Olvido · Eduardo Zazo
1. Introducción. La fascinación por el olvido.
No cabe duda de que el olvido es una figura del fracaso. Si entendemos por olvido la negación de la memoria, entonces el olvido es el resultado del fracaso de la incesante actividad de una de nuestras facultades más fascinantes y peor conocidas: la memoria. Si entendemos por olvido algo distinto, algo quizá positivo, entonces el olvido tiene un sentido, un propósito o una direccionalidad, y podemos investigar si éstos son exitosos o fallidos. En esta breve introducción probablemente hayamos de dar cuenta lo antes posible de la primera y más grande de las paradojas de esta figura: hablar del olvido consiste en traer a la palabra aquello que había sido olvidado y, por lo tanto, sacarlo del olvido. Es obvio que resulta muy difícil abordar el olvido sin dislocarlo, sin perturbarlo, sin transformarlo. Y, por otro lado, para reforzar aún más la extrañeza del asunto, resulta imposible hablar del olvido si éste ha sido exitoso. Hay olvidos exitosos, claro, pero si el olvido es completo, si el olvido ha sido verdaderamente efectivo, entonces es inenarrable. Y entonces fracasamos al intentar narrar o explicar un olvido.
Numerosas, pues, son las paradojas del olvido: es fácil hablar de la memoria; es difícil hablar del olvido; es incluso más difícil hablar del olvido sin referirse a la memoria. Esta ambigua situación ha sido moneda corriente en la historia del pensamiento. Por citar algunos ejemplos: según Montaigne, “nada imprime tan vivamente cosa alguna en nuestro recuerdo como el deseo de olvidarla” (Montaigne, 2009, 572); la famosa anécdota de Kant, recogida por el biógrafo Wassanski (Weinrich, 1999, 121-123), a propósito de su criado Lampe, nos muestra un Kant, ya casi senil, que expulsó a aquél de su servicio y escribió en su cuaderno que tenía que recordar que el nombre de Lampe tenía que ser olvidado; por último, La Rochefoucauld, siempre tan agudo, nos dice que “todos se quejan de su memoria, y nadie de su juicio.” (La Rochefoucauld, 1984, 39). Por otra parte, la fuerza evocadora del olvido -a primera vista una falta o una ausencia que es traída a presencia a través de la palabra- sustenta su arrollador empleo en numerosos títulos, textos y fragmentos literarios, como en la famosa rima LXVI de Bécquer: “En donde esté una piedra solitaria / sin inscripción alguna, / donde habite el olvido, / allí estará mi tumba” (Bécquer, 2006, 153). Aquí abordaremos la figura del olvido desde tres niveles: como pérdida, como funcionalidad y como política activa.
2. El olvido como pérdida
Parece, pues, que el olvido es una forma de pérdida de la memoria o del recuerdo. La primera de las tres acepciones de “olvido” del Diccionario de la lengua de la Real Academia Española señala que el olvido es la “cesación de la memoria que se tenía”. Con el olvido cesa, desaparece, cae o se pierde algo que se tenía. Esta misma imagen es transmitida por expresiones como “caer en el olvido”, “dar o echar al olvido”, “enterrar en el olvido”, “entregar al olvido”, “poner en olvido”, etc. En algunas lenguas románicas (“olvidar”, “oublier”, “oblidar”) el verbo procede del latín “oblivisci”. En otras lenguas románicas esta raíz ha permanecido solamente en un registro culto y la palabra raíz es otra. Así, por ejemplo, el italiano “dimenticare”, que procede del latín “mens” (mente), significando “sacar fuera de la mente”, “hacer salir fuera de la mente”, o el portugués “esquecer”, derivado del latín “cadere” (caer). En las lenguas germánicas la palabra se forma siguiendo otros senderos: el verbo alemán “vergessen” está formado por el verbo “gessen”, que hoy en día no tiene significado por sí mismo, y el prefijo “ver”, mientras el verbo inglés “to forget” está formado por el verbo “get” (“obtener”) y el prefijo “for”. Ambos prefijos (“ver” en alemán y “for” en inglés”) remiten a la idea de algo que ya no es productivo, a algo que cae o que se va. La lengua griega antigua, a la que podemos acudir para obtener diversos términos sobre el olvido, posee uno –lethé– con una enorme influencia en la historia del pensamiento filosófico. En Lethé -o Leteo, el río del olvido según la mitología griega- está la raíz “leth”, que designa lo escondido, lo encubierto, lo oculto, y que encontramos en el término aletheia –verdad-, mostrándonosla como lo “no olvidado” o como lo “que no hay que olvidar” (Weinrich, 1999, 20).
