Lola Rodríguez Bernal
Vitalina Varela es un mirlo blanco en la industria cinematográfica. En los tiempos que corren, se ha vuelto francamente difícil encontrar un film independiente en taquilla. No cine de autor. No cine intimista. Cine independiente. Vitalina Varela es, sin duda alguna, una excepción en el panorama audiovisual. La película, que se estrenó el pasado jueves 15 de octubre y que se proyecta el sábado 24 de octubre en el Cine Estudio del Círculo de Bellas Artes, surge precisamente del D.I.Y. (Do It Yourself), de los proyectos logísticamente limitados, con bajo presupuesto -de verdad- que investigan nuevas forma de acercamiento a la producción artística alejadas de la dinámicas de mercado. Una aproximación al cine que niega la diversificación profesionalizada, el tecnificado, la comercialización, la multiplicación de medios y las narrativas convencionales. Y es que Pedro Costa, su director, aunque no se venda como tal, es un indie de los que ya no quedan, de los que ya nadie se encuentra por Malasaña. La envidia de Yung Beef; el hijo bastardo de los Sex Pistols.
Esta forma de hacer en la trayectoria del director portugués, que comenzó con Ossos (1997) y que se ha consolidado íntegramente en Vitalina Varela, no atiende a ningún texto establecido. No hay guión más allá de lo que surge en la misma puesta en escena y en la plática entre el director y los propios actores, quienes suelen interpretarse a sí mismos. No tiene, tampoco, un gran equipo detrás de la cámara -el número total de técnicos involucrados se pueden contar con los dedos de una mano-. Así es como el cineasta resiste a los circuitos comerciales, como combate contra el peso de la industria, la superficialidad, lo postizo y simulado del cine.
Lo curioso es que Costa ha encontrado su sitio en el cine desde el acercamiento clásico -en el sentido cinematográfico- de la realidad. Esto es algo que él mismo hace referencia en otras entrevistas que ha concedido al Círculo, donde habla de oscurecer la oscuridad; esto es, de explorar la respectiva diferencia entre Vitalina y la cámara; Ventura y el ojo del director; los vecinos y vecinas de Fontainhas y Pedro Costa. El cineasta intenta reconciliar las vivencias de los protagonistas y su propia mirada, que, a fin de cuentas, es la de un portugués blanco. Costa hace de sus películas un punto de fuga, un punto concéntrico donde orbitan todas estas diferencias. Y esto es en gran parte, de forma muy breve, lo que es Vitalina Varela.
Cuánto hay de personaje en la persona y viceversa, cuánto hay de máscara, es una cuestión que se nos escapa de las manos -cuando creemos tener la clave ya se ha abierto una nueva dimensión; ya sabemos que el mochuelo de Minerva siempre llega tarde-. Pero tampoco podemos prescindir de ella -recordemos que el término persona proviene del latín máscara; recordemos, también, Persona de Ingmar Bergman-. Los límites de la ficción y la realidad, del género del documental, -como se explora ya fundamentalmente en En el cuarto de Vanda (2000)- la delicada relación entre el cine y la realidad: todo esto cabe en el ejercicio de Vitalina Varela. Pero como decíamos, este no es un ejercicio nuevo. Pedro Costa hace continuamente explícita la deuda de su cine con, entre otros nombres, John Ford, Jean Renoir, Straub-Huillet y Jean Rouch.
Una cuestión menos presente en su discurso y sin embargo muy importante de su forma de hacer cine es su metodología formal, el enfoque de su reflexión. Vitalina Varela, junto a En el cuarto de Vanda, Juventud en Marcha (2006) y Caballo Dinero (2014) son una serie de ejercicios donde el foco se da en el pensar en un espacio, un ejercicio que le debe a la producción americana por lo que recuerda a una suerte Yoknapatawpha, Macondo, Twin Peaks e incluso al Factory de Andy Warhol. Y es que lo continuo, el topos, literalmente el lugar común de estas últimas producciones del portugués, es Fontainhas, este barrio que incluso antes de su derrumbamiento ya tenía algo ficticio.
Fontainhas fue en su momento un suburbio periférico a la capital de Portugal que, aunque próximo geográficamente, se encontraba en realidad muy lejos de la metrópolis ibérica. El propio Google se resiste a su búsqueda -que ya es decir-. Las pocas entradas en castellano que hay en la web sobre el barrio son parte de alguna entrevista o artículo sobre las películas del portugués. Esa es toda la información que hay. El espacio es un asentamiento irregular -una suerte de favela o incluso kasbah- construida clandestina, desordenada y espontáneamente por la paria lisboeta. Su población es mayoritariamente inmigrante. Gente de Angola, Costa Verde, Guinea-Bissau que llegaron al país en los años 70. De hecho, en Caballo Negro, Ventura -quién participa también en Vitalina Varela– y Costa exploran cómo cada uno vivió la Revolución de los Claveles y la independencias de los países colonizados por la metrópolis -en este caso, Cabo Verde-. Caballo Negro nos presenta dos vivencias totalmente opuestas de un mismo momento histórico: mientras que la generación de Costa en Portugal se jactaba de haber combatido a un gobierno de fascistas, miraban hacia otro lado cuando miles de militares aterrorizaban a los inmigrantes africanos como Ventura.
