El presente y la construcción del personaje

David Sánchez Usanos

Frente a una situación que no entendemos o que no nos resulta del todo soportable solemos formular una pregunta para tratar de comprender, pensando, tal vez, que el entender algo contribuye a distanciarnos de ello y que quizá permita transformarlo o, al menos, experimentarlo con menos intensidad. Esa pregunta podría ser «¿cómo hemos llegado hasta aquí?» o su variante «¿cuándo empezó todo?». Se trata, en todo caso, de hacer historia, de buscar un antecedente a lo que nos pasa.

Seguramente la historia del presente puede remontarse tan atrás como uno quiera, pero parece existir un consenso bastante amplio en situar en Descartes el origen de la modernidad. Pero, ¿qué nos tiene que aportar hoy un tipo del siglo XVII? Bueno, quizá convenga recordar que a lo mejor los fantasmas que le atormentaban se parecen mucho a los nuestros. No cesamos de repetirnos que el presente parece una serie de ficción, que es como si detrás de las noticias con las que nos despertamos hubiese un equipo de guionistas que ha perdido la mesura e inventase tramas cada vez más inverosímiles, que nuestras ciudades se han convertido en un parque temático, que la realidad, en fin, ha devenido melodrama. Descartes también se planteó en su momento el posible carácter fantasmal de lo que sucede, ¿y si el presente fuese obra de un maldito guionista?, ¿y si lo que nos pasa no fuese más que el entretenimiento de un genio maligno?, ¿por dónde empezar a buscar un asidero frente a la extravagancia más absoluta?, ¿por dónde comenzar la refutación de que esto no es una pesadilla? Por el yo, por esa cosa que duda, pero que, por eso mismo, es. De eso va el Discurso del método (1637): el libro de un aventurero que, según sus palabras, abandonó el estudio de las letras porque no se fiaba de otra ciencia que no fuese la que procedía de su propia experiencia y que, en consecuencia, se lanzó a recorrer el gran libro del mundo y pasó su juventud viajando, viendo cortes y ejércitos. Uno de los presuntos cimientos del pensamiento moderno es un tratado autobiográfico destinado al conocimiento de sí mismo.

Pero casi todo pensador contemporáneo que se precie reniega de Descartes, el cartesianismo parece ser el origen de la rigidez, de la tecnificación, de la cosificación y del carácter desalmado del mundo moderno; de mucho más prestigio goza, en cambio, el que para algunos fue el primer escritor verdaderamente contemporáneo, alguien anterior al propio Descartes y que fue absolutamente moderno siglos antes de que Rimbaud nos apremiase a ello: Michel de Montaigne. Pues bien, también él eligió la autobiografía como registro apenas disfrazado en sus Ensayos (1580), unas páginas que, según el propio Montaigne, no persiguen ningún fin distinto al conocimiento de sí mismo: «yo soy el contenido de mi libro» afirma como advertencia al lector mientras le invita a no perder el tiempo con algo tan frívolo.

El yo, la propia experiencia transcrita, parece actuar como un principio rector frente a una realidad cada vez más inestable, como una garantía frente al olvido y al disparatado signo de los tiempos. Es algo que se deja leer al comienzo de las Confesiones (1782) de Rousseau donde se avisa al lector de que ése es el único retrato del ser humano pintado al natural que existe y existirá, un monumento a su carácter que deberá servir para el estudio futuro del ser humano. Una falta de pudor y una desmesura que recuerdan al Canto a mí mismo de Walt Whitman (1855) o al Nietzsche más desaforado y que nos devuelven a nuestro presente más inmediato y ensimismado.

Parece que vivimos en un tiempo en el que lo autobiográfico ha dejado de ser una categoría específica referida a los diarios, los dietarios, las memorias o las confesiones, que ha desbordado su propio género y se ha convertido en algo parecido a un protocolo general de configuración de la experiencia contemporánea. El desmantelamiento de las mitologías que daban sentido a nuestra existencia colectiva, la fragmentación de lo social fruto del consumismo y la competitividad han dado lugar a una extraña forma de narcisismo, a un mundo en el que se escribe más que se lee y en el que la vida parece estar subordinada a la mercadotecnia de uno mismo. Como hemos visto, lo autobiográfico quizá estuviese en el origen mismo de la historia de nuestro presente, pero parece que hoy se ha intensificado su presencia: afecta a todo discurso y la construcción de un personaje de dimensión pública es casi un requisito obligatorio para vivir en sociedad.