Este breve repaso de la etimología del verbo “olvidar” por nuestras lenguas más cercanas nos remite inmediatamente al campo semántico de la pérdida y de la caída. Algo “cae” en el olvido o “es echado” al olvido y, por lo tanto, se pierde. El olvido es entendido de esta manera como la negación de la memoria, como un agujero en el que desaparece lo allí arrojado, como una oquedad, un pozo, una cueva o un sótano. Algo, a fin de cuentas, oscuro o sumido en la oscuridad. Esta dimensión de la pérdida también tiene su reflejo médico en el trastorno de pérdida de la memoria -la amnesia-, que constituye un déficit o una incapacidad para conservar y mantener el recuerdo, o en la enfermedad de Alzheimer.
Sin embargo, esta concepción del olvido como pérdida de memoria puede ser invertida paródica y trágicamente, tal como se encuentra en Funes el Memorioso, quien “diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales” (Borges, 2001, 82), o en la interminable Biblioteca de Babel. Estos dos cuentos de Borges –no en vano director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires- muestran los límites de una comprensión de la memoria como depósito o almacén de recuerdos: “no es una facultad de clasificar los recuerdos en un cajón o de inscribirlos en un registro. No hay registro, no hay cajón, aquí no hay siquiera propiamente hablando, una facultad, porque una facultad se ejerce de modo intermitente, cuando ella quiere o cuando puede, mientras que el amontonamiento del pasado sobre el pasado prosigue sin tregua.” (Bergson, 1977, 47) La memoria no se dedica simplemente a registrar fielmente lo acontecido; más bien elabora y reelabora: “el recuerdo es, en gran medida, una reconstrucción del pasado que se realiza con la ayuda de los datos tomados del presente y es, por lo demás, preparada por otras reconstrucciones hechas en épocas anteriores, en las que la imagen del pasado ha sido ya sumamente alterada. […] Sin recordar un día, podemos recordar un período, y no es exacto que el recuerdo del período sea simplemente la suma de los recuerdos de algunos días. A medida que los acontecimientos se alejan, nos habituamos a recordarlos en forma de conjuntos” (Halbwachs, 2010, 111-112). El olvido no es simplemente un fallo, ni el resultado de una pérdida. Tal como transmiten algunas de las expresiones ya mencionadas (dar o echar al olvido”, “enterrar en el olvido”, “entregar al olvido”, “poner en olvido”, etc.) y las citas previas, interviene una potencia activa en el olvido. Consciente o inconscientemente, el olvido no puede delimitarse exclusivamente como una realidad disgregadora, disolvente o puramente negativa.
3. El olvido como funcionalidad
Algo olvidado es algo que se ha ido de la mente, que ha desaparecido, que se ha perdido. Pero este hecho no constituye sin más un hecho puro, dado, sin actividad subjetiva. La tercera acepción de “olvido” del Diccionario de la lengua de la Real Academia Española señala que el olvido es el “descuido de algo que se debía tener presente.” Algo que se debía tener presente. Se olvida algo que no se debía haber olvidado. Entramos de este modo en una dimensión normativa o valorativa tanto a nivel individual como colectivo.
