Treinta años después de la muerte de Orson Welles, continúan apareciendo materiales que se consideraban perdidos. Aun así, sus películas inacabadas y su obra televisiva siguen siendo las grandes desconocidas. La Escuela de las Artes 2016 dedicará un curso (20-24 de junio) a la figura de Welles, colocándolo en la categoría de gran creador (más que como gran cineasta), y añadiendo a su estudio los trabajos que realizó para el teatro, la radio y la televisión. El curso estará dirigido por Santos Zunzunegui, Catedrático de Comunicación Audiovisual y Publicidad en la Universidad del Pais Vasco. De su libro Orson Welles (Madrid, Cátedra, 2011), extraemos el siguiente fragmento, dedicado a El Cuentacuentos, un piloto que rodó para la serie de televisión The Fountain of Youth.
El “cuentacuentos”
“La pobreza de la televisión es algo maravilloso (…) Es un medio maravilloso en el que el espectador no está a más de un metro cincuenta de la pantalla, pero no es un vehículo dramático sino narrativo, puesto que la televisión es el medio de expresión ideal del narrador… (…) La televisión es un medio de satisfacer mi inclinación a contar historias a la manera de los narradores árabes en la plaza del mercado. Me entusiasma, no me canso nunca de oír o relatar historias y cometo el error de creer que todo el mundo participa del mismo fervor. Prefiero las narraciones a los dramas, a las obras de teatro, a las novelas: es una característica importante de mi personalidad”.
Estas declaraciones de Orson Welles, realizadas en 1958 a André Bazin y sus colegas de Cahiers du Cinéma, dejan meridianamente clara su concepción del espectáculo televisivo. No se trata de un canal destinado a albergar la exhibición de películas jibarizadas sino más bien, de una radio con imágenes, en la que pueden desplegar todo su poder de encantamiento los cuentacuentos. Pocos ejemplos mejores que el programa calificado por Peter Bogdanovich como “el mejor show de televisión que nunca he visto”: The Fountain of Youth se rodó en 1956, producido por la compañía Desilu, propiedad de los amigos de Welles, Desi Arnaz y Lucille Ball. Pensado inicialmente como un piloto para una serie, el episodio no tuvo continuidad y tuvo que esperar dos años para que fuese emitido por la NBC en el marco del Palmolive Colgate Theatre. Ese mismo año el programa fue galardonado con uno de los premios Peabody a la creatividad televisiva.
Para su primera incursión en el campo de la ficción televisual, Welles eligió un relato corto de John Collier[1] ambientado en los años veinte. Cuenta la historia del endocrinólogo Humphrey Baxter (“the gland man” como se le conoce por la prensa) que en su madurez se ve atraído por una starlette de Broadway con la que contrae matrimonio. Cuando Baxter debe abandonar Nueva York para una estancia de tres años en Viena, su joven esposa cae en las redes de un atlético y apuesto tenista. Pero Humphrey que es un hombre de paciencia (“puedo esperar” será su lema a lo largo de todo el relato) difunde, a su retorno, a través de los medios de comunicación que en sus años de colaboración en Europa con el doctor Vlingeberg, ha conseguido aislar el suero de la juventud. De inmediato la pareja formada por su antigua esposa Caroline y su nuevo amor Alan se presentan en su laboratorio para interesarse por el sensacional descubrimiento. Humphrey les hace un fantástico regalo de boda: la última porción del suero que existe de las tres que lograron producir en Viena. Las dos porciones restantes fueron tomadas por él mismo y por el doctor Vlingeberg, un hombre de sesenta y ocho años de edad y horriblemente feo que, como dirá Baxter a la joven pareja, permanecerá con 68 años y horriblemente feo durante los doscientos años que durará el efecto de la pócima. De una sola cosa advierte Baxter a los nuevos esposos: la dosis no puede dividirse en dos pues perdería todos sus efectos. Únicamente podrá, por tanto, ser tomada por uno de ellos. De vuelta a casa, tanto Alan como Caroline se muestran inicialmente partidarios de que sea el otro el que tome el brebaje. Ante la imposibilidad de decidirse (los dos se niegan enfáticamente a ser el único beneficiario del descubrimiento) deciden colocar el frasquito con la poción mágica en la repisa de la chimenea que preside el comedor de su mansión como símbolo de la confianza que ambos mantienen en su amor mutuo. Pero a medida que determinados síntomas de envejecimiento sean constatados por uno y otro (Alan tendrá problemas en sus partidos de tenis; Caroline verá en peligro su papel preponderante en la obra que representa exitosamente en Broadway a causa de la llegada de otra actriz un poco más joven), las cosas tomarán otro cariz. Ambos, decidirán tomar la poción a espaldas del otro, rellenando después el frasquito con agua medicinal. En la última escena del relato, Caroline visitará a Humphrey para darle cuenta del fin de su relación con Alan y recibir la revelación de que lo que bebió era meramente agua salada.
