El presente y la construcción del personaje

David Sánchez Usanos

Frente a una situación que no entendemos o que no nos resulta del todo soportable solemos formular una pregunta para tratar de comprender, pensando, tal vez, que el entender algo contribuye a distanciarnos de ello y que quizá permita transformarlo o, al menos, experimentarlo con menos intensidad. Esa pregunta podría ser «¿cómo hemos llegado hasta aquí?» o su variante «¿cuándo empezó todo?». Se trata, en todo caso, de hacer historia, de buscar un antecedente a lo que nos pasa.

Seguramente la historia del presente puede remontarse tan atrás como uno quiera, pero parece existir un consenso bastante amplio en situar en Descartes el origen de la modernidad. Pero, ¿qué nos tiene que aportar hoy un tipo del siglo XVII? Bueno, quizá convenga recordar que a lo mejor los fantasmas que le atormentaban se parecen mucho a los nuestros. No cesamos de repetirnos que el presente parece una serie de ficción, que es como si detrás de las noticias con las que nos despertamos hubiese un equipo de guionistas que ha perdido la mesura e inventase tramas cada vez más inverosímiles, que nuestras ciudades se han convertido en un parque temático, que la realidad, en fin, ha devenido melodrama. Descartes también se planteó en su momento el posible carácter fantasmal de lo que sucede, ¿y si el presente fuese obra de un maldito guionista?, ¿y si lo que nos pasa no fuese más que el entretenimiento de un genio maligno?, ¿por dónde empezar a buscar un asidero frente a la extravagancia más absoluta?, ¿por dónde comenzar la refutación de que esto no es una pesadilla? Por el yo, por esa cosa que duda, pero que, por eso mismo, es. De eso va el Discurso del método (1637): el libro de un aventurero que, según sus palabras, abandonó el estudio de las letras porque no se fiaba de otra ciencia que no fuese la que procedía de su propia experiencia y que, en consecuencia, se lanzó a recorrer el gran libro del mundo y pasó su juventud viajando, viendo cortes y ejércitos. Uno de los presuntos cimientos del pensamiento moderno es un tratado autobiográfico destinado al conocimiento de sí mismo.

Pero casi todo pensador contemporáneo que se precie reniega de Descartes, el cartesianismo parece ser el origen de la rigidez, de la tecnificación, de la cosificación y del carácter desalmado del mundo moderno; de mucho más prestigio goza, en cambio, el que para algunos fue el primer escritor verdaderamente contemporáneo, alguien anterior al propio Descartes y que fue absolutamente moderno siglos antes de que Rimbaud nos apremiase a ello: Michel de Montaigne. Pues bien, también él eligió la autobiografía como registro apenas disfrazado en sus Ensayos (1580), unas páginas que, según el propio Montaigne, no persiguen ningún fin distinto al conocimiento de sí mismo: «yo soy el contenido de mi libro» afirma como advertencia al lector mientras le invita a no perder el tiempo con algo tan frívolo.

El yo, la propia experiencia transcrita, parece actuar como un principio rector frente a una realidad cada vez más inestable, como una garantía frente al olvido y al disparatado signo de los tiempos. Es algo que se deja leer al comienzo de las Confesiones (1782) de Rousseau donde se avisa al lector de que ése es el único retrato del ser humano pintado al natural que existe y existirá, un monumento a su carácter que deberá servir para el estudio futuro del ser humano. Una falta de pudor y una desmesura que recuerdan al Canto a mí mismo de Walt Whitman (1855) o al Nietzsche más desaforado y que nos devuelven a nuestro presente más inmediato y ensimismado.

Parece que vivimos en un tiempo en el que lo autobiográfico ha dejado de ser una categoría específica referida a los diarios, los dietarios, las memorias o las confesiones, que ha desbordado su propio género y se ha convertido en algo parecido a un protocolo general de configuración de la experiencia contemporánea. El desmantelamiento de las mitologías que daban sentido a nuestra existencia colectiva, la fragmentación de lo social fruto del consumismo y la competitividad han dado lugar a una extraña forma de narcisismo, a un mundo en el que se escribe más que se lee y en el que la vida parece estar subordinada a la mercadotecnia de uno mismo. Como hemos visto, lo autobiográfico quizá estuviese en el origen mismo de la historia de nuestro presente, pero parece que hoy se ha intensificado su presencia: afecta a todo discurso y la construcción de un personaje de dimensión pública es casi un requisito obligatorio para vivir en sociedad.

Joseph Beuys

Pero es que, además, en un tiempo a la deriva, el relato en primera persona, la crónica en la que esté involucrado el autor confiere una credibilidad superior, actúa como detonante de nuestro interés, parece el mecanismo de compensación perfecto después de tanta pirotecnia formal, de convenciones literarias agotadas y de referentes artísticos que se desvanecen; todo aquello, en fin, que incumbe a un «yo» parece saciar el Hambre de realidad (2010) que tan bien codificó David Shields.

Oscar Wilde -que por momentos parecía un arquitecto del futuro- ya avisaba en el prefacio de El retrato de Dorian Gray (1890) que toda crítica era una forma de autobiografía, fórmula que depuraba tiempo después Ricardo Piglia en Formas breves (1999) cuando decía que la crítica es la forma moderna de la autobiografía. ¿Y qué no lo es?, ¿no hay casi una superposición semántica entre «modernidad», «crítica» y «autobiografía»? El círculo se cierra y sentimos la tentación de considerar como nuestros contemporáneos a todos los que alguna vez se enfrentaron a los mismos miedos y experimentaron la misma sed.

Con el curso A través del espejo: (auto)biografía y exhibición en el arte, el pensamiento y la escritura (22-29 de junio) buscamos propiciar una conversación organizada en torno a estas cuestiones a partir de las intervenciones de profesionales e investigadores provenientes de la filosofía, de la práctica y la teoría de las artes, del psicoanálisis, de la antropología y de los estudios literarios.

David Sánchez Usanos es profesor de filosofía en la UAM y director académico de la Escuela SUR.

Ekhilore Quintet, banda ganadora de la I edición GoldFish Yam celebrada en Jazz Círculo

La velada Goldfish Yam, organizada en colaboración con Yamaha Music Europe Ibérica, clausuró la XIII edición de Jazz Círculo el pasado mes de febrero. Participaron tres bandas, procedentes de las escuelas de música: Centro Superior de Música Liceu (Barcelona), Berklee College of Music (Valencia) y Centro Superior Musikene (San Sebastián). Ekhilore Quintet, presentada por Musikene, ha sido la banda destacada como ganadora del certamen. Está formada por Juan José Cabillas (saxo), Juan Oliveira (guitarra), Nacho Soto (piano), Juan Codina (contrabajo) y Ander Alonso (batería).

Ekhilore Quintet en la I edición GoldFish Yam, celebrada en Jazz Círculo. Vídeo: Musikene.

Esta joven banda participará en la XIV edición de Jazz Círculo, ofreciendo un concierto que tendrá lugar el próximo 13 de noviembre. Jazz Círculo ultima ya una edición que se desarrollará entre los meses de octubre de 2020 y febrero de 2021, en una serie de conciertos que siguen teniendo en La Pecera y la Sala de Columnas sus escenarios principales. La inauguración del ciclo tendrá lugar el 30 de octubre y correrá a cargo de la banda taiwanesa, Stacey Wei Quartet. Junto a ella, nos visitarán formaciones jazzísticas de primer nivel que consolidarán al Círculo, una vez más, como lugar de referencia en la celebración de conciertos de jazz en vivo. Cabe recordar que por Jazz Círculo han pasado músicos y grupos tan relevantes como Bob Sands, Jorge Pardo, Federico Lechner, Rubem Dantas trío o el trompetista Jerry González con su Comando de la Clave.

Ekhilore Quintet en la pasada edición de GoldFish Yam en la Sala de Columnas del CBA.

Para este ciclo, el Círculo de Bellas Artes cuenta de nuevo con Yamaha Music Europe Ibérica, una colaboración que se ha mantenido durante toda la trayectoria de Jazz Círculo.

Resumen de la I edición de la GoldFish Yam, celebrada en el Círculo de Bellas Artes. Vídeo: Musikene.

Alfonso Berridi: el susurro de la acción.

La búsqueda de identidad en la vida cotidiana.

Texto de Julia Blanco Martínez (contratada predoctoral del Dpto. Filosofía UAM) y Daniel Rodríguez Castillo (graduado en Hª del Arte y Filosofía. Máster “Mercado del Arte”).

El arte de Alfonso Berridi celebra el presente, lo cercano, lo cotidiano, lo familiar y, a su vez, abraza el ámbito de lo social, lo colectivo y lo cultural. Fundamentalmente lo hace a través de la figura humana, tanto en su obra gráfica, como su escultura o su ilustración.

Desde la primera década de 2010, Berridi encontrará acomodo en la figuración. Una figuración nacida fundamentalmente del dibujo y la ilustración, ámbitos que dominaba, y algunos de cuyos frutos podemos encontrar hoy en la muestra que el Círculo de Bellas Artes de Madrid acoge en su seno, cuyo título Alfonso Berridi. ¿Qué hacen y quiénes hacen? nos predispone a reflexionar sobre objeto(s), agente(s), acción(es).

Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien[1].

Resulta inevitable pensar en Aristóteles al abordar una reflexión sobre la acción humana. En estas primeras líneas de su Ética Eudemia encontramos dos claves que recorrerán el pensamiento filosófico sobre las acciones humanas: la intención y el sentido. En primer lugar, descubrimos que para Aristóteles no tiene sentido hablar de acción sin apelar como fundamento de este concepto a la intencionalidad.

Toda acción está orientada en una dirección, supeditada a un fin. En el caso del ser humano, este fin puede y es a menudo elegido libremente. Esto nos permite, en un contexto social, ser reconocidos por los miembros de nuestra comunidad y convertirnos en sujetos de responsabilidad. Algo tan sencillo como desenvolvernos en el desempeño diario de nuestras acciones más cotidianas constituye el germen mismo de la construcción de nuestra identidad. En cada acción nos posicionamos, nos singularizamos. En este reconocimiento da comienzo la construcción de nuestra propia identidad. Toda la tradición filosófica comprendida bajo el título general de filosofía de la acción, desde Aristóteles, David Hume hasta Elizabeth Anscombe y Donald Davidson se ha enfrentado a serias dificultades para definir “acción” sin incluir la intención como concepto primario.

Hemos comenzado a comprender qué es hacer, pensando primero en qué consiste intentar, que requiere ya siempre contemplar un punto de llegada. Esta dimensión vectorial de la acción humana constituye una primera pista fascinante para abordar la importancia de las acciones cotidianas en el horizonte de sentido del ser humano contemporáneo, sobre la que quizá nos cuestiona Alfonso Berridi en la pregunta que titula esta exposición.

