Lola Rodríguez Bernal, en relación al Congreso Figuras del Fracaso.
Claustrofóbicos, agorafóbicos, runners, aficionados al gimnasio, a los bares y a las verbenas, amantes, asistentes asiduos de plazas, mercados, parques y otros lugares públicos. Todos hemos pasado unos largos meses de confinamiento encerrados en casa, o al menos los que hemos tenido y tenemos una vivienda donde cobijarnos. La situación ha sido complicada. El humor, como siempre, ha sido clave para canalizar todo lo que estaba pasando, pero también, por qué no, para garantizar el bien común y personal. En las redes sociales una de las bromas más recurrentes y con más alcance desde el principio de la cuarentena, allá por marzo, interpelaba a la extraordinariedad de los acontecimientos del año: guionistas totalmente enloquecidos por el sinsentido del desarrollo de los eventos; viajes en el tiempo que advertían de las alocadas noticias del futuro. La inverosimilitud y la deriva que había tomado la realidad provocaba una risa colectiva cuasi histérica. ¿Quién era capaz de imaginarse toda esta serie de catastróficas desdichas?
La tesitura era y es tal que incluso los neologismos prestados de atmósferas narrativas parecen quedarse cortos. La situación no es orwelliana ni distópica porque en el mejor de los casos todo tendría más o menos un sentido, una narrativa estructura y convencional: principio, nudo, desenlace. Pero la intensidad de los hechos precipitados desde el inicio de año desborda todos estos conceptos porque la realidad —y ahora más que nunca— no tiene un sentido marcado más allá del que nosotros le queramos dar. Cuanto más sabemos sobre el virus más seguros estamos de que ninguna acción apunta a ser lo verdaderamente certera como para servir de detonante —aunque sin duda todo parece ser importante para el desarrollo de los hechos—; la universalidad de la muerte y la enfermedad nos hace a todas protagonistas de este relato que a la vez no parece tener un personaje principal; todo lo que acontece nos parece predecible y aún así, no nos deja de sorprender; y probablemente lo más significativo y lo que aleja la realidad de cualquier comparativa con la ficción: que este relato parece nunca acabar. A día de hoy esta sigue siendo la realidad de la COVID-19.
Algo que sí resultó ser bastante orwelliano fue la reestructuración de los órganos públicos del Gobierno de los Emiratos Árabes Unidos allá por 2016, cuando se creó el Ministerio de Felicidad de la mano del primer ministro Mohamad bin Rashid Al Maktoum con el fin de garantizar «bondad social y satisfacción como valores fundamentales» y generar «un gobierno joven y flexible que sea capaz de cumplir con las aspiraciones y objetivos de la población». Un gobierno que, por cierto, aunque contempla la libertad de expresión en su constitución, se encarga de supervisar y editar todo el contenido informativo del país. Aparte de evidenciar el control de la población, estas maniobras políticas son una prueba innegable de la cultura del éxito y de lo que en politología se ha llamado la política de las emociones, la deriva de la cultura política contemporánea en la que cada vez más se apela a los sentimientos como argumento dentro del escenario político. Discursos que prefiguran los conceptos de bienestar y éxito y así, consecuentemente, los conceptos de carencia y fracaso.
Esta es la línea de investigación de Failure. Reversing the Genealogies of Unsuccess, 16th-19th Centuries, un proyecto europeo y americano conformado por una red de diez universidades repartidas por el globo que analizan críticamente —en el sentido kantiano, hegeliano o marxista; como se quiera— las bases de las narrativas del fracaso desde diversas disciplinas académicas. La investigación parte del evidente fracaso de la integración social en la comunidad europea para desarmar, desarticular, llegar a la raíz significativa de sus discursos. Fracaso escolar, fracaso intergeneracional… Las situaciones que se estudian normalmente están relacionadas con situaciones de crisis, de desequilibrio y ruptura. Hablamos de fracasos frente a una crisis de pareja, personal, profesional… y sin ir más lejos, frente al sentimiento colectivo de fracaso con respecto a la situación y crisis de la COVID-19. Porque Europa está en una situación de crisis. Eso es indudable. Sin embargo, cuando miramos lo que pasa en la periferia europea, cuando ampliamos nuestra mirada a lo que pasa a nuestro alrededor no podemos evitar relativizar nuestra posición de confinados en casa —aunque ni siquiera haga falta irse fuera de España para darse cuenta—.