Sin duda estamos ante una comedia ligera y como tal la trata Welles. Pero no deja de subrayar la enjundia de su dimensión más oculta. The Fountain of Youth se presenta como una reflexión en torno al narcisismo, ese mal que, como explica Baxter, divide al mundo en dos grupos, los que lo padecen y el resto de la humanidad. Aunque lo que cuenta en esta pequeña película es, sobre todo, la extraordinaria gama de recursos estilísticos desplegados por el cineasta para poner en escena esa combinación explosiva del “eterno triángulo” con la “eterna juventud”.
Desde el primer instante, que nos muestra a Welles en traje de ceremonia ante un difuso decorado rotatorio (no sin antes haber proferido el ritual “Orson Welles speaking”), se va a enfatizar la dimensión de relato oral de la historia. Como si fuese un “cuentacuentos”, Welles conducirá el relato, aclarará sus meandros, comentará las implicaciones de cada situación, actuando como un auténtico maestro de ceremonias. La presentación de los personajes se hará mediante una batería de fotos fijas, hasta que un fundido nos lleve hasta una nueva fotografía, esta vez de la ópera de Viena. Pero, en ese instante, Welles nos pedirá que esperemos un momento y mientras la foto de Viena que está a sus espaldas se cambia mediante un movimiento rotatorio por otra de Nueva York, nos trasladaremos a un teatro de Broadway donde se nos permitirá asistir (de nuevo, mediante fotos fijas) al descubrimiento de Caroline por Humphrey. Nuevas fotos atestiguarán el encuentro, primero, y el romance, después. Las primeras imágenes animadas de la historia llegan entonces, cuando Caroline telefonea a una periodista para hacerla saber que va a casarse con “the gland man”.
Especialmente inventiva es la escena en la que Baxter retorna a Nueva York tras su estancia de tres años en Viena. Para descubrir que Caroline no ha ido a recibirle al Pier 7 en el que atraca su trasatlántico y dónde sí le esperan sus amigos, el matrimonio Morgan, los mismos que estaban con él en el teatro el día en que se prendó de Caroline. Durante la primera parte de la escena, resuelta con fotos fijas del encuentro en la pasarela del buque, Welles relata en off el diálogo que se mantiene entre los tres personajes. Hasta el momento en que Humphrey recibe la revelación de que Caroline se ha enamorado de un joven tenista. Un fotograma fijo de Baxter con los ojos cerrados es seguido de otro que lo muestra con los ojos abiertos. A partir de ese instante la escena se “anima” y los personajes se hacen cargo de sus propios diálogos. La escena termina con un primer plano de Humphrey en el muelle sobre el que se apagan los focos que lo iluminan, mientras un mayordomo le ayuda a cambiar de chaqueta. Cuando las luces se vuelvan a encender habremos pasado, sin solución de continuidad, al interior de un cabaret para asistir a la llegada, en olor de multitud, de la pareja formada por Caroline y Alan, su nuevo amor.