Artista versátil, Berridi trabaja con y sobre materiales efímeros, poco perdurables, tradicionalmente no considerados nobles, como el cartón, el cartón corrugado o las planchas de plomo. Al elegir estos soportes, se enmarca en la línea que la tradición que las vanguardias del siglo XX trazaron en el arte: un gesto político, una declaración de intenciones que, en España, adquirió una mayor fuerza expresiva con la consolidación del Informalismo.

[Signe i matèria (Signo y materia) Antoni Tapies, 1961]

Sus personajes, dignificados en tanto que han sido elevados sobre sus efímeras peanas, realizan acciones cotidianas, enigmáticas e inciertas, mientras permanecen absortos en el propio proceso de la acción; han quedado atrapados en una suerte de tiempo aristotélico, el cual definía como “el número del movimiento según el antes y el después”[2]. Un “antes” y un “después” que enmarcan un ahora que, paradójicamente, se presenta eterno y no deja de aparecerse. Cada pieza refleja la cotidianidad, el hábito, la acción de un hombre o una mujer que puede ser cualquier hombre o cualquier mujer, como el hombre del poema de Borges para quien la felicidad se presenta como una ráfaga inesperada en medio del devenir de su vida corriente.

“Un hombre trabajado por el tiempo, un hombre que ni siquiera espera la muerte […] un hombre que ha aprendido a agradecer las modestas limosnas de los días. El sueño, la rutina, el sabor del agua […] puede sentir de pronto, al cruzar la calle, una misteriosa felicidad que no viene del lado de la esperanza sino de una antigua inocencia, de su propia raíz o de un dios disperso.”[3]

Qué piensan estos personajes acerca de lo que hacen en su ensimismamiento es algo que se nos escapa. Podríamos acercarnos a las figuras aisladas en los bares de carreteras de Edward Hopper o a los silenciosos personajes románticos de Caspar D. Friedrich y plantearnos si son personajes melancólicos, tristes, ociosos, si están contemplando algo o contemplándose a sí mismos.

[Dos hombres contemplando la luna (Zwei Männer in Betrachtung des Mondes), Caspar D. Friedrich. 1819]

John Locke definía persona como “un ser pensante […] que puede considerarse a sí mismo como el mismo […] en diferentes tiempos y lugares”[4]. Durante demasiado tiempo se ha interpretado esta idea como si debiéramos acudir al acceso fenomenológico a nuestros propios pensamientos para determinar nuestra identidad como personas. Durante todo ese tiempo el intento ha fracasado y ha enmarañado la reflexión sobre la identidad humana con disputas metafísicas improductivas. Pensemos solo en cómo es posible que un concepto con tan clara dimensión pública e intersubjetiva como el concepto de persona se decida con el uso exclusivo de nuestro acceso privado e individual a nuestro pensamiento, desde la perspectiva de primera persona. ¿A dónde acudir ante este fracaso? Quizá el camino pueda comenzar recordando una idea central de la Modernidad: pensar es un caso de actuar, el pensamiento es una actividad productiva. Acudamos entonces a la acción, al origen mismo de nuestra construcción como sujetos: el reconocimiento de los demás y de nosotros mismos como agentes capaces de acción intencional, que influye y atraviesa la comunidad humana.

[Morning Sun (Sol de la mañana), Edward Hopper. 1934]

El ser humano solo puede empezar a construir su identidad en la inter-acción con el ser humano. Así ocurre con el hombre de hojalata que tanto interesó a este autor, que comienza su reflexión y su “conversión humana” cuando se mira en los ojos de Dorothy. Se mantiene inane hasta que el contacto humano de la niña activa sus mecanismos y comienza a moverse y a echar en falta aquello que le haría propiamente un humano: un corazón.

“I hear a beat….How sweet. Just to register emotion, jealousy – devotion, And really feel the part. I could stay young and chipper and I’d lock it with a zipper, If I only had a heart”[5].

Berridi nos presenta en sus obras individuos anónimos involucrados en actividades cotidianas, grupales, solitarias, mecánicas, reflexivas… Ahora podríamos decir, sencillamente: en esta exposición encontramos personas. Con eso basta.

Estos personajes están sometidos a las reglas de su propia acción, por un lado, y a las reglas que el propio marco artístico les impone, por otro. Unas reglas de la acción basadas en los movimientos internos que presumiblemente han sido ejecutados y están por ejecutar; unas reglas del arte sustentadas en el formato, el soporte, el material, el concepto, las asunciones pictóricas del autor que permiten que las obras sean lo que son. Los personajes, por tanto, son doblemente esclavos, doblemente sometidos a reglas que les vienen impuestas y les subyugan.

Sin embargo, en esta esclavitud late hegelianamente un impulso de vida que se actualiza en el ejercicio de libertad que implica la realización de una acción a cuyos frutos no tienen acceso. Las cuatro paredes que impiden su movimiento permiten el despliegue de su libertad: el sometimiento y el conocimiento de las reglas permiten que los actores desarrollen su libertad en un marco que, al mismo tiempo, les constriñe. La localización de los personajes es indeterminada. Aparecen situados en un no-lugar[6], representado por la escultura en forma de espiral. Esto centra toda la atención en la acción misma.

[Alfonso Berridi. Qué hacen quiénes hacen 0998 (2010)]

Es una acción, por ello, que excede el marco de la representación y sale de sí misma: apela a un espectador omnisciente que les otorga una libertad que, en principio, parece velada. Es una acción que rompe los límites de la institución y se extiende a la ciudad, el locus privilegiado aglutinador de experiencias. Un espacio que define continuamente sus límites en virtud de los ciudadanos que actúan en él.

Al comienzo de esta reflexión hablábamos de dos cuestiones clave en el pensamiento filosófico sobre la acción humana. Hemos tratado la intención, hablemos ahora del sentido. Charles Taylor señalaba en su deslumbrante estudio[7] sobre la construcción de la identidad humana su asombro ante la poca importancia que las ciencias naturales otorgan a un aspecto central de la vida humana: somos seres para quienes las cosas importan. Esto, unido a nuestra capacidad de reconocer a los demás como agentes, conforma los cimientos de nuestro pensamiento moral. Es parte esencial del ser humano tener reacciones morales, algunas especialmente profundas y tal vez universales, como el respeto a la vida de los otros (sean estos otros quienes sean). Taylor defiende que estas reacciones morales implican una pretensión sobre la naturaleza y la condición de los seres humanos: una reacción moral afirma una “ontología de lo humano”. Esta ontología varía notablemente en función de la cultura y el contexto histórico, articula nuestro pensamiento moral y guarda una íntima relación con nuestro ideal de vida plena. Hoy, toda articulación de una ontología de lo humano definitiva resulta problemática.

Más aún, tenemos la sospecha o incluso la certeza de que esta búsqueda de sentido nace condenada al fracaso, porque no existe un marco de referencia definitivo ni creíble. Así, temores como el miedo a la condenación eterna son sustituidos por una situación existencial en que el temor por encima de todos es el sinsentido. Pero existe un factor que no ha cambiado: sea cual sea el marco de referencia, encontramos sentido en nuestra vida al articularla. En esta búsqueda, existe un límite difuso entre el descubrimiento y la invención. Los miedos son otros en un mundo en que el horizonte desaparece, pero la cuestión del sentido está condenada a permanecer. Aunque no elaboremos un relato sistemático sobre los referentes morales que nos guían, nuestra agencia se despliega en el mundo de tal manera que nuestras acciones expresan y construyen ese sentido.

Alfonso Berridi hablaba de “incertidumbre y murmullo”: nos rodea la inquietud, el sinsentido, la duda, el absurdo, pero la incesante acción cotidiana sigue susurrando, sigue construyendo.

El artista siempre evitó articular un relato que explicitara el pensamiento detrás de su obra, lo cual otorga, paradójicamente, aún más fuerza expresiva a sus piezas, que con esta decisión quedan legitimadas para contener y expresar por sí mismas toda su potencia conceptual. Quizá en esta entrada, en la que presentamos algunas hipótesis de lectura para su obra, le estamos traicionando. Pero defendemos que Berridi nos incita a esta traición lanzándonos la pregunta: ¿qué hacen y quiénes hacen?

El arte es un buen refugio para el ensimismado más recalcitrante: un refugio en tiempo de crisis, una vía de escape en un mundo que arde. Pero también es un lugar privilegiado desde el cual actuar, un modo de transformar críticamente el mundo. Es posible hacerlo con nuestra acción cotidiana, sin grandes aspavientos o pirotecnias. Un ensimismamiento común, contemplativo pero activo, que acontece en la sociedad del momento, en el momento en que lo social, lo cultural, lo político, se está decidiendo: ahora.


[1] Aristóteles. Ética Eudemia

[2] Aristóteles, Física, IV

[3] Jorge Luis Borges. “Alguien”. El otro, el mismo. (1964)

[4] John Locke, An Essay Concerning Human Understanding. (1690)

[5] The Wizard of Oz (1939).

[6] Marc Augé acuñó este término para referirse aquellos espacios que no alcanzan el estatus de «lugar».

[7] Charles Taylor. Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna. (1996)

Juan Miguel Hernández León cumple 25 años como presidente del CBA

El Círculo de Bellas Artes quiere felicitar a Juan Miguel Hernández León por sus 25 años como presidente de esta institución que, por su vinculación con ella, podemos decir con fundamento, que es su segunda casa. Como estudiante de Arquitectura de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid (ETSAM), frecuentó los talleres de dibujo y pintura del CBA. Por entonces ni siquiera él intuía que en los ochenta sería vocal de la Junta Directiva del Círculo, con Martín Chirino de presidente, y ya en 1995, presidente de la institución hasta nuestros días.

Juan Miguel Hernández León es Doctor Arquitecto desde 1982 y se licenció en la ETSAM en 1974, de la que también fue director entre 1999 y 2008. Pero mucho más allá de sus innumerables logros como arquitecto, docente, político, escritor, conferenciante, comisario y deportista —que comentaremos más adelante—, cabe destacar que estamos ante un intelectual cosmopolita con todas las letras, dotado con una amplia visión humanística, crítica y estética, y con un compromiso inquebrantable hacia los pilares fundamentales sobre los que se sustenta el propio Círculo de Bellas Artes: la promoción de las artes, la cultura y el pensamiento, y la generación de espacios de reflexión, crítica y diálogo abiertos a toda la sociedad.

«La cultura no se consume —ese término es propio de la gastronomía—, sino que es un proceso de humanización que implica transversalidad, permite una reflexión abierta y genera inquietud» dijo Juan Miguel Hernández León en el acto de presentación de esta temporada del Círculo de Bellas Artes. En eso estábamos cuando nuestra programación se vio quebrantada por la crisis del coronavirus. Y es que la presidencia de Juan Miguel Hernández León no ha sido ni mucho menos fácil en este sentido. A esta crisis pandémica hay que sumar la económica de 2008. Sin embargo, ya entonces, después de pasarlo muy mal, el Círculo salió del trance herido, pero se afianzó como Casa Europa y referente cultural, artístico y humanístico. Siempre intentando poner en valor a los artistas capaces «de detectar síntomas, líneas de fuga en el ámbito de lo social, y de ofrecer virtualidades que abren campos de libertad y posibilidades».