Joseph Beuys

Pero es que, además, en un tiempo a la deriva, el relato en primera persona, la crónica en la que esté involucrado el autor confiere una credibilidad superior, actúa como detonante de nuestro interés, parece el mecanismo de compensación perfecto después de tanta pirotecnia formal, de convenciones literarias agotadas y de referentes artísticos que se desvanecen; todo aquello, en fin, que incumbe a un «yo» parece saciar el Hambre de realidad (2010) que tan bien codificó David Shields.

Oscar Wilde -que por momentos parecía un arquitecto del futuro- ya avisaba en el prefacio de El retrato de Dorian Gray (1890) que toda crítica era una forma de autobiografía, fórmula que depuraba tiempo después Ricardo Piglia en Formas breves (1999) cuando decía que la crítica es la forma moderna de la autobiografía. ¿Y qué no lo es?, ¿no hay casi una superposición semántica entre «modernidad», «crítica» y «autobiografía»? El círculo se cierra y sentimos la tentación de considerar como nuestros contemporáneos a todos los que alguna vez se enfrentaron a los mismos miedos y experimentaron la misma sed.

Con el curso A través del espejo: (auto)biografía y exhibición en el arte, el pensamiento y la escritura (22-29 de junio) buscamos propiciar una conversación organizada en torno a estas cuestiones a partir de las intervenciones de profesionales e investigadores provenientes de la filosofía, de la práctica y la teoría de las artes, del psicoanálisis, de la antropología y de los estudios literarios.

David Sánchez Usanos es profesor de filosofía en la UAM y director académico de la Escuela SUR.

Ekhilore Quintet, banda ganadora de la I edición GoldFish Yam celebrada en Jazz Círculo

La velada Goldfish Yam, organizada en colaboración con Yamaha Music Europe Ibérica, clausuró la XIII edición de Jazz Círculo el pasado mes de febrero. Participaron tres bandas, procedentes de las escuelas de música: Centro Superior de Música Liceu (Barcelona), Berklee College of Music (Valencia) y Centro Superior Musikene (San Sebastián). Ekhilore Quintet, presentada por Musikene, ha sido la banda destacada como ganadora del certamen. Está formada por Juan José Cabillas (saxo), Juan Oliveira (guitarra), Nacho Soto (piano), Juan Codina (contrabajo) y Ander Alonso (batería).

Ekhilore Quintet en la I edición GoldFish Yam, celebrada en Jazz Círculo. Vídeo: Musikene.

Esta joven banda participará en la XIV edición de Jazz Círculo, ofreciendo un concierto que tendrá lugar el próximo 13 de noviembre. Jazz Círculo ultima ya una edición que se desarrollará entre los meses de octubre de 2020 y febrero de 2021, en una serie de conciertos que siguen teniendo en La Pecera y la Sala de Columnas sus escenarios principales. La inauguración del ciclo tendrá lugar el 30 de octubre y correrá a cargo de la banda taiwanesa, Stacey Wei Quartet. Junto a ella, nos visitarán formaciones jazzísticas de primer nivel que consolidarán al Círculo, una vez más, como lugar de referencia en la celebración de conciertos de jazz en vivo. Cabe recordar que por Jazz Círculo han pasado músicos y grupos tan relevantes como Bob Sands, Jorge Pardo, Federico Lechner, Rubem Dantas trío o el trompetista Jerry González con su Comando de la Clave.

Ekhilore Quintet en la pasada edición de GoldFish Yam en la Sala de Columnas del CBA.

Para este ciclo, el Círculo de Bellas Artes cuenta de nuevo con Yamaha Music Europe Ibérica, una colaboración que se ha mantenido durante toda la trayectoria de Jazz Círculo.