No menos interesante es la escena en la que Caroline y Alan visitan a Baxter en su laboratorio después de que éste ha hecho saber al mundo que ha aislado, supuestamente, la secreción glandular que controla el envejecimiento de los tejidos. Toda esta escena, que culmina con el regalo envenenado que el doctor hará a la pareja, está pautada por el sonido inexorable de un reloj, que con su tic-tac ominoso apunta hacia lo que se está jugando en el fondo de este educado intercambio. Welles tampoco se privará, en un momento dado de la secuencia, de sincronizar su propia voz con el movimiento de los labios de Caroline durante un largo párrafo, subrayando así el carácter de omnímodo controlador del relato que se desarrolla ante nosotros. En el fondo, la actitud de Welles en este telefilme es similar a la mostrada por Max Ophuls en el arranque de La ronde (1950), con la diferencia de que el meneur de jeu de la película del cineasta franco-alemán es una representación doblemente indirecta del enunciador cinematográfico (lo encarna Antón Walbroock) y que, en el caso de Welles él mismo interpreta ese papel, prestando su cuerpo y su voz a lo que no es sino una figura abstracta que, de esta forma, es acercada un grado hacia el espectador que contempla la obra.
Toda la segunda parte del teleplay está dominada por la presencia del frasquito del elixir que Caroline y Alan colocan sobre la chimenea que domina el comedor de su casa. Pero sobre esta chimenea se ubica un amplio espejo de pared, de tal manera que cada vez que los amantes se acerquen al elixir por uno u otro motivo (la mayor parte de las veces para hacerse encubiertos reproches mutuos) se verán reflejados en dicho espejo. No hace falta decir que Welles extrae de este elemento notables efectos estéticos y de sentido. No sólo se trata de que el espejo se vincule, motivadamente, con la pulsión narcisista que ambos cónyuges comparten. Lo más importante es que no pocas veces la cámara ocupa el lugar del espejo con lo que se consigue que los personajes nos miren a nosotros cuando se miran entre ellos a través de la luna ante la que se yergue el minúsculo receptáculo de la eterna juventud. De esta manera Welles construye una estructura narcisística que incluye, de lleno, al propio espectador como reflejo indirecto de la pulsión de esos personajes que, como dice en un momento el narrador de la historia (Welles, recordémoslo), se definen por una mera actitud en relación con la visión y el uso que hacen de la misma: “Ella le vigila a él a través del espejo, él la ve a ella vigilándole”[2].
Lamentablemente, como tantas otras veces, las lecciones de Welles, su concepción de lo que debía ser una narración televisiva, iban a caer en saco roto. La evolución de la televisión confinada entonces en la mera filmación de telefilmes rodados en directo en Nueva York o registrados en Hollywood mediante tres cámaras, tenía en la concepción de The Fountain of Youth una clara alternativa. Que apostaba por no levantar una muralla china entre la historia que se estaba contando y los artificios narrativos que se ponían en juego para ello. Contra el retorno del ilusionismo, Welles proponía la idea de “el narrador narrado”. Demasiado avanzado para el momento. E incluso, quizás, para hoy en día.
[1] John Collier (Londres 1901- California 1980), escritor bien conocido por sus relatos cortos en la vena de O’Henry, Saki o Roald Dahl. Su relato “Youth from Vienna” se encuentra recogido en el volumen Fancies and Goodnights (1951). Desde 1935 trabajó en Hollywood como guionista de películas y series de televisión. Entre sus principales guiones se encuentran los de Sylvia Scarlett (George Cukor, 1935), Elephant Boy, (Robert Flaherty y Zoltan Korda, 1937), I Am a Camera (Henry Cornelius, 1955) y The War Lord (Franklin Schaffner, 1965).
[2] Se trata de una compleja organización formal que hace coexistir tres niveles imbricados entre sí a la manera de muñecas rusas: el dispositivo diegético que incluye el espejo y los personajes como elementos del relato; el dispositivo técnico, por el que la cámara filmadora ocupa el lugar del espejo; el mecanismo conceptual, mediante el que el espectador ve a los personajes desde el lugar en el que ellos se ven así mismos.
Fragmento procedente de libro de Santos Zunzunegui Orson Welles, Madrid, Cátedra, 2011. Agradecemos a Santos Zunzunegui el amable permiso para su publicación.