Las películas de Pedro Costa exploran la fuerza que tienen todavía las dinámicas neocolonialistas en Portugal. Los protagonistas de sus películas y los vecinos de Fontainhas son personas que vienen a Portugal para convertirse en mano de obra barata. Llegan a la península a trabajar en aquellos servicios que cuando Europa ha estado en momentos de expansión nadie ha querido desempeñar: la construcción, para ellos; las actividades de cuidado y limpieza, para ellas. Costa cuenta que precisamente comienza a utilizar menos equipo técnico cuando se percata de que su presencia en el barrio está desequilibrándolo. ¿Qué clase de cine comprometido con Fontainhas no dejaría descansar en paz a los vecinos y vecinas que precisamente por lo propio de sus trabajos tienen que levantarse a las cinco de la mañana? Esta es la razón por la que Costa se deshizo de todo lo que era incompatible e irrecordable con la vida de aquellos que vivían allí, con todo aquello que lo alejara de la integración con el espacio, del acercamiento máximo a sus vivencias.
Ahí está la clave para entender los ciclos neocolonialistas, la interdependencia que se crea entre colonias y metrópolis; el mercantilismo, la globalización, la imposición cultural -y todo lo que eso conlleva- a la que se someten las colonias. Todo esto que después la ideología y discurso poscolonial acaba redirigiendo siempre en su beneficio. No, no es que ellos vengan a quitarnos el trabajo. Es que nuestra presencia en sus pueblos les ha llevado aceleradamente a una globalización y mercantilismo que ha dinamitado sus economías, que les hace dependiente de su migración a las metrópolis, donde son explotados y violentados por el racismo europeo.
Una de las cuestiones novedosas que aporta Vitalina Varela en relación con sus últimas películas es la exploración de la emigración desde la perspectiva femenina. El film es la historia del luto de una mujer caboverdiana, Vitalina, cuyo marido emigró a Lisboa en búsqueda de una vida mejor, de un trabajo en la sociedad poscolonial. Una historia que se desarrolla entre dos muertes en un sentido temporal, pero que también piensa en la muerte como espacio, en la presencia de la muerte en Fontainhas, donde el índice de enfermedades y muertes ya no es universal, sino totalmente contingente y fruto de las condiciones socioculturales de la vida de sus vecinos y vecinas.
En el film Ventura escapa de su propia biografía para interpretar a una especie de actualización de aquel cura rural y su diario que Bresson llevaba al cine a principios de la década de los 50. Un personaje que sirve precisamente de contrapeso para iluminar más aún a Vitalina -cuyo nombre ya nos anticipa su fuerza, coraje y vitalidad-. Vitalina, el particular que encierra en sí misma la perspectiva femenina de todas las historias y familias que unen a Portugal y Cabo Verde. Es una mujer fiel y rigurosa, que ha dedicado toda su vida a la creación de un hogar, a un espacio digno e íntimo, que es intransigente con la pereza, la desidia y la negligencia. Una mujer de piernas fuertes y gruesas dedicadas al inagotable trabajo doméstico. Una mujer que cuando llega a Lisboa se encuentra con un proyecto de vida desvinculado con sus raíces, una casa totalmente impersonal donde su marido llevaba una vida mediocre, anodina, entregada al alcohol y otras drogas, al consumo de cuerpos. La mirada femenina de la neocolonización es esta parte de decepción, de tormento y angustia que experimenta en la intimidad de la casa, pues si el cura explora la dimensión pública y comunitaria de lo perdido en los inmigrantes lusófonos, Vitalina explora el espacio privado -el espacio por excelencia de la mujer-.
Vitalina Varela dialoga en el transcurso de la película con la memoria de la protagonista, tanto con los recuerdos del inicio de su relación con Joaquim, su difunto marido, como lo que queda de él en su paso por Fontainhas. Intenta conversar con él, pero es incapaz de reconocerlo en nada de lo que encuentra allí. Como guía espiritual, Ventura aconseja a Vitalina: si realmente quiere hablar con él, tendrá que hacerlo en portugués y no en criollo caboverdiano. ‘’¿Si hablo en portugués, ¿hablarás conmigo?’’ se interroga Vitalina. También ella, como Pedro, quiere reducir la distancia entre ella y su marido. Y así, sobrevolando por la pintura barroca flamenca, el cine clásico y el expresionismo alemán, Costa nos presenta un trabajo realizado desde la belleza, rigurosidad y esfuerzo del artesano que se dedica íntegramente a trabajar con aquellos que, más allá de los ejercicios cinematográficos, viven efectivamente en la sombra, en los escombros de las capitales europeas.