Juan Miguel Hernández León posa en la escalera del Círculo de Bellas Artes.

PRESIDENTE DEL CBA

A lo largo de su dilatada presidencia, Juan Miguel ha comisariado exposiciones, ha participado en conferencias, mesas redondas, debates, presentaciones literarias,… ha entregado nuestras medallas de oro a decenas de importantes nombres de la cultura, el arte y el pensamiento, ha comisariado exposiciones, ha presentado todas nuestras programaciones, ha dado la bienvenida a representantes de la política y la cultura, ha leído en la Lectura Continuada del Quijote, ha recibido en su segunda casa a los participantes de La Noche de Max Estrella o del Carnaval y ha dado la cara por la institución y sus miembros en el ámbito nacional e internacional.

ARQUITECTO

Como arquitecto, entre sus obras destacan la recuperación de los espacios de las Murallas Reales de la ciudad de Ceuta, el Museo de Arte Contemporáneo de Vélez-Málaga, el Plan de Remodelación del eje Prado-Recoletos de Madrid, junto a Álvaro Siza, el Palacio de Congresos en la Universidad de Zamora, junto a Francisco Mangado, o la Fundación Cultural Sánchez Ruipérez en Peñaranda (Salamanca).

En el apartado docente, es catedrático en Composición de la ETSAM desde 1987, coordinador del Cluster de Patrimonio del Campus Internacional de Excelencia Moncloa, director de tesis y profesor de diversos cursos y másteres. Además, ha sido Academic Guest en la Rice University School of Architecture y conferenciante en las más reputadas Universidades de Europa y América con largas estancias en universidades de Estados Unidos, Francia e Italia. Ha formado parte también de jurados en concursos internacionales de Arquitectura. 

POLÍTICO

Actualmente es diputado en la Asamblea de Madrid por el Partido Socialista Obrero Español. También fue director general de Cultura de la Consejería de Cultura y Deportes de la Comunidad Autónoma de Madrid y en 1987 ocupó el cargo de director general de Bellas Artes y Archivos, entre otros.

ESCRITOR Y COMISARIO

De su trabajo como comisario destacamos las exposiciones Diseñar América: el trazado español de los Estados Unidos, exposición que tuvo recorrido internacional y la que tuvo lugar en el CBA, Arqueología de la memoria reciente: ciudad y territorio en España, 1986-2012. y que vino acompañada de un libro y un documental Atlas del deseo.

Hernández León también fue director fundador de la Revista Pasaje de Arquitectura y Crítica (Premio Santiago Amón de la difusión arquitectónica) y director también de Iluminaciones. Revista de arquitectura y Pensamiento, así como director científico de las colecciones Textos de Arquitectura, de AKAL, y de Arte y Arquitectura, de la Editorial ABADA. 

También ha colaborado en diversas revistas especializadas en arquitectura y arte, como Lotus, Casabella, Domus o Arquitectura Viva. Además, es habitual su contribución teórica y crítica en libros monográficos y exposiciones sobre la arquitectura española y portuguesa.

Entre sus libros, el primero publicado fue La casa de un solo muro (Nerea, 1990), que toma su título, en traducción no literal, de la patente constructiva que Adolf Loos registró en 1921 bajo el nombre de “Haus mit einer Mauer”. Hernández León reflexiona sobre la categoría loosiana de lo doméstico a partir de un análisis de las villas construidas y proyectadas por el arquitecto vienés, poniendo de manifiesto la vigencia contemporánea de su discurso polémico y radical.

El volumen Conjugar los vacíos: ensayos de arquitectura apareció en 2005 (Abada) y en ellos, lejos de emitir juicios de valor, Juan Miguel participa del territorio de la misma arquitectura. La relación con el lugar, la fragmentación de la “gran forma” o la normatividad de los nuevos lenguajes arquitectónicos son algunos de los temas analizados en el libro. 

En 2007, publicó Arquitectura Española Contemporánea: La otra modernidad (Lunwerg Editores), en el que se recogen imágenes de doces emblemáticos edificios vistos por el fotógrafo y también arquitecto, Marc Llimargas. Y en 2013, Autenticidad y Monumento. Del mito de Lázaro al de Pigmalión (Abada). En este ensayo, cargado de referencias y sugerentes paralelismos, Hernández León analiza el desarrollo y los accidentes sufridos por estos dos conceptos, autenticidad y monumento, desde su nacimiento hasta la actualidad y la importancia que han tenido en la génesis del discurso patrimonial.

Ser-Paisaje se publicó en 2016 (Abada). Durante la presentación de este texto, centrado en la cuestión de pensar en lo que queremos decir al decir “paisaje”, Hernández León explicó que lo escribió “contra” dos afirmaciones habituales. Por un lado, contra aquellos que aseguran que sólo se puede hablar del paisaje «cuando surge la pintura paisajista holandesa» y por otro, contra los vanos intentos de pretender «describir científicamente el paisaje».

DEPORTISTA

Poca gente conoce que Juan Miguel fue campeón de España de kárate y componente de la selección nacional de este deporte participando en un buen número de competiciones internacionales. Además, ha sido jinete amateur de caballos, otra de sus pasiones y llegó a ser gerente de la Asociación de Deportes Olímpicos. 

En 2005, escribía Abriendo el Círculo, para el libro sobre los 125 años del CBA y lo cerraba con esto: «Trazamos nuestro itinerario para impulsar el proyecto hacia el futuro. Nuestra trayectoria, más que nunca, quiere hacerse, quiere realizarse y concretarse, en el Círculo abierto: en el de todos».

Quince años después de esta frase y veinticinco desde que fuera nombrado presidente del CBA, seguimos abriendo y ensanchando el Círculo junto a Juan Miguel Hernández León. Y que sean muchos más. ¡Enhorabuena!

Benjamin y Sander: rostros de la multitud

FRANCISCO VEGA

Preliminarmente, podría decirse que no han constituido excepciones los momentos históricos en los que el arte ha estado trenzado íntimamente, ofreciendo sus aparentes encantos y fulgores, con las estructuras de control y dominación. Más ajustado, con todo, sería indicar que el poder ha comprendido tradicionalmente al arte como la nervadura fundamental de su incidencia sociohistórica: no los encantos de la apariencia, sino a la apariencia como encanto. No muy lejos de esta idea, en su celebérrimo Ways of seeing John Berger determinó que ha devenido ciertamente en un locus communis el afirmar que “un cuadro al óleo en su marco es como una ventana abierta al mundo”, cuando sería indudablemente más preciso señalar que “si se dejan a un lado sus pretensiones, la imagen más adecuada no es la de una enmarcada ventana que se abre al mundo, sino la de una caja fuerte empotrada en el muro, una caja fuerte en la que se ha depositado lo visible”[1].

Gobernada acríticamente por el modelo analógico de la ventana transparente, el arte debería, si seguimos a Berger, reconocerse como una caja fuerte, como una bóveda opaca y cerrada en la que han ido depositándose las continuas adquisiciones que han dado forma al patrimonio de las fuerzas hegemónicas. Con Lévi-Strauss, Berger argumentará desde esta misma perspectiva que no se habría tratado, en el despliegue de la moderna institución Arte, de representar lo situado fuera de esa idealizada y diáfana ventana abierta, sino de “tomar posesión”.

Son múltiples, como resulta palmario, las muestras que aquí podrían aducirse al respecto. En su América imaginaria, por ejemplo, y desde una clave interpretativa cercana a la recién enunciada, Miguel Rojas Mix refiere los casos —fundamentales en el contexto de los debates sobre el imaginario de la conquista y colonización del “Nuevo Mundo”—, de Frans Post y Albert Eckhout, pintores al servicio del gobernador Johann Moritz von Nassau y la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales[2].

Denominado como “el Canaletto del Brasil”, Post desarrolló un proyecto pictórico compuesto por más de 130 cuadros que, esencialmente, buscaba transmitir las particularidades del paisaje americano a aquellos que participaban financieramente de las empresas de la Compañía Holandesa. En este sentido, y habiendo pintado solo seis de sus cuadros pisando efectivamente el territorio brasileño, el trabajo de Post fue desarrollado casi exclusivamente luego de su regreso a Europa con el objetivo cardinal de vehicular imágenes que permitieran la “toma de posesión”; imágenes que permitieran, en efecto, a los propietarios colonizadores reconocer y programar nuevos planes de trabajo en lo que entendían como sus dominios. Proyectando un Brasil “disponible”, tierra virgen y fértil, Post habría pintado, guiado siempre por esa premisa, paisajes en los que la naturaleza cubre prácticamente toda la superficie pictórica, como se puede apreciar elocuentemente en La vida en Brasil, invitando así al espectador-accionista a profundizar y extender su capital y patrimonio.

[Imagen de la vida en Brasil]

Compañero de travesía de Post, Albert Eckhout, por su parte, desplegó un trabajo pictórico que, como indica el mismo Rojas Mix, “fue el primero en establecer una diferencia de representación entre los diversos tipos étnicos y sociales que poblaban Brasil”. Como una suerte de “cronista gráfico”, Eckhout “reprodujo al indio, no como ser genérico, sino en cuanto individuo histórico”[3]. Y, por cierto, no fue distante en su motivación basal a los objetivos que guiaron, en el contexto específico del paisajismo, el trabajo de Post, pues, en efecto, en la tipología efectuada por Eckhout, satisfaciendo siempre la imperiosa necesidad de exotismo, los individuos son representados con la finalidad de ofrecer al espectador-comprador de la obra una guía que permitiera identificar y controlar a los distintos tipos sociales hallables en el “nuevo continente”, explicitando para ello sus ademanes y su temple anímico fundamentales (el negro, por ejemplo, aparece como un ser altivo y de mirada desafiante, a diferencia del Mulato).

[imagen de negro Eckhout]

Funcionarios directos de una compañía comercial, los trabajos de Post y Eckhout, en último término, registran el paisaje y la gente para facilitar y, más importante aún, intensificar, el poder hegemónico que controlaba el nuevo territorio. Imágenes-propiedad, entonces, que anulando aquello que representaban —los pueblos amerindios, la selva—, suscitaban un (auto)reconocimiento intensificado del poder y, al mismo tiempo, incrementaban su deseo de más posesión.

Ahora bien, ¿qué vínculos posibles pueden contener estas prácticas con el trabajo del fotógrafo germano August Sander? La respuesta es clara: si la práctica de Sander es compresible como un trabajo de tipología social, esta está articulada en última instancia de forma refractaria a la lógica y los marcos de legibilidad de esas imágenes-propiedad recién referidas. Las de Sander, en efecto, son imágenes que, en primer término, buscan justamente representar al otro, o, mejor dicho, a los otros, siempre en plural, abriendo una mirada etnográfica vacilante, una mirada que no estará guiada ni por la anulación (de su carácter múltiple) ni, correlativamente, por la intensificación del poder, sino más bien, y de forma inversa, por la afirmación de esos múltiples y, correlativamente, por la anulación del poder. Si la imagen-propiedad, dicho en otros términos, anula al Otro e intensifica el Poder, en Sander es posible hablar de imágenes que afirman a los Otros, la multitud, y, a su vez, que buscan subvertir las estrategias de dominación.