a) A nivel individual, el olvido desborda los límites de la intención consciente del individuo. Por poner algún ejemplo de diferentes épocas: Cicerón, recogiendo la respuesta de Temístocles a Simónides, quien ofrecía enseñarle el arte de la memoria, dice: “preferiría el del olvido, pues recuerdo incluso lo que no quiero, y no puedo olvidarme de lo que quiero” (Cicerón, 1987, 164); Montaigne, en el capítulo IX de la primera parte de sus Ensayos, titulado “De los mentirosos”, ensalza las virtudes salutíferas de la falta de memoria, ya que, a la inversa, “las memorias excelentes suelen ir unidas a juicios débiles” (Montaigne, 2009, 78); por último, para Freud el olvido tiene una dimensión inconsciente y una lógica, así como una función útil: “puedo anticipar la conclusión uniforme para toda la serie de observaciones: en todos los casos el olvido resultó fundado en un motivo de displacer” (Freud, 1991, 136). Probablemente sea Nietzsche quien con mayor vigor haya defendido que el olvido es necesario para la vida, imprescindible de hecho, y que no hay vida sin olvido ni alegría sin el arte de saber olvidar. En suma, para Nietzsche el olvido depende de una facultad activa: “tanto en la mínima felicidad como en la máxima es siempre una sola cosa la que hace que la felicidad sea felicidad: el poder olvidar […]. Quien no es capaz de tenderse, olvidando todo pasado, en el umbral del instante, quien no sabe estar ahí de pie en un punto, cual una diosa de la victoria, sin vértigo ni miedo, nunca sabrá lo que es la felicidad. […] En toda acción hay olvido: del mismo modo que en la vida de todo ser orgánico hay no solamente luz, sino también oscuridad. […]. En consecuencia: es posible vivir, y aun vivir feliz, casi sin recordar, como lo muestra el animal; pero es totalmente imposible vivir sin olvidar” (Nietzsche, 2011, 698). Nietzsche plantea una propuesta del olvido que podríamos reformular bajo la famosa máxima cartesiana: “olvido, luego existo”. Existe un arte del olvido.
b) A nivel colectivo, podemos distinguir varios niveles en el análisis del olvido.
b1) En las sociedades que no conocen la escritura se da un régimen del olvido que podemos denominar “amnesia estructural”. En estas sociedades, el pasado se va adaptando de manera progresiva a las necesidades del presente. Como no hay documentos escritos que fijen el estado de cosas de un momento anterior, no existe un pasado “fijado” distinto del presente. En estas sociedades de oralidad primaria todo pasado se da, de hecho, en el presente; toda la tradición es siempre tradición actualizada (García Calvo, 1998, 14) y la memoria oral se apoya en una especie de amnesia estructural. Además, una cultura de oralidad primaria, que no dispone de textos, se enfrenta al enorme y vital problema de la transmisión, conservación y retención oral del conocimiento y de los hechos relevantes del pasado –y esta ha sido la situación de la humanidad durante la mayor parte de su historia-. A tal efecto, la memoria oral selecciona y distingue aquellos acontecimientos memorables de los desechables -salvando algunos y condenando al olvido a otros-, siguiendo una serie de pautas, fórmulas, repeticiones, ritmos, rimas, etc., que moldean el pensamiento y la expresión (Ong, 1996, 43-62). Otro caso de amnesia estructural de las sociedades de oralidad primaria, citado por Goody en La domesticación del pensamiento salvaje, es el de las largas listas de nombres y relaciones familiares de los relatos orales, que sirven de recuerdo y justificación de las relaciones de dominación de carácter familiar y político. Cuando estas relaciones cambian, estas listas, a su vez, también se ven modificadas. Ahora bien, los moradores del mundo de la oralidad primaria son incapaces de percibir en el medio plazo esas variaciones porque no tienen registros con que comparar (Goody, 2008, 124). Algunas de estas listas se han conservado en relatos que han sido puestos por escrito. Pero, una vez que esto ocurre, la memoria social se traslada a la escritura.
b2) En todo tipo de sociedad humana, conozca o no la escritura, se da un régimen del olvido que podemos denominar “por debilitamiento o reconfiguración del grupo”. Según los análisis de Halbwachs, la memoria es analizable solamente si nos situamos en la perspectiva de uno o varios grupos y corrientes del pensamiento colectivo: “en realidad, nunca estamos solos. No hace falta que otros hombres estén allí, que se distingan materialmente de nosotros, porque siempre llevamos con nosotros y en nosotros una cantidad de personas diferentes” (Halbwachs, 2010, 64). En este sentido, dado que todo recuerdo personal se compone del entrecruzamiento de las memorias de diferentes grupos, el olvido acecha tras el debilitamiento de la duración y de los lazos del grupo o grupos o su reconfiguración. La memoria no sólo es una conquista frágil, sino que además es dinámica y laboriosa de construir; perp también el imperio del olvido es dinámico y laborioso: “la memoria de una sociedad […] no cesa de transformarse, y el mismo grupo cambia permanentemente. […] Es difícil decir en qué momento un recuerdo colectivo ha desaparecido y si ha salido definitivamente de la conciencia del grupo, precisamente porque basta con que se conserve en una parte limitada del cuerpo social para que podamos volver a encontrarlo” (Halbwachs, 2010, 124). A medida que el grupo que sustenta la memoria colectiva de un recuerdo individual deja de reforzar sus vínculos –o se reconfigura en otros grupos o se modifica internamente de una manera extensa-, el olvido adquiere una presencia cada vez mayor, pero también las nuevas memorias: la constante reformulación de los diferentes grupos produce -activa pero orgánicamente- nuevas memorias y nuevos olvidos.
