrasta igualmente con la dificultad experimentada por los propios monarcas para calcular el montante de sus ingresos ordinarios, y que estaba originada por multiplicidad jurisdiccional e institucional propia del sistema (Gelabert 1998: 273). Más aún, autores como Bartolomé Clavero han insistido en la radical diferencia entre la cultura o la antropología del antiguo régimen, en la que no cabía una esfera económica (crematística) en el sentido moderno (Clavero 1991; 1993). Lejos de regirse por modernos criterios económicos, el gasto era obligado para el mantenimiento de un prestigio dinástico fundado, de modo esencial, en la defensa de la religión. No es fácil, en suma, calificar como fracaso muchas de esas bancarrotas particulares. Frente a las propuestas teleológicas, estas crisis se han explicado, como hemos mostrado para el caso de Felipe II, en términos más bien contextuales y de alcance relativamente limitado.

La bancarrota, con su precisa etimología, refiere a un evento puntual originado en el mundo de los cambios, una parcela muy restringida de la realidad mercantil anterior al siglo XVIII. No obstante, una vez que el crecimiento de los estados se asoció a su prosperidad económica, las bancarrotas se han empleado como metáfora del fracaso más general. Las bancarrotas particulares de bancos y mercaderes sembraban y siguen sembrando graves dudas sobre su carácter fingido o inmoral. Los análisis de suspensiones de pago de ciertos monarcas, en especial si se repiten bajo el dominio de una misma dinastía han generado narrativas de fracaso que son fundamentalmente retrospectivas. Sin negar su importancia, y mucho menos su atractivo como eventos históricos aptos para la comparación y la modelización, es necesario señalar que los historiadores y sociólogos suelen incorporar otras variables independientes a la hora de explicar los grandes fracasos de estados e imperios. La historiografía revisionista moderada ha puesto el acento en la capacidad para mantenerse, conservarse y proponer constantes reformas, frente a quienes subrayan el camino al fracaso visto desde nuestra atalaya presente. La etiqueta funciona bien de modo retrospectivo, pero se adapta peor a los contextos menudos en que se desenvolvían los contemporáneos. Esa diferencia nos recuerda el elemento temporal y la concurrencia de narrativas opuestas características de las atribuciones externas del fracaso.

Bibliografía

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Reinhart, Carmen M., y Kenneth S. Rogoff (2009). This time is different. Eight centuries of financial folly. Princeton: Princeton University Press.

Sanz Ayán, Carmen (2004). Estado, monarquía y finanzas: estudios de historia financiera en tiempos de los Austrias. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Storrs, Cristopher (2006). The resilience of the Spanish monarchy, 1665-1700. Oxford: Oxford University Press.

Índice de ilustraciones:

Fig. 1: Gage Skidmore, Donald Trump speaking at CPAC 2015 in Washington, DC, CC BY-SA 3.0.

Fig. 2:  Antonio Moro, Felipe II, (1555 – 1558), Óleo sobre tabla, 41 x 31 cm, Museo del Prado, Madrid, España.