Resumen de la I edición de la GoldFish Yam, celebrada en el Círculo de Bellas Artes. Vídeo: Musikene.

Alfonso Berridi: el susurro de la acción.

La búsqueda de identidad en la vida cotidiana.

Texto de Julia Blanco Martínez (contratada predoctoral del Dpto. Filosofía UAM) y Daniel Rodríguez Castillo (graduado en Hª del Arte y Filosofía. Máster “Mercado del Arte”).

El arte de Alfonso Berridi celebra el presente, lo cercano, lo cotidiano, lo familiar y, a su vez, abraza el ámbito de lo social, lo colectivo y lo cultural. Fundamentalmente lo hace a través de la figura humana, tanto en su obra gráfica, como su escultura o su ilustración.

Desde la primera década de 2010, Berridi encontrará acomodo en la figuración. Una figuración nacida fundamentalmente del dibujo y la ilustración, ámbitos que dominaba, y algunos de cuyos frutos podemos encontrar hoy en la muestra que el Círculo de Bellas Artes de Madrid acoge en su seno, cuyo título Alfonso Berridi. ¿Qué hacen y quiénes hacen? nos predispone a reflexionar sobre objeto(s), agente(s), acción(es).

Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien[1].

Resulta inevitable pensar en Aristóteles al abordar una reflexión sobre la acción humana. En estas primeras líneas de su Ética Eudemia encontramos dos claves que recorrerán el pensamiento filosófico sobre las acciones humanas: la intención y el sentido. En primer lugar, descubrimos que para Aristóteles no tiene sentido hablar de acción sin apelar como fundamento de este concepto a la intencionalidad.

Toda acción está orientada en una dirección, supeditada a un fin. En el caso del ser humano, este fin puede y es a menudo elegido libremente. Esto nos permite, en un contexto social, ser reconocidos por los miembros de nuestra comunidad y convertirnos en sujetos de responsabilidad. Algo tan sencillo como desenvolvernos en el desempeño diario de nuestras acciones más cotidianas constituye el germen mismo de la construcción de nuestra identidad. En cada acción nos posicionamos, nos singularizamos. En este reconocimiento da comienzo la construcción de nuestra propia identidad. Toda la tradición filosófica comprendida bajo el título general de filosofía de la acción, desde Aristóteles, David Hume hasta Elizabeth Anscombe y Donald Davidson se ha enfrentado a serias dificultades para definir “acción” sin incluir la intención como concepto primario.

Hemos comenzado a comprender qué es hacer, pensando primero en qué consiste intentar, que requiere ya siempre contemplar un punto de llegada. Esta dimensión vectorial de la acción humana constituye una primera pista fascinante para abordar la importancia de las acciones cotidianas en el horizonte de sentido del ser humano contemporáneo, sobre la que quizá nos cuestiona Alfonso Berridi en la pregunta que titula esta exposición.

Artista versátil, Berridi trabaja con y sobre materiales efímeros, poco perdurables, tradicionalmente no considerados nobles, como el cartón, el cartón corrugado o las planchas de plomo. Al elegir estos soportes, se enmarca en la línea que la tradición que las vanguardias del siglo XX trazaron en el arte: un gesto político, una declaración de intenciones que, en España, adquirió una mayor fuerza expresiva con la consolidación del Informalismo.

[Signe i matèria (Signo y materia) Antoni Tapies, 1961]

Sus personajes, dignificados en tanto que han sido elevados sobre sus efímeras peanas, realizan acciones cotidianas, enigmáticas e inciertas, mientras permanecen absortos en el propio proceso de la acción; han quedado atrapados en una suerte de tiempo aristotélico, el cual definía como “el número del movimiento según el antes y el después”[2]. Un “antes” y un “después” que enmarcan un ahora que, paradójicamente, se presenta eterno y no deja de aparecerse. Cada pieza refleja la cotidianidad, el hábito, la acción de un hombre o una mujer que puede ser cualquier hombre o cualquier mujer, como el hombre del poema de Borges para quien la felicidad se presenta como una ráfaga inesperada en medio del devenir de su vida corriente.