b3) Un tercer régimen de olvido es el olvido del pasado de aquellos subgrupos de una colectividad que a nivel simbólico y/o material ocupan un posición dominada o subordinada. Se trata de un olvido gris, rutinario, inercial, habitualmente no problematizado pero efectivo. Puede que no medie un afán explícito de echar al olvido la historia de los dominados por parte de los subgrupos dominantes; puede que los subgrupos dominados no sean conscientes de que la situación de dominación que padecen se apoya en la negación de su historia; sin embargo, sigue operando subterráneamente la violencia simbólica, esa “coerción que se instituye por mediación de una adhesión que el dominado no puede evitar otorgar al dominante (y, por lo tanto, a la dominación) cuando sólo dispone, para pensarlo y pensarse o, mejor aún, para pensar su relación con él, de instrumentos de conocimiento que comparte con él y que, al no ser más que la forma incorporada de la estructura de la relación de dominación, hacen que ésta se presente como natural; o, en otras palabras, cuando los esquemas que pone en funcionamiento para percibirse y evaluarse, o para percibir y evaluar a los dominantes (alto/bajo, masculino/femenino, blanco/negro, etcétera), son fruto de la incorporación de las clasificaciones, que así quedan naturalizadas” (Bourdieu, 1999, 224-225). Frente a la pérdida activa de estas historias –de las mujeres, de los pueblos colonizados, de las personas analfabetas, del campesinado, etc.- se alzan algunas propuestas que deciden conscientemente escribir contra el olvido para que estas historias no se pierdan, alegando un deber de memoria frente a esta violencia gris de un olvido interiorizado como normal.
4) El olvido como política activa
La segunda acepción de “olvido” del Diccionario de la lengua de la Real Academia Española señala que el olvido es la “cesación del afecto que se tenía”. En el marco de una política de los afectos referida de la memoria, una de las formas políticas de olvido activo más investigadas es la damnatio memoriae, una locución que, a pesar del latín, es moderna (aparece por primera vez en el siglo XVII) y que significa “condena de la memoria”. Se trata de una práctica presente en la Antigüedad grecorromana, pero también en Egipto de los faraones y en muchas otras sociedades, que consiste en la condena del recuerdo de un personaje público ilustre considerado tras su muerte como enemigo de la comunidad. En la antigua Roma constituye el exacto reverso de la apoteosis o divinización, y numerosos emperadores romanos sufrieron esta condena. Dado que implicaba la eliminación y el borrado del registro de cualquier cosa (moneda, estatua, inscripción, documento, etc.) relativa al condenado, no debe sorprender, por una parte, que esta sistemática destrucción del recuerdo fuera temida como una condena más grave que el destierro o la muerte. Por otra parte, la efectividad de tal medida es dudosa ya que, si de verdad este echar al olvido se hubiera logrado –especialmente en lo referido a emperadores o figuras ilustres-, entonces tendríamos lagunas historiográficas graves durante algún período. Más bien parece que, al menos en la Antigüedad romana, tenía un carácter ritual y ornamental. Sin embargo, por apuntar a una de las paradojas consignadas al inicio de este texto, si la condena al olvido llegó a ser verdaderamente exitosa, hoy no tendríamos manera de saberlo, y es probable que esto sí haya ocurrido en otras sociedades de las que conservamos menos registros.
Otra política activa del olvido es la iconoclastia, esto es, la destrucción deliberada de los iconos o imágenes. Esta práctica, que se apoya en un conjunto de prohibiciones sobre la representación de lo divino recogidas inicialmente en la Torá, tiene una enorme importancia en la historia del cristianismo. El judaísmo y el islam niegan la validez de la imagen para representar a la divinidad, pero “en el régimen cristiano la imagen se halla en una situación inestable, y la historia presenta alternancias de gloria y extinción” (Besançon, 2003, 461), así en la querella de las imágenes en el Imperio Romano de Oriente (726-843) como en la Reforma protestante (1517). Por otra parte, en un sentido amplio puede entenderse la iconoclastia como la supresión de aquellos elementos materiales (inscripciones, estatuas, documentos, etc.) representativos de una memoria que se rechaza. Esta impugnación puede contener una dimensión constructiva como demanda de otra historia que albergue elementos de la memoria de los subgrupos dominados, pero también puede llevar consigo una dimensión meramente destituyente como mera expresión de una ciega furia de la destrucción.
