Autor: Sergio Pérez Corchete
El pasado 24 de mayo, el espectro de Marx se volvió a cernir sobre la sala Ramón Gómez de la Serna del Círculo de Bellas Artes. Con ocasión de la presentación de la nueva edición de El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, recientemente publicado en Akal a cargo de la filósofa y profesora de la Universidad Complutense de Madrid Clara Ramas San Miguel, se abordaron algunas de las notables rimas que pueden escucharse al activar una fricción, al abrir una ventana entre nuestro presente histórico y el tiempo en que Marx se lanzaba a realizar uno de los análisis de (no sólo) coyuntura política más célebres de entre todos los que recorren su obra.
A la filósofa, que también se ha hecho cargo de la traducción y la elaboración del prólogo, la acompañaban Ayme Román, también escritora y filósofa, Santiago Alba Rico, ensayista, filósofo y guionista, y Valerio Rocco Lozano, director del CBA. Las sensaciones, las inquietudes y los juicios que se desplegaron a lo largo del coloquio tuvieron en común, en primer lugar, una preocupación política por la antipolítica. Se trataba de trazar un paralelo histórico con el liderazgo de Luis Bonaparte que conjugaba la repetición falsaria, irónica y trágica de los hiperliderazgos derechizantes que hoy algunos llamarían “populistas”, inscritos en eso que Enzo Traverso trató de conceptualizar tentativamente como “posfascismo”, y los problemas para esbozar un desarrollo alternativo de lo narrativo y lo épico en el campo de la izquierda.
Ayme Román, en un argumento en el que después se profundizaría, destacaba que Luis Bonaparte, autodenominado líder de los canallas, canalizaba el desencanto de una democracia liberal que no podía mantener los pilares sobre los que se erigía. El momento desde el que Marx escribía era un momento de aparente bonanza que escondía una crisis, una radical incapacidad de la propias burguesía liberal para comprender los fundamentos de orden de su propia victoria. Lo particular, y lo trágico, es que esto hacía obligatorio un autosabotaje de los principios que la propia burguesía había abanderado durante la Revolución Francesa. En este punto abundaba también Santiago Alba Rico al tratar el problema de uno de los pasajes más célebres de la obra; a saber: el que comprende la historia enmarcada en el tropo literario del quiasmo, un encadenamiento de palabras que se invierte y que, en este caso, engendra un modo de desarrollo en el que los tiempos se presentan primero como terrible tragedia y luego como inabordable –no por incomprensible, sino por ridícula– farsa.
En el Brumario, y en gran parte de su obra, buena parte del esfuerzo de Marx radicó en tratar de unir, de explicar conjuntamente estos dos puntos como momentos de un mismo proceso dialéctico. Así, la comedia se presentaba como estertor, como el último eco de un orden del que dioses y reyes ya han huido, pero en el que se mantiene su sátira macabra, su potencia represiva y trágica. Y esto sólo puede ser así en la medida en que, para llevar hasta el extremo la tragedia, se requiere de una (im)potencia política que exprese esa descomposición que sigue al rozamiento que produce toda aceleración por encima de las condiciones de estabilidad de un campo. Es decir, que la tragedia no podía culminar en la bandera de un gran líder, un estatista que planifique de modo lúcido y maquiavélico, pues esto supondría un funcionamiento engrasado de su estructura de plausibilidad y existencia. Al contrario, con estas condiciones socavadas por su propia impotencia, que es la de la renuncia de la burguesía a enarbolar sus banderas y sus reclamos, la tragedia sólo puede ser llevada hasta sus últimas consecuencias cristalizada en figuras históricas casi post políticas, ilusas, estridentes, vaciadas de cualquier plan, de cualquier conato de proyecto histórico pero que, justo por eso, lo realizan: para una tragedia de esta altura hacía falta un actor.Se trata, pues, de un funcionamiento que, como apunta Clara Ramas, casi parece prefigurar la cuestión de la banalidad del mal. Pero, y es importante matizar, es un mal histórico que no está tomado como problema moral, sino como expresión incontestable de la impotencia epistemológica que subyace a la crisis de la fuerza social que la sufre: la burguesía.
