Caída · Iván de los Ríos

Caída, derivado del verbo esp. CAER y del lat. CADERE, atestiguado ya en el siglo X, de donde emergen CAÍDA, pero también ACAECER, que a su vez deriva del latín vulgar ACCADERE y del lat. clásico ACCIDERE (ad-cadere), con el significado literal de caer al lado, junto a, ser el caso. Este significado literal de caída adyacente se extiende a formas figuradas de valor que apuntan al significado de suceder o acontecer algo significativo a alguien, eso que los latinos denominan «evento» en el sentido de «quod cuique evenit», lo que le sucede a alguien y tiene valor para el interesado, no en sí mismo. Este acontecer eventual está por supuesto ligado etimológicamente al vocabulario del ACCIDENTE, que si bien asume con el tiempo el significado explícito de desgracia, en su origen griego (participio perfecto de symbaino, symbebekos) y en su traducción latina (accidens) significan cualquier cosa que pueda sucederle a alguien sin formar parte de la planificación intencional de su acción racional.

En clave etimológica, otro derivado fundamental para nuestros intereses es el vocablo ACAECIMIENTO y, sobre todo, la familia lexical de del término DECADENCIA; DECAER, del lat. vulgar DECADERE, de donde «decaer», «decadencia», «recaída», «decaimiento», pero también CADENCIA, del italiano CADENZA, palabra ella misma derivada del verbo CADERE que está a la base de nuestra CAÍDA.

En su célebre escrito «Sobre los clásicos», Jorge Luis Borges (1952) recuerda que, a pesar de su aparente inutilidad, «escasas disciplinas habrá de mayor interés que la etimología». Esta fascinante disciplina inservible pone en juego el perímetro nocional y conceptual del vocabulario de la caída. Dicho perímetro abre un determinado acceso cognitivo a la experiencia del tiempo (lo que sucede y lo que nos sucede) como plexo de aconteceres ligados al horizonte de intereses de un individuo para el que dicho conjunto de eventos adquiere un ritmo y una cadencia en el marco de un proyecto vital articulado en torno al diseño de una vida que valga la pena de ser vivida. Cuando aquello que acontece en el orden del tiempo como suceso significativo para alguien (quod cuique evenit) se desenvuelve en la dirección del agotamiento, el desgaste o el desastre, comenzamos a entender el sentido de la caída como decadencia, degeneración y corrupción. Como fracaso o derrumbe. Contra la inevitable voluntad cartográfica de clasificación y control terminológico mediante la distinción de campos de competencia (religioso en el caso de «caída» o «mancha»; biológico-físico en el «corrupción» y «degeneración»), la familia lexical de la caída implica ya siempre una pluralidad de niveles semánticos que responden a la necesidad de habilitar espacios de inteligibilidad para la experiencia del tiempo como acontecer significativo que avanza inexorablemente hacia su desgaste. La caída (y el fracaso es, sin duda, una figura de la caída) dibuja, entonces, un horizonte conceptual bien preciso: la pregunta por el sentido y el significado del tiempo experimentado (gozosa, pero sobre todo dolorosamente) por las comunidades humanas. Desde este enclave, la caída se muestra como un esquema conceptual- figurativo básico en Occidente para dar cuenta del sentido del tiempo como devenir cuya estructura sigue el ritmo o la cadencia del desgaste, el derrumbe, el agotamiento, la decadencia y la corrupción. Un esquema típicamente biológico de acuerdo con el cual todo cuanto nace y se desarrolla en el orden del tiempo, en tanto entidad sometida a cambios procesuales, está sujeto a DECADENCIA: el ritmo de lo vivo es, precisamente, la caída. Lo que vive es, en cuanto vivo, literalmente caduco, del lat. CADUCUS, «que cae», «perecedero», de nuevo del verbo CADERE, caer.