Fotografía del pastelero de August Sander “Gente del siglo XX”

Es a W. Benjamin, sin lugar a dudas, a quien debemos la que probablemente sea la lectura más fecunda del proyecto de Sander, un proyecto que no sin reparos podríamos entender como “estético”. Para Benjamin, en efecto, tal como se lee en su Kleine Geschichte der Photographie, en el contexto del s. XIX habría despuntado una tendencia fotográfica “científica” que, emancipándose del aura, y en conexión con los primeros fotógrafos-ingenieros, desplazaría la interrogación estética por la interrogación sobre las funciones sociales del arte [soziale Funktionen der Kunst]. Desde esta perspectiva, estos “artistas-ingenieros”, como podrían ser denominados, entre ellos el propio Sander, no harían sino retomar un impulso ínsito en los primeros fotógrafos, consistente en la preeminencia de la técnica y la función social por sobre lo artístico. Es justamente esta base conceptual, cabe destacarlo, la que permitirá a Benjamin bosquejar una de las hipótesis más decisivas de su filosofía de la fotografía, a saber: que no se trata de interrogar si la fotografía es arte o no, sino más bien si la fotografía conmociona los fundamentos desde los cuales se piensa el arte tout court. Dicho de otro modo, in nuce, no importaría la “fotografía como arte”, sino el “arte como fotografía”.

El desplazamiento de la estética operado por Sander sería al mismo tiempo solidario de un acercamiento hacia las masas y una superación del carácter irrepetible de la obra de arte mediante la copia; rasgos que articularían, en última instancia, una nueva percepción, una percepción homogénea que, esto es lo decisivo, resultaría crucial, de acuerdo a Benjamin, para establecer fisionomías, es decir, “atlas de ejercicio” [Übungsatlas], que posibilitan un entrenamiento político de la mirada. Sander, siguiendo siempre a Benjamin, desarrolla una cartografía fotográfica que es política en cuanto en tanto, alejándose de la perspectiva “estética”, entrena una nueva mirada, ejercita la apertura de nuevos ojos que resultan decisivos atendiendo a los modernos desplazamientos del poder.

El trabajo tipológico de Sander no buscaría sino mostrar a ese Otro plural, que no pertenece a nadie, que es inapropiable a las lógicas del poder, y cuya percepción sería preciso ejercitar justamente para interactuar con ella, para moverse y desplazarse en su interior. Sander, en otros términos, no hace sino visibilizar al “hombre de la multitud”, compuesto de rostros móviles que no detentan una unidad y cohesión interna y que se exponen o manifiestan fugazmente.

En el grabado que hizo Abraham Bosse en 1651 como frontispicio al Leviatán de Hobbes, el soberano encierra en su unidad y cohesión identitaria una multiplicidad de rostros. Sander, quizás, teniendo en cuenta lo recién indicado, no habría hecho otra cosa, finalmente, que mostrar que esa supuesta unidad está de suyo fragmentada y que, por el contrario, es en esa multiplicidad de rostros fugaces y ateridos donde anida la verdadera soberanía.

[1] John Berger, Modos de ver, p. 122

[2] Miguel Rojas Mix, América imaginaria

[3] Ibíd., 155

Más allá del Estado de Plaga

Alberto Toscano

Es común, cuando se comentan crisis de diversa índole, señalar su capacidad para revelar repentinamente lo que la reproducción aparentemente fluida del status quo deja pasar desapercibido, para traer los bastidores a la primera plana, arrancarnos las escamas de los ojos, y así sucesivamente. El carácter, la duración y la magnitud de la pandemia del SARS-CoV-2/Covid-19 constituyen una ilustración particularmente completa de esta vieja verdad “apocalíptica”. Desde la exposición diferencial a la muerte diseñada por el capitalismo racial hasta la prioridad del trabajo de atención sanitaria, desde la atención a las condiciones letales de encarcelamiento hasta la disminución de la contaminación visible a simple vista, las “revelaciones” catalizadas por la pandemia parecen tan ilimitadas como su actual impacto en nuestras relaciones sociales de producción y reproducción.

La dimensión política de nuestra vida colectiva no es una excepción. Proliferan los estados de alarma y de emergencia, se crean verdaderas dictaduras sanitarias (la más grave en Hungría), se militariza una emergencia de salud pública y lo que The Economist denomina un “coronopticon” se somete a diversas pruebas beta en poblaciones presas del pánico.[1]  Sin embargo, sería demasiado simple reprender las diversas formas de autoritarismo médico que han aparecido en la escena política contemporánea. Especialmente para aquellos que se han dedicado a preservar futuros emancipadores tras las secuelas de la pandemia, es crucial reflexionar sobre la profunda ambivalencia respecto al Estado que esta crisis pone en evidencia. Asistimos a un deseo de Estado generalizado, una exigencia de que las autoridades públicas actúen con rapidez y eficacia, que doten de recursos adecuados a la “primera línea” epidemiológica, que se aseguren los puestos de trabajo, los medios de subsistencia y la salud ante una interrupción sin precedentes de la “normalidad”. Y, corrigiendo una progresiva arrogancia esperanzadora, en la que toda la represión tiene un origen descendente, se respira también una demanda general de que las autoridades públicas repriman rápidamente a quienes adoptan un comportamiento imprudente o peligroso.

Dados nuestros limitados imaginarios políticos y retórica – pero también, discutiré, la naturaleza misma del Estado – este deseo está abrumadoramente articulado en términos marciales. Nuestros oídos se embotan con las declaraciones de guerra contra el coronavirus: el “vector en jefe”, como lo ha llamado amablemente Fintan O’Toole,[2] twittea que “El Enemigo Invisible pronto entrará en plena retirada”, mientras que un Primer Ministro del Reino Unido convaleciente habla de “una lucha que nunca emprendimos contra un enemigo que todavía no comprendemos del todo”; se sacan a relucir las descarriadas analogías nacionalistas con el “Espíritu del Blitz”, mientras que se promulgan temporalmente poderes legislativos de tiempos de guerra para nacionalizar las industrias con el fin de producir respiradores y equipos de protección personal. Por supuesto, librar una guerra contra un “virus” no es, en última instancia, más convincente que librar una guerra contra un sustantivo (es decir, el terror), pero es una metáfora profundamente arraigada tanto en nuestro pensamiento sobre la inmunidad y la infección, como en nuestro vocabulario político. Como atestigua la historia del Estado y de nuestras percepciones de él, a menudo es sumamente difícil separar lo médico de lo militar, ya sea a nivel de ideología o de práctica. Sin embargo, al igual que la detección de los “puntos calientes” capitalistas que se encuentran tras esta crisis no nos exime de hacer frente a nuestras propias complicidades,[3] reprender la incompetencia política y la malevolencia que abunda en las respuestas a Covid-19 no nos otorga ninguna inmunidad para hacer frente a nuestro propio deseo contradictorio de Estado.

La historia de la filosofía política puede quizás arrojar alguna luz parcial sobre nuestro predicamento. Después de todo, el nexo entre la alienación de nuestra voluntad política a un soberano y la capacidad de éste para preservar la vida y la salud de sus súbditos, especialmente frente a epidemias y plagas, está en los orígenes mismos del pensamiento político moderno occidental, que, para bien y sobre todo para mal, sigue moldeando nuestro sentido común. Tal vez el mejor ejemplo de ello sea una máxima acuñada por el antiguo hombre de Estado y filósofo romano, Cicerón, y adoptada luego en el período moderno temprano – es decir, la época de la gestación del Estado capitalista moderno – por Thomas Hobbes, Baruch Spinoza, John Locke y el insurgente nivelador William Rainsborowe: Salus populi suprema lex (la salud del pueblo debe ser la ley suprema). En este eslogan engañosamente simple se puede identificar gran parte de la ambivalencia que conlleva nuestro deseo de Estado: puede interpretarse como la necesidad de subordinar el ejercicio de la política al bienestar colectivo, pero también puede legitimar la concentración absoluta de poder en un soberano que monopoliza la capacidad de definir tanto lo que constituye la salud, como quién es el pueblo (con este último mutando fácilmente en un ethnos o raza).

Portada del Leviathan de Hobbes.

Revisar nuestra historia política y nuestros imaginarios políticos a través del eslogan de Cicerón en lugar de, digamos, a través de un enfoque único en la guerra como la “partera” del Estado moderno, es particularmente instructivo en nuestra era pandémica. Tome una copia del Leviatán de Thomas Hobbes (1651) y mire la famosa imagen que probablemente adorne su portada (en el original se situaba en el frontispicio, que daba a la página del título). Seguramente se sentirá conmovido por la forma en que Hobbes encargó a su grabador que representara al soberano como una cabeza mirando hacia fuera sobre un “cuerpo político” compuesto por sus súbditos (todos mirando hacia dentro o hacia arriba al rey). O bien podría escudriñar el paisaje para observar la ausencia de trabajo en los campos y los distantes signos de guerra (barricadas, barcos de guerra en el horizonte, columnas de humo de cañón). O podría deambular por los iconos del poder secular y religioso dispuestos a la izquierda y a la derecha de la imagen. En lo que probablemente no se fijará es en que la ciudad sobre la que se cierne el “Hombre Artificial” de Hobbes está casi totalmente vacía, salvo por algunos soldados de patrulla y un par de figuras ominosas con máscaras de pájaro, difíciles de distinguir sin aumento. Estos son médicos de la peste. La guerra y las epidemias son el contexto para la incorporación de sujetos ahora impotentes en el soberano, así como para su reclusión en sus hogares en tiempos de conflicto y contagio. Salus populi suprema lex.

En un reciente comentario sobre Hobbes, el filósofo italiano Giorgio Agamben (cuyo editorial sobre el Covid-19 como mera oportunidad para la intensificación del estado de excepción ha sido ampliamente criticado), señaló amablemente que el frontispicio del Leviatán es un poderoso indicio de un aspecto definitorio de ese Estado moderno que el pensamiento de Hobbes hizo tanto por moldear y legitimar: la ausencia del pueblo o, en griego, ademia. Los médicos de la peste de Hobbes sugieren así una especie de vínculo secreto entre, por un lado, la ausencia del pueblo, el demos (como cualquier otra cosa que no sea una multitud a ser contenida y alienada por el soberano del Estado), y, por otro, las crisis periódicas provocadas por epidemias (literalmente, “en el pueblo”, epi + demos) y pandemias (literalmente, “todo el pueblo”, pan + demos). El Estado moderno, con su monopolio del poder, es un estado de plaga.