“Un hombre trabajado por el tiempo, un hombre que ni siquiera espera la muerte […] un hombre que ha aprendido a agradecer las modestas limosnas de los días. El sueño, la rutina, el sabor del agua […] puede sentir de pronto, al cruzar la calle, una misteriosa felicidad que no viene del lado de la esperanza sino de una antigua inocencia, de su propia raíz o de un dios disperso.”[3]

Qué piensan estos personajes acerca de lo que hacen en su ensimismamiento es algo que se nos escapa. Podríamos acercarnos a las figuras aisladas en los bares de carreteras de Edward Hopper o a los silenciosos personajes románticos de Caspar D. Friedrich y plantearnos si son personajes melancólicos, tristes, ociosos, si están contemplando algo o contemplándose a sí mismos.

[Dos hombres contemplando la luna (Zwei Männer in Betrachtung des Mondes), Caspar D. Friedrich. 1819]

John Locke definía persona como “un ser pensante […] que puede considerarse a sí mismo como el mismo […] en diferentes tiempos y lugares”[4]. Durante demasiado tiempo se ha interpretado esta idea como si debiéramos acudir al acceso fenomenológico a nuestros propios pensamientos para determinar nuestra identidad como personas. Durante todo ese tiempo el intento ha fracasado y ha enmarañado la reflexión sobre la identidad humana con disputas metafísicas improductivas. Pensemos solo en cómo es posible que un concepto con tan clara dimensión pública e intersubjetiva como el concepto de persona se decida con el uso exclusivo de nuestro acceso privado e individual a nuestro pensamiento, desde la perspectiva de primera persona. ¿A dónde acudir ante este fracaso? Quizá el camino pueda comenzar recordando una idea central de la Modernidad: pensar es un caso de actuar, el pensamiento es una actividad productiva. Acudamos entonces a la acción, al origen mismo de nuestra construcción como sujetos: el reconocimiento de los demás y de nosotros mismos como agentes capaces de acción intencional, que influye y atraviesa la comunidad humana.

[Morning Sun (Sol de la mañana), Edward Hopper. 1934]

El ser humano solo puede empezar a construir su identidad en la inter-acción con el ser humano. Así ocurre con el hombre de hojalata que tanto interesó a este autor, que comienza su reflexión y su “conversión humana” cuando se mira en los ojos de Dorothy. Se mantiene inane hasta que el contacto humano de la niña activa sus mecanismos y comienza a moverse y a echar en falta aquello que le haría propiamente un humano: un corazón.

“I hear a beat….How sweet. Just to register emotion, jealousy – devotion, And really feel the part. I could stay young and chipper and I’d lock it with a zipper, If I only had a heart”[5].

Berridi nos presenta en sus obras individuos anónimos involucrados en actividades cotidianas, grupales, solitarias, mecánicas, reflexivas… Ahora podríamos decir, sencillamente: en esta exposición encontramos personas. Con eso basta.

Estos personajes están sometidos a las reglas de su propia acción, por un lado, y a las reglas que el propio marco artístico les impone, por otro. Unas reglas de la acción basadas en los movimientos internos que presumiblemente han sido ejecutados y están por ejecutar; unas reglas del arte sustentadas en el formato, el soporte, el material, el concepto, las asunciones pictóricas del autor que permiten que las obras sean lo que son. Los personajes, por tanto, son doblemente esclavos, doblemente sometidos a reglas que les vienen impuestas y les subyugan.

Sin embargo, en esta esclavitud late hegelianamente un impulso de vida que se actualiza en el ejercicio de libertad que implica la realización de una acción a cuyos frutos no tienen acceso. Las cuatro paredes que impiden su movimiento permiten el despliegue de su libertad: el sometimiento y el conocimiento de las reglas permiten que los actores desarrollen su libertad en un marco que, al mismo tiempo, les constriñe. La localización de los personajes es indeterminada. Aparecen situados en un no-lugar[6], representado por la escultura en forma de espiral. Esto centra toda la atención en la acción misma.