Nos permitimos aquí un pequeño excurso: a cien años de la publicación de Historia y conciencia de clase, de Gyorgy Lukács, parece adecuado traer sus problematizaciones al campo del Brumario. En virtud precisamente de su hegelianismo, en Lukács la impotencia epistemológica de la burguesía, que es también su impotencia política, se refleja en la tragedia inherente a su situación de clase. En los albores de la modernidad, como clase revolucionaria, pudo ser capaz de bregar por la implantación de derechos formales, de libertad de prensa, de reunión o de asociación. Pudo imbuirse de ímpetus libertarios o democráticos, y epistemológicamente fue capaz de apostar por conocer canónicamente a través de sistematizaciones racionales, en virtud de las cuales el mundo fuese entendido como producido, y por tanto cognoscible, y no sólo como dado. Su tragedia es que, sin embargo, casi al mismo tiempo que lograba imponerse, y sin haber desaparecido por completo su viejo enemigo, aparecía ya uno nuevo frente a ella que se le contraponía directamente: el proletariado.
La tragedia, además, es que, en tanto clase socialmente minoritaria, tenía que luchar, para mantener su dominio, contra la realización de sus propios reclamos de clase en el conjunto del cuerpo social, y, epistemológicamente, contra la realización hasta las últimas consecuencias de su apuesta racional. De aquí se derivaba la necesidad de ocultar bajo un velo fetichista, en muchos sentidos contradictorio, las causas de su propio triunfo, y la naturaleza del sistema social que había ayudado a dar a luz. La eternización deliberada, por medio de su naturalización, de las categorías de la mercancía, del dinero como fórmula de intercambio, el progreso indefinido, la noción contraintuitiva de que en el pasado habría habido historia, pero ya estaríamos al final de la evolución de las categorías y las formas con las que nos organizamos como sociedad (resuena Fukuyama) en tanto son consustanciales a nuestra naturaleza humana, a nuestra raíz antropológica, responderían a esta necesidad de supervivencia. La consecuencia es irónica: la burguesía, en tanto reunida en el Partido del Orden que cada época histórica hace nacer, acusa de socialismo -como repite Marx de manera concienzuda en el Brumario- cualquier reforma, incluso las del liberalismo más vulgar o el republicanismo más formal; declara el estado de sitio y externaliza ese poder en el cuerpo burocrático-militar, aniquilando su propia prensa, las asambleas populares, sus salones, su Guardia Nacional democrática, su propia educación sometida al clero, sofocando todo movimiento de su sociedad con poder represivo del Estado. Nos suena.
Para entender la dialéctica es estrictamente necesario estar dotado de un agudo y despierto sentido del humor. Y la tragedia de la burguesía es profundamente irónica, cómica. La clave es que en esa comedia está la posibilidad de su superación, pero también, y eso es crucial, de una salida impotente, muda, incapaz de abordar ese estertor cómico que expresa una crisis que no exige ser necesariamente solucionada. En ausencia de fuerzas que se le opongan, puede simplemente continuar existiendo, huir hacia delante, caminar ciegamente no sólo hacia la barbarie, hacia su propia autodestrucción, sino, como apuntó Lukács, a la propia «destrucción de las clases en lucha», que hoy podemos identificar muy bien con las consecuencias presentes y potenciales de la crisis ecológica. Pues ese aliento cómico, al mismo tiempo y precisamente por su naturaleza improbable, trágicamente difícil de tomar en serio, representa la salida autoritaria que cristalizaba en Luis Napoleón, la figura a la que Marx dedica el Brumario, y que hoy lo hace en las nuevas derechas alternativas, nada ajenas a las loas a liderazgos autoritarios y a los cuerpos policiales y militares, pero al mismo tiempo fraguadas en el ambiente postirónico de 4chan y los chistes racistas enmascarados bajo la simpática máscara de un Pepe the frog. Una salida que en sí misma representa un uso regresivo, paródico del pasado y, en el caso de Bonaparte, de la romanidad, y que justo por ello puede tejer una conjunción del presente, una amalgama específica de amigos y enemigos, que se hace cargo de la maquinaria burocrático militar (y mediático-tecnológica) para sus propios usos inmediatos y siniestros.