Un argumento similar, y pertinente en nuestros tiempos de auto-aislamiento, blindaje y distanciamiento social, fue presentado por el filósofo francés Michel Foucault. En sus conferencias sobre el surgimiento moderno de la figura social de lo “anormal”, Foucault se preguntaba en qué condiciones Europa asistió a un cambio de las formas de gobierno que excluían, prohibían y desterraban, a las técnicas de poder que buscaban observar, analizar y controlar a los seres humanos, para individualizarlos y normalizarlos. Su sugerencia fue que nos centráramos en la transición entre dos formas de tratar las enfermedades infecciosas, de la política de la lepra a la política de la peste. Según Foucault, el paso de la separación entre dos grupos, los enfermos y los sanos, materializada en las colonias de leprosos o lazzaretti, al meticuloso gobierno de la ciudad de la peste, casa por casa, señaló un cambio trascendental en el gobierno de nuestro comportamiento, sirviendo en última instancia como condición previa para nuestra comprensión del poder político y la representación, la ciudadanía y el Estado. La descripción de Foucault del despliegue de poder en una ciudad de la peste ofrece un testimonio sorprendente de la idea de que todavía vivimos en gran medida en el espacio político que surgió en la Europa del siglo XVIII, en lo que él llamó el “sueño político” de la peste (el “sueño literario” de la peste era el de la anarquía y la disolución de las fronteras sociales e individuales):

Los centinelas tenían que estar siempre presentes en los extremos de las calles, los inspectores de los barrios y distritos debían hacer su inspección dos veces por día, de tal manera que nada de lo que pasaba en la ciudad podía escapar a su mirada. Y todo lo que se observaba de este modo debía registrarse, de manera permanente, mediante esa especie de examen visual e, igualmente, con la retranscripción de todas las informaciones en grandes registros. […] No se trata de una exclusión, se trata de una cuarentena. No se trata de expulsar sino, al contrario, de establecer, fijar, dar su lugar, asignar sitios, definir presencias, y presencias en una cuadrícula. No rechazo, sino inclusión. Deben darse cuenta de que no se trata tampoco de una especie de partición masiva entre dos tipos, dos grupos de población: la que es pura y la que es impura, la que tiene lepra y la que no la tiene. Se trata, por el contrario, de una serie de diferencias finas y constantemente observadas entre los individuos que están enfermos y los que no lo están. Individualización, por consiguiente, división y subdivisión del poder, que llega hasta coincidir con el grano fino de la individualidad.[4]

Cuando el encierro de los leprosos operaba en la marcada división de grupos entre los enfermos, es decir, los contagiosos, y los sanos, la vigilancia de la plaga funciona en grados de riesgo, trazando un mapa del comportamiento y la susceptibilidad de los individuos en las ciudades, territorios y movilidades. No se trata de una norma moral o médica, sino de un esfuerzo continuo para normalizar el comportamiento de los individuos, convirtiéndose todos y cada uno de ellos en portadores de una amenaza potencial que solo puede gestionarse mediante la recogida de datos (los grandes registros que llevan los vigilantes). El gobierno de la peste es, pues, un precursor de la obsesión política por el “individuo peligroso”, que reúne (y confunde) fenómenos de contagio, delincuencia o conflicto.  En la era del capitalismo de vigilancia y del poder algorítmico, las prácticas de normalización dirigidas al individuo peligroso acumulan una enorme fuerza de cálculo, cada vez más fina. Pero también son, como los relatos de autoaislamiento de Daniel Defoe en Diario del año de la peste, un asunto cada vez más voluntario, mientras que la prolongación de la pandemia y su amenaza para la salud individual y colectiva pueden servir de argumento convincente no solo para la intensificación de los poderes del Estado, sino para ese examen y registro, esa relativización de la “privacidad”, de la que la ciudad de la peste de Foucault fue el dramático precursor.

En vista de esta larga y profundamente arraigada historia del estado de peste, del poder de plaga, ¿es posible imaginar formas de salud pública que no sean simplemente sinónimo de la salud del Estado, respuestas a las pandemias que no afiancen aún más nuestro deseo de y connivencia con los monopolios soberanos del poder? ¿Podemos evitar la tendencia aparentemente inextricable de tratar las crisis como oportunidades para una mayor ampliación y profundización de los poderes del Estado, en ausencia y aislamiento del pueblo? La historia reciente de las epidemias en África occidental sugiere la importancia vital de que los epidemiólogos piensen como las comunidades, y las comunidades piensen como los epidemiólogos,[5] mientras que el pensamiento crítico sobre los profundos límites de la estrategia de bloqueo sin la institución de los “escudos comunitarios” se mueve en una dirección similar.[6]

Las pandemias no tienen por qué ser pensadas, por analogía con la guerra, como argumentos biológicos para la centralización del poder. Si el período de posguerra que persiste como el objeto perdido de gran parte de la melancolía de la izquierda se caracterizó por el estado de bienestar/estado de guerra, la “salida” de nuestro predicamento no tiene por qué aceptar el bienestar-pensado como-guerra como su único horizonte. Esto es especialmente cierto una vez que reflexionamos sobre las profundas contradicciones que se están desgarrando en las costuras del gobierno entre las prioridades epidemiológicas y de salud pública, por un lado, y los imperativos capitalistas, por el otro. En otras palabras, cuando la salud de la población y su reproducción social se ha visto profundamente entrelazada con los imperativos de la acumulación -los mismos que determinan la contribución de la industria agraria a la crisis actual y el abandono de la ‘Big Pharma’ para aliviarla- el Estado puede ser intrínsecamente incapaz de pensar como un epidemiólogo.

Una vía especulativa para empezar a separar nuestro deseo de Estado de nuestra necesidad de salud colectiva implica dirigir nuestra atención a las tradiciones de lo que podríamos llamar “biopoder dual”, es decir, el intento colectivo de apropiarse políticamente de aspectos de la reproducción social, desde la vivienda hasta la medicina, que el Estado y el capital han abandonado o han hecho insoportablemente excluyentes, en una “epidemia de inseguridad” diseñada.[7]  La salud pública (o popular o comunal) no solo ha sido el vector de la toma de poder recurrente del Estado, sino que también ha servido de puntal para pensar el desmantelamiento de las formas y relaciones sociales capitalistas sin basarse en la premisa de una ruptura política en las operaciones de poder, sin esperar al día siguiente revolucionario. Los experimentos brutalmente reprimidos de los Panteras Negras con programas de desayuno, detección de anemia falciforme y un servicio de salud alternativo son solo una de las muchas instancias antisistémicas de este tipo de iniciativa comunitaria. El gran desafío actual es pensar no solo en cómo se pueden replicar esos experimentos políticos en una variedad de condiciones sociales y epidemiológicas, sino en cómo se pueden ampliar y coordinar, sin renunciar al propio Estado como escenario de lucha y demandas. El eslogan que los Panteras adoptaron para sus programas representa quizás un adecuado contrapeso y reemplazo para el vínculo hobbesiano entre la salud, la ley y el Estado: Survival Pending Revolution (Supervivencia pendiente de revolución).

Notas

[1] ‘Creating the coronopticon’, The Economist, 28 de marzo de 2020, disponible en: https://www.economist.com/printedition/2020-03-28

[2] Fintan O’Toole, ‘Vector in Chief’, The New York Review of Books, 14 de mayo de 2020, disponible en: https://www.nybooks.com/articles/2020/05/14/vector-in-chief/

[3] Rob Wallace, ‘Capitalism is a disease hotspot’ (entrevista), Monthly Review Online, 12 de marzo de 2020, disponible en: https://mronline.org/2020/03/12/capitalism-is-a-disease-hotspot/

[4] Michel Foucault, Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975), trad. Horacio Pons (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007), p. 52-53.

[5] Alex de Waal, ‘New Pathogen, Old Politics’, Boston Review, 3 de abril de 2020, disponible en: https://bostonreview.net/science-nature/alex-de-waal-new-pathogen-old-politics, con referencia al libro de Paul Richards, basado en su investigación en Sierra Leona, Ebola: How a People’s Science Helped End an Epidemic (Londres: Zed Books, 2016).

[6] Anthony Costello, ‘Despite what Matt Hancock says, the government’s policy is still herd immunity’, The Guardian, 3 de abril de 2020, disponible en: https://www.theguardian.com/commentisfree/2020/apr/03/matt-hancock-government-policy-herd-immunity-community-surveillance-covid-19

[7] ‘Interview: Dr. Abdul El-Sayed on the Politics of COVID-19’, Current Affairs, 7 de abril de 2020, disponible en: https://www.currentaffairs.org/2020/04/interview-dr-abdul-el-sayed-on-covid-19

Pensar la naturaleza de Hegel en tiempos de pandemia

TEXTO DE VALERIO ROCCO LOZANO, DIRECTOR DEL CBA

En los últimos meses, el Círculo de Bellas Artes ha puesto en marcha dos iniciativas relevantes, sólo aparentemente desconectadas entre sí. La primera es el conjunto de acciones “Círculo Por el Clima”, que aspira a crear espacios para una reflexión ecologista, que aborde de manera compleja e interdisciplinar la actual crisis climática. Un ejemplo de las actividades enmarcadas en este sello serán las jornadas “Recuperar la primavera. Encuentros sobre ecología y política”, que tendrán lugar en junio en colaboración con el colectivo “Contra el diluvio”. Con estas jornadas pretendemos abrir el Círculo de Bellas Artes a la nueva generación de activistas contra el cambio climático y, al mismo tiempo, ofrecer al público habitual de nuestras actividades culturales un acercamiento riguroso, pero también accesible y novedoso a este tema que a todos atañe.

La iniciativa #CírculoPorElClima vino acompañada de un cambio de color en el encabezamiento de la página.

La segunda iniciativa, de carácter internacional y a la que el Círculo se ha adherido como punto de referencia en España, es el sello “Hegel Now!”, que pretende coordinar a nivel mundial todas las acciones que se enmarquen en el 250 aniversario del nacimiento del filósofo alemán G. W. F. Hegel. Una serie de publicaciones, que ha arrancado con la del libro Hegel: Lógica y constitución, coordinado por Félix Duque, así como numerosas conferencias y jornadas pondrán sobre la mesa la vigencia hoy del autor de la Fenomenología del Espíritu. Una de las peculiaridades de nuestra aproximación a esta conmemoración de Hegel será buscar los puntos de contacto con las otras dos personalidades de las que celebramos un cuarto de milenio desde su nacimiento: Hölderlin y Beethoven. En concreto, los días 16-18 de diciembre celebraremos en el Círculo un congreso titulado “Una amistad estelar: Hegel y Hölderlin”, en colaboración con la Universidad Autónoma de Madrid, la Universidad Complutense de Madrid, la Universidad de Verona y la Universidad de Jena.

Tomando como punto de partida estas dos importantes iniciativas, este post pretende encontrar una posible conciliación o síntesis entre ambas (algo de por sí ya muy hegeliano), preguntándose de qué manera Hegel puede ser útil, hoy en día, para una reflexión y una lucha ecologistas. De paso, en el marco de la actual crisis coronavírica, nos preguntaremos si una aproximación ecologista-hegeliana al concepto de naturaleza puede ayudar a descifrar filosóficamente la situación por la que estamos atravesando.

