Uno de mis sueños de juventud era atravesar Europa y recorrer en piragua los 4.000 kilómetros fluviales que hay desde la desembocadura del Rin en el Mar del Norte hasta el delta del Danubio en el Mar Negro, pasando convenientemente de uno a otro cauce por el canal Rin-Meno-Danubio. Si esta idea era sensata o tan siquiera realizable es lo de menos. Los sueños no están concebidos ni para ser juiciosos ni para ser fácilmente hechos realidad. Y mucho menos para alguien con la cabeza llena de historietas de El Corsario de Hierro, libros de Javier Reverte y revistas del National Geographic (cuando aún no se publicaban en castellano). Para soñar de forma políticamente correcta ya estaba el InterRail.
Algunos años más tarde tuve la ocasión de hacer parte de ese recorrido sobre una autocaravana con algunos amigos. Atravesábamos fronteras, los paisajes cambiaban pero el río era el mismo. El gran Danubio azul bien podría llamarse el río negro, no sólo por nacer en la Selva Negra y morir en el Mar Negro, sino también por la densa y oscura historia acontecida en las tierras que su curso atraviesa. Guerras, migraciones, comercio, cultura, luchas por el poder, destrucción y reconstrucción. Ciudades que cambian de nombre, países que se desmiembran.
Danubio, unas veces frontera y otras vía de comunicación. Tu nombre es un sueño de civilización y aventura para un chico español de barrio. Tu esencia refuta el dicho latino domi manere convenit felicibus, que asegura que el hombre debe permanecer en su propia tierra para ser feliz. O quizá no. Te veo en la exposición de Francisco González San Agustín en el Círculo de Bellas Artes y siento nostalgia de lo vivido y anhelo de lo que no he conocido, una tensión entre pasado y futuro sólo resoluble en el presente, porque la vida es lo que está pasando y no lo que estamos esperando.