Lo importante, sin embargo, es comprender que esto no es una desviación impredecible, un desvío del camino normal del desarrollo de las sociedades burguesas, sino que las vías autoritario-cómicas están inscritas en la propia realización política del capital, son un pliegue que eventualmente puede ser desdoblado, un momento dialéctico que expresa el rostro inhumano de las fuerzas moribundas, zombies, en su embestida, ciegas hacia el mundo y destructivas también hacia sí mismas. Esto significa que, como destacaba Valerio Rocco, detrás de la comedia falsaria en la que Marx detecta un uso reaccionario de la historia, igual que Hegel lo hacía respecto de los románticos en la Fenomenología del Espíritu, está siempre la tragedia de la conciencia desgraciada. Hay un diagnóstico sórdido en la comedia que representa la neorromanidad del siglo XIX encarnada en Luis Napoleón, una risa torcida, una sátira cruda. Marx radiografía un mundo en el que lo viejo ya está en trance de morir, pero no acaba de hacerlo. Un mundo en el que se respira un malestar cristalizado en los liderazgos políticos que expresan el descrédito de las formas políticas burguesas, y en último término del propio Estado que, de modo muy hegeliano, se infla en su última bocanada en la figura de lo que Clara Ramas ha identificado como una suerte de hombre sin atributos que impugna y destruye las instituciones y los valores burgueses, la propia república.
La idea es que en este ambiente en el que los solemnes valores del mundo burgués se ven ridiculizados, y hasta cierto punto inhabilitados, se están presentando con una imagen pública ya desencantada, desvelada en cierto sentido su naturaleza de parte, su fetichismo universalista, que ya no puede presentarse como tal. Se trata, como venimos diciendo, y en muchos sentidos, de una huida hacia delante provocada por la reacción ante el enfrentamiento de las clases en pugna, y de la propia impotencia epistemológica de una burguesía incapaz de llevar hasta el final sus propios presupuestos de existencia, de captar una totalidad en cuya consciencia se autodestruiría, y obligada por tanto a congelarla, fetichizarla, y congelarse en el proceso. El momento cómico-autoritario, en este esquema dialéctico, se presenta así como desvelamiento de unos criterios fundamentales de lo social en el universo burgués que se desacreditan, que aparecen como falsos, como impregnados de la solemnidad y rectitud vacía y ridícula de los rituales aristocráticos, pero también de la violencia que les subyace, y que al mismo tiempo impide realizarlos.
La idea es similar a lo que Mark Fisher desgranaba al analizar la película de Cronenberg “Una historia de violencia”. Al culminar el relato a través de todo un juego de crimen, terror y violencia, los protagonistas vuelven a su idílica vida familiar de los suburbios de clase media, pero ya conscientes de sus cloacas, de su lado inconfesable, que está inscrito incluso en ellos mismos. El plato de comida es ahora un “plato de comida”, los rituales de la vida y los valores burgueses se presentan ahora como única pero inevitablemente artificiosa salida, inconfesablemente cómica por su falsedad, por su tragedia. La clave es que aquí ya está presente una forma muy propia de nuestro presente de enfrentarse a este momento de descrédito, de derrota: a través de la risa, pero una risa kafkiana, irónica, sorda. Una risa que es la más terrible, pues es la que se produce ante una circunstancia que, vista desde fuera, sería cómica, pero cuya naturaleza grotesca y trágica se nos revela al descubrir que estamos muy dentro, y que no podemos salir. La reacción es depresiva, inercial, es lo que hay. Algo similar a lo que nos encontramos al enfrentar la vacuidad que se revela hoy en el interior de ciertos recursos histriónicos al reclamo de libertad-sálvese-quien-pueda, pero también a las llamadas a la responsabilidad financiera después del desengaño respecto del mundo matematizado y de aparente complejidad de las finanzas y las agencias de calificación después del estallido de la crisis de 2008, los rescates, los impagos de cantidades titánicas de dinero y el clima de estafa generalizada que se hace palpable en los momentos de crisis como aquel. Al sentimiento que salía de la continuidad de las mismas formas ciegas y bárbaras después de la evidencia del timo lo llamó Fisher “nihiliberalismo”, una forma de reacción política y económica que no tiene nada más que ofrecer pero que, ante la potencia del aparato represivo y la impotencia de las fuerzas que podrían impugnarlo, puede refugiarse aún en el “es lo que hay”, en la risa impotente ante el ritual desacreditado, para seguir funcionando.