A pesar de lo que pueda parecer a primera vista, la posibilidad de utilizar algunos elementos del pensamiento hegeliano para una filosofía ecologista hoy en día no es descabellada. En el reciente libro de Andy Blunden titulado Hegel for Social Movements hay un amplio espacio dedicado al ecologismo. La filósofa Alicia Puleo (sin ir más lejos, en su reciente conferencia inaugural del último congreso de la Sociedad Académica de Filosofía) reivindica ciertos elementos de la Ilustración alemana en su discurso ecofeminista. En el mismo sentido, varias filósofas actuales de la talla de bel hooks, Shannon Mussett o Luciana Cadahia acuden a determinados conceptos de Hegel para un pensamiento feminista. ¿Por qué no sería posible hacer algo parecido con el concepto hegeliano de naturaleza?

A primera vista, como se ha dicho, esta operación parece sumamente difícil. Tomemos por ejemplo una de las frases más conocidas de Hegel, y de las más incompatibles con este propósito: «la muerte de la naturaleza es la vida del espíritu». Esta expresión tan polémica y chocante, que se encuentra con algunas variaciones en muchos lugares de los escritos de este filósofo, debe ser comprendida adecuadamente con el fin de ofrecer una definición de “naturaleza” de raigambre hegeliana que pueda ser operativa para el pensamiento contemporáneo ecologista, y muy especialmente para estos tiempos de pandemia.

El propósito hegeliano, en general, es destruir los dualismos de la primera modernidad. No sólo los dualismos metafísicamente fuertes, como el de Descartes (con su división entre res cogitans y res extensa), sino también los metafísicamente débiles, como los de Spinoza o Leibniz, donde el problema de las relaciones entre naturaleza y mente vuelve una y otra vez a pesar de un aparente monismo. También el dualismo de Kant, de orden gnoseológico y moral, es insuficiente para Hegel, que plantea en última instancia su método especulativo para buscar la raíz común (de naturaleza lógica) que subyace a naturaleza y espíritu.

La naturaleza es presentada al final de la Ciencia de la Lógica (y de la pequeña Lógica en la Enciclopedia) como desecho (“Abfall”) de la idea absoluta. Esta expresión también ha causado no pocas incomprensiones: en el manual de Historia de la filosofía de Nicola Abbagnano y Giovanni Fornero, por ejemplo, la parte dedicada a la filosofía de la naturaleza de Hegel se tituló durante mucho tiempo “La pattumiera dello spirito” (la papelera o el vertedero del espíritu), lo cual nuevamente hace difícil pensar en una conciliación de la filosofía hegeliana con el movimiento ecologista. Más propiamente, “Abfall der Idee” no es el desecho, sino la caída de la Idea en la multiplicidad informe a la que da lugar el desmembramiento, el “despedirse de sí” de la unidad de la Idea Absoluta. A pesar de esta aparente recaída de Hegel en un dualismo que contrapone el concepto y la naturaleza como lo más opuesto entre ellos, todo el propósito de su sistema, como se ha dicho, es la superación dialéctica de esta contraposición. En efecto, este “despedirse de sí” de la Idea en la naturaleza revela la expresión material de la lógica y al mismo tiempo el íntimo contenido lógico de lo natural. Todo ello frente a las ensoñaciones románticas de una filosofía de la naturaleza (Naturphilosophie) que renuncia a una comprensión racional, científica de la naturaleza.

La Enciclopedia de Hegel, su obra más sistemática (y quizás también más comprensible) culmina con tres famosos silogismos, que muestran la íntima copertenencia circular entre los tres términos centrales de su filosofía: lógica, naturaleza y espíritu. Este triple silogismo especulativo no es algo estático, sino que está en continuo movimiento, porque nunca logra su objetivo de atrapar completamente a través de la forma (lógica, conceptual), la variedad y multiplicidad del contenido natural. Por tanto, pensar la naturaleza remite inexorablemente a la actividad del ser humano de transformar lo dado en sabido, lo natural en cultural. Esta es la praxis humana, que Hegel pone justamente al inicio mismo de la “Filosofía de la Naturaleza”. De manera muy significativa, “prácticamente” (“praktisch”) es la primera palabra de esta sección, que comienza con la frase: «El hombre se comporta prácticamente hacia la naturaleza como algo inmediato y exterior». Este comportamiento práctico hacia la naturaleza, sin embargo, no es de mero dominio, como sí se puede encontrar en el principio de Fichte de la acción de hecho (Tathandlung), donde el no-yo, la naturaleza, es mera excusa para el lucimiento del yo. En Hegel encontramos un comportamiento hacia la naturaleza mucho más complejo, no pocas veces cercano al cuidado, y que tiende a revelar los íntimos lazos entre actividad espiritual y entorno natural, a pesar de que siempre quedará un “resto” natural inasimilable para el concepto.

La imposibilidad de dar completamente cuenta del contenido material a través de una forma lógica, esta continua resistencia de la naturaleza a ser recogida en la forma espiritual, constituye el lado dramático, pero también “honesto” y siempre motivador, de la filosofía de Hegel.

El continuo resurgir de las potencias telúricas (la sangre, la violencia, la muerte; en suma, la irracionalidad), frente a la voluntad de reducirlas a concepto está expresado en dos lugares (más concretamente, dos finales) fundamentales. El primero –al que ya se ha aludido– es el cierre de la Ciencia de la Lógica. El segundo lugar decisivo en que puede detectarse una filosofía hegeliana de la naturaleza como “resto” es el final mismo del sistema enciclopédico: el tercer silogismo especulativo con el que se cierra la Enciclopedia (§ 577) queda abierto por el lado de la naturaleza, esto es, del continuo desparramarse de singularidades que ninguna universalidad conceptual podrá comprehender absolutamente. Y menos mal: Hegel comprendió muy bien que la perfecta fusión de forma y contenido es un proyecto totalitario quizás al alcance sólo de Dios, o de quien actúe en su nombre, normalmente con la violencia abstracta tendente a la brutal uniformización de las diferencias.

Con estas premisas, y si hubiera que dar una definición basada en Hegel, la naturaleza podría ser definida como “resto inasimilable”: un resto aconceptual, irracional, que –frente a las interpretaciones escolares de Hegel de todo signo– nunca se dejará amoldar al lecho de Procusto de una Ciencia de la Lógica que precisamente por ello necesitó ser continuamente reescrita, dando cuenta de las transformaciones de su propia época en la comprensión de la naturaleza, de lo material.

En este sentido, entendida como resto inasimilable, la naturaleza es nuestro límite, el recordatorio del carácter finito y precario de una humanidad que con demasiada facilidad se vuelve soberbia en virtud de su presunto conocimiento omnímodo, de su voluntad inmoderada de transformación del mundo y su vana aspiración a la inmortalidad. La naturaleza es la catástrofe, la locura, lo telúrico, que queda como trasfondo o resto ineliminable del horizonte de toda existencia, por más que la actividad humana (llamémosla “cultura”) aspire a intentar negarla. Y ello por su propia etimología. 

“Natura”, desde su origen en latín, no es pensable sin su opuesto, “cultura”. Es importante recalcar que ambos términos son participios futuros de sus respectivos verbos, y que por tanto remiten a un horizonte más normativo que descriptivo. “Natura” son las cosas que han de nacer y brotar espontáneamente, sin previsión ni intervención por parte del hombre. La cultura surge como una respuesta en función del doble significado del verbo latino “colo”: “cultivar” y “rendir culto”. La cultura es un conjunto de estrategias colectivas, agrícolas y religiosas, labrando la tierra y ofreciendo sacrificios a los dioses tutelares de cada ámbito de la realidad, para intentar influir en elementos naturales como el clima, la salud, la fertilidad o la muerte.

La naturaleza, por tanto, puede ser entendida a partir de su etimología como el incontenible brotar inexplicable e imprevisible de la negatividad, del límite. Catástrofes como terremotos e inundaciones, ataques de locura y de violencia individual y colectiva, enfermedades repentinas, incomprensibles e incurables, y en última instancia la muerte, serían ejemplos de lo que podría entenderse por “naturaleza” en este sentido. La praxis humana de la que habla Hegel en la Enciclopedia estará orientada a contener y limitar estas apariciones dramáticas, estos brotes naturales a los que es imposible encontrar sentido o explicación. La actual pandemia de coronavirus, por cierto, es una de las mejores ejemplificaciones de lo que podría entenderse como un “brote natural”, que en la tradición griega podría comprenderse adecuadamente a través de la noción de azar.

Si se entiende la naturaleza en este doble sentido de “resto inasimilable” y de “brotar incontrolable”, la frase hegeliana de la que partíamos («la muerte de la naturaleza es la vida del espíritu») puede por tanto tener una vigencia actual. Sin embargo, para ello es preciso traducirla adecuadamente viendo el original alemán: “absterben dem natürlichen” (“morir a lo natural”), y no “Todt der Natur” (muerte de la naturaleza). Su traducción correcta por tanto sería:  «morir a lo natural es la vida del espíritu».

No es imaginable una vida humana sin un intento constante de enfrentarse a esos brotes inexplicables de negatividad, irracionalidad, dolor, violencia y muerte. La actual lucha contra la pandemia es de hecho expresada y comprendida inmediatamente como una batalla, una guerra, contra un enemigo que amenaza algo más que un conjunto de vidas individuales. Sin embargo, al mismo tiempo, no es deseable una vida humana que pretenda la cancelación total de ese resto inasimilable. La actividad práctica hacia la naturaleza es la de una negatividad determinada, una contraposición a partir de la cual nuestro vivir cobra sentido, pero que nunca debe desembocar en la arrogancia de la pretensión de una aniquilación absoluta de nuestros límites. La meta del adelgazamiento del resto inasimilable y de la contención del brotar incontrolable es un ideal asintótico, inalcanzable, condenado siempre a un (feliz) fracaso. El morir a lo natural (es, decir, la negación determinada y nunca completa que logra un equilibrio dinámico con la naturaleza) es la vida del espíritu. La muerte de la naturaleza (esto es, la aniquilación total o la negación abstracta de todo límite) es en cambio la muerte a secas, la nada.

En virtud de estas consideraciones acerca de la naturaleza y de la chocante frase hegeliana, también es posible reflexionar sobre lo que pueda significar hoy ese “espíritu” que aparentemente, al menos en parte, se le contrapone. No hay que olvidar que el joven Hegel, en la etapa de Frankfurt, denominó “vida” a lo que posteriormente, a partir de 1801, llamó “espíritu”. En este sentido, lo que llamamos ecosistema o medio ambiente, palabras sintomáticas porque en ellas late respectivamente la sistematicidad y la mediación (y están por tanto transidas de racionalidad), podrían ser englobadas en el concepto de espíritu, enriquecido por nociones contemporáneas como equilibrio dinámico o simbiosis.