¿Cómo dar cuenta de la caducidad propia de lo vivo y, sobre todo, cómo inyectar sentido e inteligibilidad en la caducidad propia de lo humano? La pregunta nos confronta con universos de sentido habilitados por estructuras metafóricas y, desde este enclave, el repositorio del fracaso en general, y de la caída en particular, responden desde antiguo a los diversos modos en que el ser humano se ha dado a sí mismo una serie de estrategias figurativas y conceptuales para examinar la indisponibilidad de la propia vida mediante una interpretación determinada de la totalidad del tiempo. Si la pregunta que subyace a la experiencia y al vocabulario de la caída es la pregunta por el sentido de la temporalidad que nos constituye, nos desgasta y, finalmente, nos hace fracasar, la metafórica de la decadencia en la que navegamos ofrece una suerte de propuesta. Y esa propuesta queda bien recogida en la frase de uno de los muchísimos ángeles caídos de la literatura Occidental: «toda historia es la historia de un derrumbe», dice Fitzgerald al comienzo de un libro titulado, precisamente, El Crack-Up.

La indisponibilidad de la propia vida, entonces, como experiencia elemental. Ese margen de indisponibilidad, esa amenaza constante que desbarata nuestra existencia y delata la fragilidad de toda forma de bien al alcance de un animal que se sabe finito, caduco y mortal, adopta muchas figuras a lo largo de Occidente (Destino, Moira, voluntad de los dioses, azar, suerte, Dios, Providencia) y ellas están ligadas a una cierta vivencia del fracaso, el hundimiento, la contaminación, la enfermedad, la caída o la corrupción. Si, como apunta Borges en La esfera de Pascal, la historia entera de la humanidad no es más que la historia de unas cuántas metáforas, sin duda una de las más inevitables es la metafórica de la caída como mecanismo de auto-comprensión de la condición humana. Una condición problematizada a partir de la idea simple, casi biológica, de la corrupción, la enfermedad y el declive desde un estado vigoroso y virtuoso de salud que degenera y muere inexorablemente. La corrupción de la virtud, la mancilla que arruina la pureza expulsándonos del paraíso y condenándonos a un estado de penuria que llamamos historia o existencia humana.

Si, como sugiere Giorgio Manganelli, la condición humana puede ser descrita en los términos de un glosario de la decadencia mediante una serie de «verba descendendi» o verbos del descenso (inclinarse, calar, rebajarse, despeñarse, precipitarse, derrumbarse, aberrarse), no parece extraño que la historia de la cultura haya sido –y, en muchos sentidos, siga siendo– la historia de una voluntad anagógica de ascenso, de Anábasis, de elevación. Esa idea (hermosa y terrible) de Manganelli nos recuerda que la caída está ya siempre hermanada con la decadencia y la corrupción. Una trenza (caída, decadencia, corrupción) que opera, insistimos, como un patrón hermenéutico, como un síntoma irreversible que aparece una y otra vez en el interior de las más diferentes culturas en la historia del género humano.

La idea parece ser la misma desde los poemas de Homero: expresiones variadas para cierto menosprecio del presente en relación con un pasado mítico, pleno, glorioso, vigoroso y saludable que perdimos a consecuencia de una transgresión, de un exceso de hybris, una falta, culpa o afrenta a los dioses, como leemos en el mito del andrógino del Banquete de Platón (189c-193d) o en el libro del Génesis del Antiguo Testamento (Gen. 3). Dicha transgresión origina nuestra decadencia, nuestra caída en la existencia, como dirá Cioran, y nuestra condena a la corrupción en todos los sentidos, constituyendo, además, el origen de la historia humana entendida como «historia de salvación», en la terminología de Karl Löwith.

Si pensamos en las modalidades poéticas que acompañan a esta conceptuación del tiempo humano, comprobamos que son muchas las imágenes que, a lo largo de los siglos, dan cuenta de esta estructura básica de comprensión.

En Ilíada, VI 144-149, Glauco y Diomedes se encuentran en el campo de batalla. Diomedes pregunta a su contrincante por su origen y Glauco responde:

«¡Oh tú, Tidida, el del ánimo grande! ¿por qué de mi linaje
preguntas?
Como la generación de las hojas, tal es también la de
los hombres.
De las hojas, unas tira a tierra el viento, y otras el bosque
hace brotar
cuando florece, al llegar la sazón de la primavera.
Así es el linaje de los hombres, uno brota y otro se desvanece
».