El reto al que nos enfrentamos, y que flotó durante la conversación, es precisamente ser capaces de reconstruir las mediaciones, los cuerpos intermedios, que nos permitan reconectar ese momento de impugnación con la construcción de una estructura de plausibilidad que conceda la posibilidad de reírse de otro modo ante esa situación que parece históricamente recurrente. Pues Marx se enfrentó también a ella, y por eso podemos vernos en las páginas que recorren el Brumario, donde intuimos también nuestras crisis, nuestros líderes, nuestras tragedias y nuestras comedias. Su reacción cómica era, sin embargo, distinta en aspectos esenciales, su risa no era kafkiana ni impotente. Como se destacó en la conversación, la sátira de Marx es performativa, se comprende a sí misma como parte activa de una fuerza que busca disolver los restos de neorromanidad falsificada del mandato de Luis Bonaparte. Y lo hace tratando de romper de forma radical con la forma de referir el presente a la historia de las falsificaciones tragicómicas: la revolución tiene que permitir que los muertos entierren a sus muertos, tiene que construir una nueva forma de relacionarse con la historia al entender la novedad radical que supone que el proletariado se haga cargo de ella como parte constitutiva, como signo que direcciona y da un sentido a la totalidad que representa, que revela la meta que late en él. Lo cual supone alejarse de toda utopía entendida como ideal regulativo desgajada de sus momentos concretos, pues eso reproduciría la dualidad entre el movimiento social y la conciencia del mismo, situando esta última en un más allá que no puede encontrarse en el presente. Al contrario, en Marx, en la medida en que se ha hallado una fuerza social capaz de tomar la historia en sus propias manos por primera vez, y de hacerlo en la medida en que es capaz de constituirse como clase en lucha, esto es, política y organizativamente mediada, como institución anclada en la práctica cotidiana –y en esto es crucial el papel del Partido– es posible reconstruir una épica, hallar un uso revolucionario de la historia como el que Marx ve en el Brumario en el recurso a la república romana de 1849 para comprender y llevar adelante la propia revolución. Y en ello puede estar también la condición de posibilidad de algunas de las apuestas que surgieron en el coloquio, como la de una historia internacionalista que desacredite y deje fuera de marco muchas de las condiciones sobre las que la extrema derecha accede a la historia en el presente.
Si el problema de la época es el de la épica, por tanto, y debemos preguntarnos qué épica puede escribirse hoy y cómo podemos reconstruir una mediación con la historia, la pregunta en Marx, y particularmente en el Brumario, sólo puede entenderse apoyada institucionalmente en entramados organizativos, mediaciones sociales que formen su propia narrativa en su despliegue: el acto discursivo existe, pero su estructura de plausibilidad es un problema organizativo. Este es el reto que se nos abre en el presente, el desafío que puede darnos algún elemento para huir de la huida, para dejar de reírnos con Kafka y empezar a reírnos con Marx, esto es: abandonar la inercia para despedirnos alegremente de nuestro pasado.
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