En Lesbos, una de las islas griegas más cercanas a la frontera turca, el pasado septiembre un incendio destruía Moria, el mayor campo de refugiados de Europa. El fuego, según informaban algunas fuentes, fue provocado por una parte de la población que se mantenía presuntamente confinada en forma de protesta. El hacinamiento humano, que con sus 13.000 habitantes sobrepasa cuatro veces su capacidad, quedaba totalmente en ruinas. Los habitantes, asustados por la dimensión del incendio, intentaban huir a otras localidades cercanas donde pudiesen estar bien alejados del fuego, pero la policía griega, bajo las órdenes europeas, les impedía alejarse de la zona. Otro fracaso más para la gestión de políticas de migración de la Unión Europea; una desgracia más para un campamento donde la violencia se sirve como pan de cada día: asesinatos, acoso sexual, suicidios e intentos de suicidio de niños de hasta diez años —Médicos Sin Fronteras ya ha alertado de los problemas de salud mental de los más vulnerables en estos campos—. Todos ellos —la mayoría sirios— están ahí porque huyen de la situación política de su país. Están en situación de exilio.
Fue precisamente David Sánchez Usanos, traductor, crítico literario y profesor en la Universidad Autónoma de Madrid y director académico de la Escuela SUR, quien nos habló del concepto de exilio en el Congreso Figuras del Fracaso. Un congreso que organizó el equipo de investigadores españoles del proyecto Failure en colaboración con el Círculo de Bellas Artes. El evento, que se celebró durante los días 26 y 27 de octubre, consiguió presentar un glosario a partir de la polisemia del concepto y de todas sus diferentes manifestaciones en la literatura, ciencia, arte y por supuesto filosofía. En su intervención Usanos definía el exilio como lo relacionado con el «[…] destierro, y por tanto cabe vincularlo con el ostracismo (del griego ostrakismós, ὀστρακισμός), con la condena que supone el destierro por motivos políticos relacionados con la deshonra, con el comportamiento poco virtuoso». Usanos nos ilustra a través de Aristóteles sobre la trascendencia que tiene para el ser humano su comunidad, la trascendencia que supone para los refugiados la huida de su país. En la Política Aristóteles explica que la naturaleza del ser humano es precisamente la de pertenecer a una polis, a lo que hoy llamaríamos comunidad política, la gestión de lo común, de lo social; pues no en vano, dice Aristóteles, el ser humano es aquel animal que tiene logos, es decir, habla, voz, razón, aquello con lo que el hombre da sentido a lo que le ocurre, pues es capaz de hablar del bien y del mal y por tanto, organizar la vida de lo común a su disposición. Una vez huyes de tu comunidad, de tu polis ¿dónde queda tu voz, tu logos? La Odisea, la Eneida, la Divina Comedia, Las penas del joven Werther, Las uvas de la ira, En el camino. Son algunos ejemplos con los que Usanos acaba preguntándose en el texto si en suma no es acaso el exilio la temática universal de la literatura o incluso la definitiva condición universal del hombre. Más allá de estas cuestiones, de leitmotivs y universalidades, lo que está claro es que para los refugiados exiliados de Moria no parece que efectivamente su logos sea escuchada y tenida en cuenta desde Europa.
De alguna forma este es el objetivo de los estudios poscoloniales, una corriente de pensamiento que surgió de la mano de intelectuales indios, argelinos y palestinos en la academia en los años 80, que analizaba el mundo neocolonialista y el rastro de su voz en la historia occidental. Sus tesis venían a explicar cómo los discursos elaborados en la academia a través de la filosofía, historia, literatura, economía y todo tipo de disciplinas institucionalizadas, habrían aportado las bases para hacer de los colonizados, mediante la reducción y la generalización, unos sujetos animalistas, exóticos y homogeneizados. Esto es, explican cómo instituciones de prestigio reconocido producían un conocimiento que —aunque inconsciente e involuntariamente, en el mejor de los casos— justifican actitudes y comportamientos racistas, relaciones de poder entre colonizadores y colonizados, donde el Otro era representado a través de nuestros ojos, nuestros juicios y prejuicios.