Esta figura de la caída es, sin duda, uno de los motivos más fértiles en la historia del concepto que nos ocupa: la caducidad propia del linaje de los mortales reside, precisamente, en el ritmo degenerado y degenerativo de su cadencia, en su constante proceso de marchitamiento y renacimiento. Por eso el vocabulario de la caída va siempre unido a cierta noción de la naturaleza cíclica de todas las cosas (como el paso de las estaciones), pero, ante todo, a la nostalgia del reino. Un símil celebérrimo, el de la caducidad humana y el sempiterno caer de las hojas, que, según Clemente de Alejandría (Stromata VI 738), aparece ya en Museo y en los versos de Mimnermo (fr. 2 W. [=fr. 2 D.]) y Semónides (29 D [3] = Simon. 8 W [1]); un símil que, además, aplicado a las almas humanas, leemos en Baquílides (Epin. V 63-67), en Virgilio (Aen. VI 305-312) y, por supuesto, en Dante (Div. Com., Inf. III 112-120); una imagen que Aristófanes había empleado ya en Aves 685 ss. como reproche para la raza humana y que Horacio (Ars Poet. 60-63 y 68-72) prefiere utilizar para referirse a la vida de las palabras. La comparación desborda la tradición poética antigua y llega incluso a nuestro Antonio Machado, que escribe «A un olmo seco» pensando en el verso de Homero y que en el Juan de Mairena («Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo», de 1936 (ed. cit. de O. Macrí, II, p. 1956), homenajea tanto al poeta y su miserable estirpe de mortales. Habla Mairena a sus jóvenes alumnos:

Sobre la muerte, señores, hemos de hablar poco. Sois demasiado jóvenes… Sin embargo, no estará de más que comencéis a reparar en ella como fenómeno frecuente y, al parecer, natural, y que recitéis de memoria el inmortal hexámetro de Homero: Óie per phýllon gene é toié de kai andrón. Dicho en romance: «Como la generación de las hojas, así también la de los hombres»… Mairena no quiso insistir, dice Machado. La muerte –pensaba él– no es tema para jóvenes, que viven hacia el mañana, imaginándose vivos indefinidamente más allá del momento en que viven y saltándose a la torera el gran barranco en que pensamos los viejos. «Hablemos, pues, señores, de la inmortalidad».

En sede griega encontramos otro referente matricial de la caída en Hesíodo, Trabajos y días, vv. 109-201, donde el universo todo, y en su interior el ser humano, está gobernado por leyes de decadencia generacional. El presente, todo presente, es ya siempre una CAÍDA, una degeneración, un ocaso o declinar desde un pasado axiológicamente superior que va degradándose progresivamente como el metal o el cuerpo a la intemperie. Este momento hesiódico es la primera aparición pormenorizada de un motivo que, posteriormente, adquirirá fama en el terreno artístico y que subyace a las interpretaciones modernas decadentistas del mito de las Edades: oro, plata, bronce, héroes, hierro. La estirpe de los mortales habita con sufrimiento y dolor, por supuesto, en la era del hierro.

Entre los trágicos, la noción homérica y hesiódica de decadencia física (corrupción) o espiritual (caída) deja paso a una interpretación naturalista que ve en el tiempo el imperio de la alternancia y la condena cíclica del par nacimiento muerte ejemplificado en la figura de Cronos que devora a sus hijos, como recuerdan los cuadros de Goya y de Rubens sobre el Padre Caníbal, ese tiempo físico y destructor al que Aristóteles homenajea en sus lecciones de filosofía natural, en las que, precisamente, trata de elaborar una ciencia que dote de inteligibilidad al ámbito de lo que, en lugar de permanecer, deviene:

«Por otro lado, existir en el tiempo significa ser afectado por el tiempo, y así se suele decir que el tiempo deteriora las cosas, que todo envejece por el tiempo, que el tiempo hace olvidar, pero no se dice que se aprende por el tiempo, ni que por el tiempo se llega a ser joven y bello; porque el tiempo es, por sí mismo, más bien causa de destrucción, ya que es número del movimiento, y el movimiento hacer brotar o salir de sí a lo que existe» (Aristóteles, Física IV 221ª30ss).