[Alfonso Berridi. Qué hacen quiénes hacen 0998 (2010)]

Es una acción, por ello, que excede el marco de la representación y sale de sí misma: apela a un espectador omnisciente que les otorga una libertad que, en principio, parece velada. Es una acción que rompe los límites de la institución y se extiende a la ciudad, el locus privilegiado aglutinador de experiencias. Un espacio que define continuamente sus límites en virtud de los ciudadanos que actúan en él.

Al comienzo de esta reflexión hablábamos de dos cuestiones clave en el pensamiento filosófico sobre la acción humana. Hemos tratado la intención, hablemos ahora del sentido. Charles Taylor señalaba en su deslumbrante estudio[7] sobre la construcción de la identidad humana su asombro ante la poca importancia que las ciencias naturales otorgan a un aspecto central de la vida humana: somos seres para quienes las cosas importan. Esto, unido a nuestra capacidad de reconocer a los demás como agentes, conforma los cimientos de nuestro pensamiento moral. Es parte esencial del ser humano tener reacciones morales, algunas especialmente profundas y tal vez universales, como el respeto a la vida de los otros (sean estos otros quienes sean). Taylor defiende que estas reacciones morales implican una pretensión sobre la naturaleza y la condición de los seres humanos: una reacción moral afirma una “ontología de lo humano”. Esta ontología varía notablemente en función de la cultura y el contexto histórico, articula nuestro pensamiento moral y guarda una íntima relación con nuestro ideal de vida plena. Hoy, toda articulación de una ontología de lo humano definitiva resulta problemática.

Más aún, tenemos la sospecha o incluso la certeza de que esta búsqueda de sentido nace condenada al fracaso, porque no existe un marco de referencia definitivo ni creíble. Así, temores como el miedo a la condenación eterna son sustituidos por una situación existencial en que el temor por encima de todos es el sinsentido. Pero existe un factor que no ha cambiado: sea cual sea el marco de referencia, encontramos sentido en nuestra vida al articularla. En esta búsqueda, existe un límite difuso entre el descubrimiento y la invención. Los miedos son otros en un mundo en que el horizonte desaparece, pero la cuestión del sentido está condenada a permanecer. Aunque no elaboremos un relato sistemático sobre los referentes morales que nos guían, nuestra agencia se despliega en el mundo de tal manera que nuestras acciones expresan y construyen ese sentido.

Alfonso Berridi hablaba de “incertidumbre y murmullo”: nos rodea la inquietud, el sinsentido, la duda, el absurdo, pero la incesante acción cotidiana sigue susurrando, sigue construyendo.

El artista siempre evitó articular un relato que explicitara el pensamiento detrás de su obra, lo cual otorga, paradójicamente, aún más fuerza expresiva a sus piezas, que con esta decisión quedan legitimadas para contener y expresar por sí mismas toda su potencia conceptual. Quizá en esta entrada, en la que presentamos algunas hipótesis de lectura para su obra, le estamos traicionando. Pero defendemos que Berridi nos incita a esta traición lanzándonos la pregunta: ¿qué hacen y quiénes hacen?

El arte es un buen refugio para el ensimismado más recalcitrante: un refugio en tiempo de crisis, una vía de escape en un mundo que arde. Pero también es un lugar privilegiado desde el cual actuar, un modo de transformar críticamente el mundo. Es posible hacerlo con nuestra acción cotidiana, sin grandes aspavientos o pirotecnias. Un ensimismamiento común, contemplativo pero activo, que acontece en la sociedad del momento, en el momento en que lo social, lo cultural, lo político, se está decidiendo: ahora.


[1] Aristóteles. Ética Eudemia

[2] Aristóteles, Física, IV

[3] Jorge Luis Borges. “Alguien”. El otro, el mismo. (1964)

[4] John Locke, An Essay Concerning Human Understanding. (1690)

[5] The Wizard of Oz (1939).

[6] Marc Augé acuñó este término para referirse aquellos espacios que no alcanzan el estatus de «lugar».

[7] Charles Taylor. Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna. (1996)