Michel Foucault, Louis Althusser y Jacques Derrida eran algunos de los autores en los que se apoyan sus tesis. Un concepto muy importante que tomaron prestado de este último fue el del logocentrismo. Una explicación cabal del término supondría todo un recorrido por el pensamiento europeo. Pero aquí, que tenemos intenciones aclaratorias, en un ejercicio de síntesis se va a decir que el logocentrismo venía a condensar la idea de que en el pensamiento de Occidente se había privilegiado explícitamente la voz sobre la escritura, la luminosidad sobre la oscuridad —lo desconocido—, la identidad sobre la diferencia —sobre el Otro—. Lo paradójico así es que Europa mediante sus textos —todo el conocimiento que se produce en la academia y que luego se enseña en la escuela— habría impuesto una identidad por encima de la propia voz de aquellos pueblos subordinados, poniendo de manifiesto la real subordinación del texto sobre el habla. En palabras de Derrida, el logocentrismo se habría vuelto «el etnocentrismo más original y poderoso»[1], y así la narrativa de la historia europea olvidaba y olvida en su producción la voz de aquel al que una vez colonizó. Pero quizás olvidar sea un feliz eufemismo con el que tratar el asunto.
De olvido nos habló Eduardo Zazo en el congreso, también profesor en la Universidad Autónoma de Madrid. Zazo definía el olvido como el fracaso en la incesante actividad de la memoria y por tanto, como una cuestión elemental en la identidad del ser humano. ¿Qué somos sino más que aquello que recordamos y por tanto también aquello que olvidamos? No en balde se categorizan a los individuos con problemas neurodegenerativos como dementes —sinónimo de enajenados, perturbados, fuera de sí—. La temática que explora Zazo es realmente apasionante, probablemente por las paradojas y contradicciones que encierra el olvidar en sí mismo: ¿cómo hablar del olvido sin recurrir a la memoria? ¿cómo hablar de ello si precisamente las experiencias más significativas de la memoria son aquellas que nunca recordamos, que se encuentran en ese pozo sin fondo, muy lejos del alcance del recuerdo?
Sin duda, lo que olvidamos y lo que no olvidamos es en realidad lo que define y perfila nuestra identidad. ¿Cuántas formas hay, de todas formas, de recordar? ¿Cómo se sintonizan, cómo se configuran todos diferentes accesos sensoriales en la memoria? A veces recordamos los mínimos detalles: una mueca, un gesto, una palabra, un olor. Otras una sensación, un impulso, una idea generalizada. Es divertido también cruzar el umbral de lo íntimo y exponerse al recuerdo compartido. Es raro e incluso sospechoso que al compartir un recuerdo entre nuestros allegados se rememore de una misma forma. Olvidamos detalles, profundizamos en otros… Qué aburrido sería verlo todo siempre igual, ¿no? Y en cualquier caso, estas contradicciones también dicen mucho de quiénes somos.
La memoria elabora y reelabora el relato convincente y coherente que necesitamos. Interpretamos lo que nos pasa en función a lo que alguna vez nos pasó, porque necesitamos dar respuesta y sentido a lo que nos pasa. Se sabe que aquellos que sufren depresión o, como se hacía llamar antes, bilis negra, tienen normalmente problemas de memoria a corto plazo —no sabemos si en posición de causa o efecto de la enfermedad—. En cualquier caso, esta amnesia contribuye más a ese círculo vicioso del parecer que todo tiempo pasado fue mejor. También se sabe que una vez transitado a otros estados de ánimo más vívidos, los periodos depresivos se recuerdan comparativamente con menos nitidez que el resto o ni siquiera se recuerdan en absoluto. Todo parece atravesado por una nube flotante, borrosa, como desde una dioptría severa.
Y así funcionan también las memorias e identidades colectivas, a través de la selección de información, de la búsqueda de la coherencia y del proceso activo de significación. A su manera, Michel de Montaigne también lo entendía así. En el capítulo De los mentirosos de sus Ensayos el francés distingue de la memoria —los sucesos, los propios hechos— el entendimiento —aquello que extremos en experiencia en lo vivido; por decirlo de otra manera, la moraleja—. Y bien sabemos que la lección de la fábula depende de qué se cuenta, cómo se cuenta, quién la cuenta. Como el yo en nuestra narrativa personal, el nosotros de Occidente quiere trascender, darse protagonismo, ir más allá del sinsentido del que hablábamos al principio. Porque, al igual que los cuentos, relatos y novelas que leemos, toda narrativa necesita un protagonista. Así que quien escribe la Historia Universal —en este caso, la academia occidental— tiene todo el poder de interpretar el presente. Y así es como encubrimos, silenciamos y enterramos la voz del Otro.