El actual brote de coronavirus (por cierto: independientemente de su origen espontáneo o en un laboratorio, como afirman locas teorías conspiranoicas) es una súbita irrupción de negatividad natural que destruye este equilibrio vital-espiritual y nos conduce a una absoluta indefensión (nacida ante todo de la incomprensión). Es la potencia de la naturaleza frente al espíritu. En cambio, recíprocamente, un incendio descontrolado de la selva amazónica por parte de un pirómano no sería una destrucción de la naturaleza a manos de fuerzas espirituales, sino justo al revés: es una aniquilación del espíritu (de la vida, del medio ambiente, del ecosistema, del equilibrio dinámico) a manos de la naturaleza (esto es: la violencia abstracta y la asimetría vertical, la locura individual o la irracionalidad de un capitalismo especulativo voraz y suicida).

Seguramente esta reivindicación de un Hegel útil para la lucha ecologista tenga que ser afinada, matizada o enriquecida a través de una reflexión colectiva. Para este fin están los blogs, como este, pero también las dos iniciativas (“Círculo Por El Clima” y “Hegel Now!”) que, a lo largo de este año tan insólito, nos permitirán compartir análisis de todo tipo sobre estos aspectos cruciales para nuestro presente.

Houdini reloaded: El poder de las series y las series del poder

El poder de las series y las series del poder

TEXTO DE IVÁN DE LOS RÍOS.

Malos tiempos para la rumia. En estos días extraños, la ralentización del mundo parece multiplicar la voluntad de aforismo y la frase de camiseta. Recorremos los libros que reptan bajo nuestras camas en busca de una sentencia inteligente, un apotegma que aglutine la singularidad de esta experiencia inédita. Una frase para twitter, tal vez. Una cita para un paper. Un suspiro. Una ventana de lucidez frente a la pandemia. El lector rumiante solicitado por Nietzsche en sus escritos vegeta en nuestra alcoba más atontado que nunca. No tenemos fuerzas. Nos falta el ánimo y la energía. Nos pueden la desidia y el desamparo. Nos parece mucho más fácil abrir 2666 de Roberto Bolaño y secuestrar el verso de Baudelaire con que el chileno abre su descenso a los infiernos del feminicidio: “Un oasis de horror en un desierto de aburrimiento”.

Así estamos: animales inteligentes con los ojos bien abiertos; animales en mitad del horror de la pandemia, la violencia, la estupidez, la enfermedad, la injusticia y la muerte; animales indignados que, pese a todo, se aburren como ostras. Y cuando uno se aburre como una ostra y, además, se sabe rodeado por el horror y el sinsentido, entonces tiende inevitablemente al universo (siempre fiable) del entretenimiento y la distracción. Ese universo carcelario -sin barrotes ni celdas- que Huxley solía identificar con la dictadura perfecta en sede democrática:
IMAGEN 2 o cita

Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros de la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud, en el que gracias al consumo y el entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre.

Aldous Huxley Un mundo feliz (1932).

Se oye mucho hablar estos días del escape y la fuga. Huir de la pandemia y de la propia casa. Escapar de la peste en el exterior y del enclaustramiento en el interior. Huir de la realidad mediante el recurso a las diferentes formas de ocio audiovisual que atraviesan nuestras vidas. En mitad del horror, tan aburridos, ¿qué nos queda sino consumir ficción televisiva? ¿Qué podemos hacer más que ver series y más series? Dios bendiga a las series; Dios bendiga a las series que nos salvaron del encierro; las series que nos distrajeron; las miniseries que nos ayudaron a escapar de esta cárcel de sufrimiento absurdo y de los primos, la abuela, la cuñada y el tío Juan. En tiempos de penuria y de cuarentena; en tiempos de pandemia y de injusticia, nada mejor que una buena dosis de distracción y entretenimiento.
¿O no?
Pues no. Al menos no así, tan a las bravas. ¿Se puede pensar con y contra la ficción desde la ficción misma? Quizás estos sean malos tiempos para la rumia intelectual, pero nunca lo son para leer a Pascal:

MISERIA. -La única cosa que nos consuela de nuestras miserias es el divertimiento, y, sin embargo, es la más grande de nuestras miserias. Porque es lo que nos impide principalmente pensar en nosotros, y lo que nos hace perdernos insensiblemente. Sin ello nos veríamos aburridos, y este aburrimiento nos impulsaría a buscar un medio más sólido de salir de él. Pero el divertimiento nos divierte y nos hace llegar insensiblemente a la muerte

Blaise Pascal. Pensamientos (1670)

Esta frase no cabe en la camiseta. ¿Y esta?: «Los hombres, no habiendo podido remediar la muerte, la miseria, la ignorancia, han ideado, para ser felices, no pensar en ellas». Y para no pensar en la muerte, la miseria, la ignorancia y la pandemia, hay quien decide ingerir a dos manos una ficción audiovisual orientada a facilitar la huida de la realidad. Pero: ¿y si no es eso lo que queremos? ¿Y si lo que queremos, ahora más que nunca, encerrados en casa y desenmascarados en nuestra arrogancia “primermundista” de primates excepcionales, es pensar a fondo lo que nos pasa? ¿Y si queremos estar a la altura del Oráculo de Delfos?: conócete a ti mismo.

La reflexión sobre la intimidad siempre ha sido una reflexión política y al revés: la reflexión sobre la comunidad apunta al desciframiento de nosotros mismos. ¿Qué puede decirnos la ficción audiovisual de nosotros mismos? ¿Qué pueden hacer las series además de narcotizarnos en el sofá? ¿Acaso el mercado serial no se nos presenta hoy como la expresión más preclara de una sociedad de consumo cada vez más incapacitada para pensarse críticamente por medio de imágenes en movimiento? ¿Qué verdades puede desvelar el arte de la falsificación por excelencia? Que nadie se confunda, dice el escritor argentino Juan José Saer: «no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la “verdad”, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria».(J.J. Saer, El concepto de ficción)

En el curso de verano El poder de las series y las series del poder (29 de junio – 3 de julio, 2020) de la Escuela de las Artes, nos hubiera gustado contar con Roberto Bolaño y con Juan José Saer. Ambos nos habrían explicado con calma, lucidez, rigor y sentido del humor que la ficción no elude el compromiso de la verdad, sino que aspira a estrategias de aproximación no rudimentarias al presente que nos atraviesa; nos habrían mostrado que ese presente está siempre abierto a la pregunta: ¿se puede vivir de otra manera? Nos habrían ayudado a entender que en mitad del horror y ante el espejismo del aburrimiento, la responsabilidad cívica del espectador pasa por una revisión crítica de las propias convicciones y por el escrutinio racional de las fuerzas ficticias que imperan en nuestros tiempos.

A esas fuerzas queremos dedicarles un esfuerzo más: no con el fin de huir de la realidad, sino, precisamente, para ponerla a prueba. Para interrogarla y, al hacerlo, ponernos a prueba a nosotros mismos y a la sociedad en la que vivimos.

Iván de los Ríos es profesor de Filosofía en la UAM y ha participado en algunos actos del Círculo, como en el diálogo online Azar. Un atlas filosófico de la pandemia en Los lunes, al Círculo.

Los secretos de Minerva en la azotea del Círculo de Bellas Artes

La azotea del Círculo de Bellas Artes con la diosa Minerva y el torreón al fondo.

La azotea del Círculo de Bellas Artes es una de las principales atracciones turísticas de toda la ciudad de Madrid y el espacio más conocido y querido del edificio. Pero mucha gente desconoce algunos detalles interesantes que pasamos a contarte, muchos de ellos en relación a su diosa Minerva, que vela por todos los madrileños desde las alturas.

La azotea

Precisamente, comenzamos por todo lo alto. La azotea se encuentra a una altura de 46m desde la calle de Alcalá -55m desde el torreón y su punto más alto está a 66m-. Se trata de un espacio privilegiado desde el que se divisa una gran extensión de la ciudad en una panorámica de casi 360º solo obstruída por el mencionado torreón y el restaurante. En días despejados incluso puede verse la sierra de Guadarrama con sus montañas nevadas en invierno. Hace ya muchos años una parte de la misma estaba cerrada para su utilización como solarium, pero tras una de las reformas que sufrió desapareció como tal.
Actualmente es unos de los espacios más visitados del Círculo y acoge una cafetería restaurante llamada Azotea del Círculo. Cada semana, solo en nuestro horario de 9h a 14h y de 16h a 21h (las otras horas las contabiliza el restaurante), tenemos entre 4.800 y 6.000 visitantes (entre 685 y 857 diarios; entre 249.000 y 312.000 anuales).

Restaurante Azotea del Círculo, del Grupo Azotea.

La escultura de Minerva

Hierática, majestuosa y robusta encontramos en la azotea a la diosa Minerva de Juan Luis Vassallo, una escultura en bronce que representa a la diosa romana de la sabiduría, las artes, la estrategia militar, además de la protectora de Roma y la patrona de los artesanos y que tiene su espejo en la mitología griega con Palas Atenea, solo que en este caso, esta era la protectora de Atenas. Pesa 3.085 kilos y mide algo más de 6m. de altura, 7’60m. incluyendo la lanza, y fue izada el 24 de enero de 1966. Aunque el espacio para verla de frente es más reducido que en su espalda, desde ahí observaremos mejor a la diosa con su lanza, su casco, su escudo y el “búho” y la serpiente a su costado. Nos detenemos en estos detalles.

En el escudo o égida vemos la cabeza de Medusa, y es que Atenea ayudó a Perseo a derrotarla y este en compensación, le regaló la cabeza de esta para que al poner el escudo delante cualquiera que la mirara se convirtiera en piedra. También observamos el rayo de Júpiter, ya que Minerva era su hija preferida, nacida de su propia cabeza. Otro elemento interesante es el búho o lechuza que la escolta y que realmente es un mochuelo. En él se transfiguraba Minerva simbolizando la sabiduría y, en la cultura occidental, también la filosofía. No es raro ver en las casa o en los despachos de los filósofos algún búho escondido. Y terminamos con las serpientes a sus hombros, que pueden tener varios significados: desde que fueran serpientes de la cabeza de Medusa; pasando porque a Minerva se le atribuía la transfiguración en serpiente o que se le atribuyera la astucia de este reptil; hasta que se tratara de la referencia a un cuento cautelar que se contaba para que nadie abriera las cajas de las fiestas de las Tesmoforias en las que se decía que Atenea (Minerva) introducía a Erictonio con forma de serpiente.

La coronación del edificio del Círculo de Bellas Artes con la estatua ya estaba en el proyecto original de Antonio Palacios, pero no pudo realizarse por falta de presupuesto, pese a que ya entonces había una maqueta lista para su ejecución. En 1925 el escultor José Capuz había realizado un prototipo en escayola de la Minerva, de la que se conserva una fotografía, publicada en 1926 en el número 91 de la revista Arquitectura del COAM (Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid). Es la única prueba de su existencia. Por cierto, recomendados fervientemente los fondos digitalizados del COAM, que son muy curiosos e interesantes para comprender el desarrollo urbanístico de Madrid.