En esta dirección operan también los versos de Sófocles en Edipo en Colono (608-616):

«El tiempo lo destruye todo/ nadie está a salvo de la muerte excepto los dioses./ La tierra decae, la carne decae,/entre los hombres se marchita la confianza y nace el recelo./ Los amigos se vuelven contra los amigos,/ y las ciudades contra las ciudades./ Con el tiempo todas las cosas cambian: el deleite/ se troca en amargura, y el odio en amor».

La noción de ritmo o el ciclo de nacimiento-vida-decadencia- muerte-nacimiento se expresa en griego con el término anakyklosis y ha funcionado bien para una interpretación de la historia de los regímenes políticos como historia de una degeneración cíclica, como observamos en el libro VIII de República de Platón y en Polibio (Historias. Libro VI, 3 y 4), donde la monarquía degenera en tiranía y conduce a la aristocracia, que a su vez degenera en oligarquía. Una oligarquía que desemboca en una democracia seguida por la oclocracia, que requiere, por supuesto, de una restauración y un nuevo comienzo de la mano de la monarquía. Encontramos ecos de esta misma idea en Cicerón su De re publica y en Maquiavelo, que discutirá las tesis de Polibio en los Discorsi 1, 2 y que opondrá la fuerza de la Virtud al carácter indómito de la Fortuna, inaugurando una vía de interpretación del fracaso que comienza a articularse cada vez más en el individuo y en su capacidad para aprovechar la ocasión, la circunstancia o el instante propicio desde una mirada estratégica.

Con ropajes no griegos, sino semíticos, encontramos la misma fábula en la expulsión del Jardín del Edén en el Génesis del Antiguo Testamento (que reaparece con variaciones en El Corán y en los escritos gnósticos) y que continúa siendo el escenario principal de la caída, la decadencia y la corrupción (Génesis 3, 1-13 y 13-24).

En sede romana, observamos el mismo esquema narrativo en el libro I de las Metamorfosis de Ovidio, que describe las cuatro edades del hombre (prescindiendo de la Edad de los Héroes incluida por Hesíodo) (Metam. I 89-150), mientras que en sede oriental la misma imagen de la cadencia degenerativa marca tradición hinduista de los Vedas, donde encontramos una concepción cíclica del tiempo que engendra y destruye épocas consecutivas de luz y oscuridad. Los Vedas describen cuatro edades, siendo nosotros habitantes de la última Kali Yuga (correspondiente a la «Edad de Hierro» de Hesíodo y de Ovidio), que es la última y, por supuesto, la peor de las épocas humanas, cuando los fuertes, los astutos y los imprudentes gobiernan el mundo. Este motivo reaparece en mitologías confucianas, zoroástricas, aztecas, laponas, indígenas americanas, islandesas e irlandesas y se extiende con éxito hasta el Renacimiento.

La doctrina de las revoluciones o ciclos llegará incluso a ser mencionada por John Adams en 1787, en la carta XXXI («Ancient Republics, and Opinions of Philosophers) de su Defensa de las Constituciones de los Estados Unidos.

En el siglo XIX, Nietzsche formará parte de una interpretación crítica de la cultura moderna que reivindica la necesidad de recuperar la unidad perdida de la Grecia pre-platónica para garantizar la unidad y la identidad estético-política de Alemania. Desde esa perspectiva, encontramos en el joven Nietzsche una extraña figura de la caída: la Grecia Arcaica degenera, declina y se corrompe con la aparición del racionalismo ilustrado de Eurípides y su expresión filosófica en las manos de Sócrates, Platón y el cristianismo. El platonismo, el cristianismo y la modernidad gnoseocéntrica serían, en este sentido, la expresión presente de un paraíso perdido, un extraño paraíso trágico en el que la vida en sentido fuerte no queda aniquilada por la fantasmagoría del ideal platónico, la trascendencia cristiana o la ciencia moderna.