Y en cierto sentido esta cuestión no debería pillarnos desprevenidos, pues tampoco podemos presumir de haber agenciado con finura y gracia nuestra propia memoria, olvido y perdón. La historia europea está repleta de ejemplos del nefasto gobierno que hemos hecho de la memoria colectiva. Uno de los más inquietantes ejemplos, y sin duda alguna uno de los mayores fracasos de Europa, es la frivolización y banalización de los campos de concentración fascistas, convertidos en museos entregados a la frivolización de los selfies y al distanciamiento de los escaparates. ¿Cómo no sentirnos desencantados, e incluso desesperados?
Del desengaño que sufrimos después del fracaso también se habló en el congreso, cómo no, ahora de la mano de Gabriel Aranzueque, docente en la UAM, editor y traductor. En su texto comprendemos que el fracaso por supuesto es una cuestión de expectativas, del enfrentamiento crudo de nuestros deseos con la realidad. Decepción, frustración, impotencia: la toma de conciencia de los límites que atraviesa nuestra experiencia humana es fría y descarnada. Pero ahí también entra el juego el entendimiento del que nos hablaba Montaigne. Y es que en el desengaño también se ejercita y se configura el yo: en el constante ensayo, en la prueba y en el error. Si Usanos nos presentaba el exilio como leitmotiv de la literatura y así de la vida, en el texto de Aranzueque hay algo también de la vida como teatro: la vida humana es una puesta en escena improvisada al que venimos sin previo aviso donde no hay ejercicios, ni calentamiento ni manual.
¡Pero cuidado! Pues de esto precisamente nos advierte toda la investigación del proyecto Failure y así las ideas tratadas en el congreso. Ni excederse en la confianza de nuestra capacidad de éxito —lo que sería ingenuo, descuidado e incluso narcisista— ni convertirse en un tecnócrata del error —no hay que caer en las estrategias asépticas, en la optimización de los gestos—, pues ambas cuestiones no son más que en realidad dos caras de la misma moneda: el enaltecimiento de la autonomía en la sociedad contemporánea.
El proyecto Failure analiza y deconstruye esta cultura del fracasemos, pero hagámoslo bien. Este lema sintetiza la cultura del entrepreneur, la narrativa del capitalismo que se nutre precisamente de la cultura del éxito porque pone en marcha provechosamente la maquinaria de la acumulación del capital. La figura del fracaso le interesa al sistema sólo para reforzar y señalar aquello que no está bien, pues el capital nos quiere productivos y fértiles. Se glorifica al entrepreneur, esa actualización del self-made man que en paralelo con esta política de las emociones sacrifica y gestiona sus recursos materiales y emocionales. ¡Sí, porque estos extraños seres hablan así! El coaching y los libros de autoayuda —secularizaciones de las lecciones de Buda y otros orientalismos— se conjugan con toda la jerga empresarial para hacer florecer todo un léxico que avala sus empresas emocionales: gestión de conflictos, dirección de objetivos, trámite de conflictos. Todo un diccionario corporativo que en su día la ética protestante y el espíritu del capitalismo originó. ¡Lo que te estás perdiendo, Max Weber!
Y así la cultura del éxito tiene sus repercusiones en los así llamados vagos, perezosos y fracasados. Dentro de Europa, somos nosotros, los países mediterráneos; a nivel mundial, el hemisferio sur, los inmigrantes y los marginados. Porque los mecanismos empresariales no son, para empezar, igual para todos: los sistemas de derecho de propiedad, las patentes, las pólizas de seguro, los sistemas financieros… Sabemos ya bien de sobra a quiénes beneficia. Sin contar, por supuesto, con las condiciones materiales de base de esta población. La cultura del éxito juzga a los fracasados y además se encarga de, en su continua actualización, adaptar y absorber el orden mundial, generalizar y visibilizar aquellos perfiles excepcionales que consiguen emprender el camino del self-made man, del entrepreneur.
En la era de la política de las emociones más que nunca el poder del sistema y de los gobiernos se nutre a costa de nuestras expectativas, del bienestar que prometen y que motiva nuestras acciones. La cultura del éxito y las definiciones de fracaso demarcan la potencialidad de nuestras acciones, preconfiguran los escenarios posibles de futuro, dinamitan la acumulación y así debilitan la liberación y la transformación de la sociedad. Por eso hoy en día es tan importante desguazar estos conceptos de bienestar, éxito y fracaso, investigar sobre el origen y manifestación de estos términos: para modelar y definir la fuerza de nuestro propio aliento, para perdonar lo imperdonable, rescatar lo olvidado y a los olvidados. Para conseguir lo imposible.
[1]Derrida, Jacques, De la gramatología, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 1971