Una tercera política del olvido se encuentra en lo que ha venido en denominarse “políticas de la memoria”, es decir, en las reflexiones, los debates y las medidas tomadas sobre la necesidad de distinguir entre lo pública y comúnmente recordable y lo olvidable, entre lo pública y comúnmente conservable y lo desechable. No es baladí subrayar, en primer lugar, que el elemento activo y consciente en la construcción de una memoria colectiva juega aquí un papel central: un colectivo condensa su propia imagen en el conjunto de nombres, personajes, escenas, relatos, etc., que desea recordar y en aquellos que prefiere dejar de lado. En segundo lugar, otro aspecto importante aquí presente es la siempre conflictiva construcción, inestable y cambiante, de esta memoria colectiva, que se compone de memorias no sólo distintas, sino cruzadas, lo cual asegura una constante batalla interpretativa por fijarla. Pocos casos tan extremos hay como los tan conocidos del borrado de personajes ilustres, como Trostky o Bujarin, en algunas fotografías de la Unión Soviética bajo el gobierno de Stalin o las distópicamente temidas por Orwell en su 1984. A veces, a la inversa, se dan casos de “amnistía”, esto es, una especie de ley de olvido que implica la común aunque conflictiva aceptación de la prescripción de los delitos y los crímenes cometidos, un reconocimiento, siquiera parcial, de un relativo perdón –y liberación-. En tercer y último lugar, “cuánto recordar y cuánto olvidar nunca puede ser respondido desde dentro de la disciplina misma [la historia], porque no es la memoria no es lo que le preocupa” (Yerushalmi, 136). En este sentido, si hablamos de una memoria colectiva de la humanidad, la UNESCO coordina el Programa Memoria del Mundo, cuyo objetivo consiste en la preservación del patrimonio histórico documental más importante.
Por último, ya en clave contemporánea, nos apelan dos cuestiones derivadas de la ingente capacidad de archivo de la tecnología digital: el derecho al olvido y el surgimiento de un nuevo tipo de olvido. Por un lado, el derecho al olvido en los motores de búsqueda de internet hace referencia al derecho a que algunas informaciones obsoletas, no relevantes o que dañen el honor, la propia imagen, la intimidad de la persona, etc., sean suprimidas o desindexadas. Aunque este debatido derecho entra en colisión con el derecho de libre de expresión y de información, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea sentenció en 2014 que, bajo ciertas circunstancias, puede exigirse este derecho al olvido. Por otro lado, está surgiendo un nuevo tipo de olvido, el olvido por acumulación excesiva de información. Con esta fórmula –“almacenado, es decir, olvidado” (Weinrich, 1999, 338)- se alude la enorme dificultad para encontrar, en medio de la casi infinita cantidad de información conservada, un documento, una imagen, un archivo o un dato. No se trata, en efecto, de una forma de olvido en sentido estricto, pues aquello buscado “existe” y se podría llegar a encontrar, sino de una particular forma de sepultura y olvido por acumulación.
Acabemos, en fin, esta breve presentación del olvido como una bella y casi inasible figura del fracaso con estas reconfortantes palabras de Marco Aurelio (2007, 95): “cerca, tu olvido sobre todo; cerca, el olvido de todos sobre ti”.
Bibliografía
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Bergson, H. (1977). Materia y vida (textos escogidos por Gilles Deleuze). Madrid: Alianza.
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García Calvo, A. Historia contra tradición. Tradición contra Historia. Zamora: Lucina.
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Weinrich, H. (1999). Leteo. Arte y crítica del olvido. Madrid: Siruela.
Yerushalmi, Y. (2002). Zajor. La historia judía y la memoria judía. Barcelona: Anthropos.
Índice de ilustraciones:
Fig. 1: Wilhelm Wandschneider, Lethe, postcard, collection Ruchhöft-Plau. Dominio público: https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=27698034
Fig. 2: Annemarie Heinrich, Fotografía en blanco y negro de Jorge Luis Borges, 1967. Dominio público: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Jorge_Luis_Borges.jpg