La erección definitiva de la Minerva en 1966 fue consecuencia de un concurso promovido tres años antes por la Junta Directiva del CBA, presidida por entonces por Joaquín Calvo-Sotelo. Se presentaron veintitrés maquetas, algunas de las cuáles se conservan en el archivo de la entidad.
Como curiosidad, Juan Luis Vasallo, el ganador, llevó la escultura a la fundición de Eduardo Capa en Arganda, donde se llevó al bronce. Allí, por cierto, se conservaba la maqueta original y el molde de la cabeza de la misma, al menos hasta 2005, fecha en la que se publicó el maravilloso libro Círculo de Bellas Artes. 125 años de historia (1880-2005), del cuál hemos extraído algunos de estos datos.

La diosa Minerva es el emblema del Círculo desde su fundación y se ha incluído siempre en todas las convocatorias y comunicaciones de la entidad. De hecho, el icono redondo de su cabeza figura en la cabecera de nuestra web y redes sociales. Ella ha sido testigo de grandes momentos, de fiestas, conciertos, presentaciones, etc., ha visto pasar por la azotea incluso a personajes como tú que nos lees, y ha presenciado algunos rodajes como el de Mujeres al borde de un ataque de nervios. ¿Os acordáis de las vistas del piso de Pepa en la película?

Disfruta de nuestras visitas guiadas y de la visita virtual del edificio del Círculo de Bellas Artes.

¿Quieres subir a la azotea siempre que quieras con un acompañante y sin colas? Hazte amiga o amigo del CBA.

Nathaly Ossa: «La música es revolución, una orquesta es un acto político»

Nathaly Ossa con la conferencia de Los lunes, al Círculo ¿Sólo música? Recorrido por los programas de transformación social a través de la música que están cambiando el mundo vino al Círculo de Bellas Artes a poner en valor los proyectos musicales que han sido capaces de cambiar y transformar la sociedad y a reivindicar su carácter político y revolucionario. La charla se vincula al concierto solidario que el Cuarteto Quiroga realiza en favor de Música ANPIL, una asociación que trabaja desde estas premisas con los niños y niñas de Haití.

Nathaly Ossa en un momento de la charla en Los lunes, al Círculo. Autor: Miguel Balbuena (CBA)

En incontables ocasiones la música ha servido para hablar a través de sus letras de compromiso social, feminismo, libertad, lucha, solidaridad… Sin embargo, Nathaly en esta conferencia fue un paso más allá al transmitir lo que la educación musical en sí tiene de revolucionario: como contrapeso a la destrucción, ofrece creación; contra la miseria, belleza; contra la guerra, arte. Sería algo así como destacar, no tanto el resultado o producto final, sino el proceso de cambio y transformación en el que está inmersa activamente la propia comunidad —no como mera receptora pasiva—, lo que le da aún mucho más valor.

Se suele decir que la cultura no es tan prioritaria en una sociedad en estado de shock, ya sea porque ha pasado un período de guerra, crisis, violencia, represión, dictadura o incluso después de una catástrofe natural; que lo primero es el hambre, la estabilidad económica, la sanidad…, pero Nathaly nos muestra a través de auténticos héroes como el maestro Abreu en Venezuela, Ron Davis en Suecia, Ahmad Sarmast en Afganistan, Jorge Peña en Chile o Juan Guillermo Ocampo en Colombia, que la música puede ser motor de cambio para una comunidad.

Si algo tienen en común todos ellos es que están locos porque si en Medellín en el 97 o el 98 nos dicen que frente al hambre, la muerte y la destrucción la solución es la música, es absurdo. No tiene lógica, pero a partir de las escuelas de música se crearon escuelas de teatro y danza, bibliotecas, sistemas de transportes en los barrios… la revolución en Medellín fue increíble.

Nathaly Ossa en Los lunes, al Círculo

Nathaly Ossa vivió en sus propias carnes la salvaje violencia narcoterrorista del cartel de Medellín y por eso destaca la importancia de la creación de la Red de Escuelas de Música de la ciudad en 1996 promovida por Juan Guillermo Ocampo. Un programa que más allá de la educación musical buscaba una formación personal de la juventud y que acabó por ser uno de los proyectos públicos bandera del municipio.

Fue muy duro para nosotros ver que por series y películas parecía como que lo que pasó fue algo bueno, cuando fue destructivo y horroroso. El cartel aquel de ¡Oh, blanca Navidad! en Sol, que tanta gracia hizo a algunas personas, para nosotros fue algo muy doloroso porque la lucha ha sido enorme. Más allá del emprendimiento y la innovación, el símbolo de Medellín son las políticas públicas que se han constituido en planes de desarrollo mantenidos en el tiempo y que han puesto por delante de todo la educación y la cultura, y sobre todo la música

Nathaly Ossa en Los lunes, al Círculo

Aún recuerdo aquel cartel y cómo se hablaba en torno a la apología de las drogas y a la libertad de expresión o a los límites del humor —discusiones eurocentristas—, pero es cierto que apenas se comentó el hecho de que esto fue algo muy traumático para un país como Colombia. Quizás nos falta demasiada empatía y cultura para reconocer estas cosas. Pero los datos igual sí que nos pueden dar una perspectiva del guantazo histórico que nos merecemos. Entre 1989 y 1993, en pleno auge del Cartel de Medellín, murieron alrededor de 5.500 personas en más de 620 atentados; entre ellos había población civil, con más de 400 muertos y más de 1.700 heridos. Estamos hablando de que en esos cuatro años, las víctimas durante el terror de Pablo Escobar multiplican por siete a los asesinados por ETA en los 35 años que van desde la muerte de Franco en 1975 hasta el último asesinato en 2010. ¿Alguien se puede imaginar la que se montaría si una publicidad de una serie sobre ETA hiciera alguna alusión jocosa del estilo de la de Narcos?

Volviendo a la intervención de Nathaly, hizo mención al narcoturismo surgido a partir de la serie, que llevaban a muchos a seguir los pasos de los narcos y a fotografiarse frente al edificio Mónaco, que simbolizaba el poder de Pablo Escobar. Indignada, recurrió al sarcasmo para explicar que «esto fue lo que el pueblo en votación pública decidió hacer con respecto a este edificio…»

Se implosionó. Sí. Vengan a tomarse al foto con los tres árboles que quedaron aquí. Después, hubo un concierto de la Filarmónica de Medellín, todos con máscaras contra el polvo. El 80% eran niños en el 96 cuando empezó la Red de Escuelas de Música de Medellín. Es una ciudad que dice no a esto y sí al arte, la cultura, la música, la educación.

Nathaly Ossa en Los lunes, al Círculo

Muchos años después, la ciudad de Medellín votó y se puso de acuerdo para borrar el mayor símbolo del terror narco que aún quedaba en pie. Y de nuevo surgen paralelismos, aunque evidentemente habría que establecer muchas diferencias, pero a mí me vienen a la cabeza algunos monumentos sobre los que aún hoy se duda que destino darles, como la Cruz del Valle de los Caídos. Algunos quieren dejarlo como está, otros derribarlo y otros darle un sentido, como cuando Winfried Nerdinger decía en la revista Minerva que «los monumentos que son representativos de la historia deben conservarse como lugar para producir diálogo. Resulta perturbador, pero se puede aprender de ellos.»

La conferencia está plagada de héroes anónimos a los que hemos mencionado anteriormente. José Antonio Abreu crea en 1975 el Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela —conocido popularmente como El Sistema—, que ofrece educación musical pública y gratuita y que se ha mantenido incluso en la Venezuela de hoy, inmersa en una crisis ideológica, económica y política. «Abreu hizo que la música se expandiera y que pasara a ser de mayorías para mayorías», explicó Nathaly, quien recordó los sueños ilimitados de los niños que generó Abreu, quien solía decir: «A través de la lucha llegan los sueños posibles, y gracias a ellos se forman repertorios, orquestas y giras imposibles».

Ron Davis Álvarez es uno de los chicos que surgieron de El Sistema para convertirse en grandes músicos comprometidos. Después de conformar la primera orquesta en Groenlandia de niños inuits en 2011, emigra definitivamente por la crisis y en 2016, en Gotemburgo, funda la Dream Orchestra conformada por niños y jóvenes, entre 8 y 19 años, refugiados de la guerra y la violencia de Siria, Afganistán, Irak, Irán, Palestina, Kurdistán, Albania, Eritrea, Angola y Somalia, con el objetivo de integrarlos a la sociedad sueca. Son más de 60 integrantes que nunca antes habían tocado un instrumento. «Los refugiados -puntualiza Nathaly- suelen ser vistos como gente rara, de otra cultura, extraños… si los ves tocando en una orquesta todo cambia.» La música como lenguaje universal.

Ya le gustaría a Superman haber salvado tantas vidas como a Ahmad Sarmast y en un clima en el que no te enfrentas a un villano, sino a las tradiciones y las costumbres más horribles incrustadas en sociedades enteras. El fundador del Instituto Nacional de Música de Afganistán en 2010, había emigrado con la llegada de los talibanes al poder. Cuando su poder cayó, regresó a un país devastado para volcar sus esfuerzos en los niños de la calle y las niñas en general y revitalizar la música que había estado prohibida. «La música transforma dramáticamente la vida de los niños» dice, y con esa premisa ha trabajado siempre. Incluso después de que atentaran contra él, en un ataque en el que murieron dos personas y en el que perdió parte de la audición en sus dos oídos y que le dejó secuelas psicológicas. Fue operado en Australia, donde le salvaron la vida y después de aquello, ¿qué hizo? Regresar a Afganistán y formar a las primeras mujeres directoras de una orquesta conformada a su vez solo por mujeres, la Orquesta de Zohra. «Hoy son un símbolo de lo que Afganistán ya no quiere perder», asegura Nathaly. La resistencia y la perseverancia acabaron con una pequeña transformación.

Por último, antes de mencionar a Vivaldi, como uno de los primeros músicos en volcarse con los más desfavorecidos, recordó a Jorge Peña que, inspirándose en los proyectos de la educación pública de EEUU funda en 1964 la Orquesta Infantil de La Serena en Chile. Con la llegada de la dictadura de Pinochet, Peña fue torturado y fusilado en 1973. Había sido apresado bajo la burda acusación de introducir armamento en estuches de instrumentos para niños. La actual Fundación de Orquestas Juveniles e Infantiles de Chile, conocida como la FOJI, creada en 2001, se inspiró en su trabajo. De nuevo la belleza triunfa sobre la barbarie.

Este viaje nos muestra que la música nos da una capacidad de lucha, que es un elogio a la dificultad, que nos da la capacidad de soñar y de saber que no hay nada imposible; es una excusa de resistencia ante la opresión y el fundamentalismo, es revolución porque una orquesta es un acto político y al mismo tiempo es transformación por el derecho infinito que tenemos las personas, los países, para reinventarnos para volver a comenzar una y otra vez.

Nathaly Ossa en Los lunes, al Círculo

Próximas citas de Los lunes, al Círculo.