Como puede verse en los ejemplos anteriores, la historia del concepto, la imagen y la metáfora de la caída atraviesa culturas y épocas distintas de un modo indiscutible. Si nos centramos en el marco de los siglos XVI-XIX, existen dos ejemplos ilustres de esta descripción de la naturaleza del tiempo, de la historia y del ser humano como un proceso de degeneración y decadencia: la obra de Milton, Paradise Lost (1667) (que recoge la interpretación creacionista de la Caída) y la de Shakespeare (As you like it, Acto II, esc. VII) (escrita en 1599, publicada en 1623), donde se utiliza la imagen de las 7 Edades del hombre para expresar el inevitable declinar de toda vida humana. Ejemplos distintos y muy distantes: Milton escribe un poema con fines claramente teodiceicos desde la pregunta por la compatibilidad entre el sufrimiento humano y la existencia de un Dios todopoderoso, mientras que Shakespeare parece estar más cerca de Manganelli y de una cosmovisión que no alberga esperanza alguna ni sentido salvífico para el declinar cíclico de las generaciones de los mortales, tal y como se ve, por ejemplo, en aquella frase de Macbeth que tanto le gustaba al pesimista Schopenhauer y motiva el título de una de las novelas más célebres de William Faulkner: «la vida es una historia contada por un necio, llena de ruido y de furia, y que no significa nada».

Bibliografía


Fuentes griegas:
Aristóteles (1950). Aristotelis Physica, recognovit brevique adnotatione critica instruxit W.D. Ross, Oxford: Oxford Classical Texts, Clarendon Press.

Esquilo (1995). Aeschyli septem quae supersunt tragoediae ed. G. Murray, Oxford: Clarendon Press Oxford.

Eurípides (1981-1984). Euripidis fabulae, ed. J. Diggle, vols. I-III, Oxford: Clarendon Press.

Hesíodo (1966). Hesiod Theogony, ed. M.L. West, Clarendon Press, Oxford, 1966.

Hesíodo (1970). Hesiodi opera , ed. F. Solmsen, Clarendon Press, Oxford, 1970.

Homero (1931), Homeri Ilias, ed. T.W. Allen, Clarendon Press, Oxford, 1931.

Homero (1962) Homeri Odyssea, ed. von der Muhll, Basel.

Sófocles (1958-68), Sophocle, vols. I-III, ed. A. Dain-P. Mazon, Les Belles Lettres, Paris, 1958-1968.

Fragmentos y recopilaciones:
Diehl (1925)= Anthologia Lyrica Graeca, ed. E. Diehl, Leipzig: Teubner.

Nauck (1962)= Tragicorum Graecorum Fragmenta, ed. A. Nauck, Hildesheim: Olms.

West (1971)= Iambi et Elegi Graeci ante Alexandrum cantati, ed.
M.L. West, Oxford: Clarendon Press.

Traducciones:
Aristóteles (1995). Física. Madrid: Gredos. Esquilo, Sófocles, Eurípides. Obras Completas (2004), edición coordinada por E. Crespo, Cátedra, Madrid.

Ferraté, J. (2000) Líricos griegos arcaicos. Barcelona: Acantilado.

Hesíodo (2000). Obras y fragmentos. Madrid: Gredos.

Homero (1991) Ilíada. Madrid: Gredos, Madrid.

Otras obras:
Borges, J.L. (1992). «Sobre los clásicos», en Otras inquisiciones. Obras Completas, Madrid: Círculo de Lectores, 1992, vol. II, págs. 366-367.

Corominas, J. (1987). Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana. Madrid: Gredos.

Machado, A. (1936) Juan de Mairena (sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo). Madrid: Espasa-Calpe.

Índice de ilustraciones:

Fig. 1: Jorge Luís Borges (archivo web CBA).

Fig. 2: Francisco de Goya, Saturno devorando a un hijo, (1819–1823), óleo sobre revoco trasladado a lienzo, 146 cm × 83 cm, Museo del Prado, Madrid, España.