Santiago Martín Bermúdez escribe “Congoja”, texto para el cuaderno de mano de La voix humaine (La voz humana), obra para una soprano con dotes de actriz, que será interpretada el 28 de noviembre en Círculo de Cámara por Anna Caterina Antonacci, con Donald Sulzen haciendo el acompañamiento al piano.
Estos son los nombres que hicieron La voix humaine —28 de noviembre de 2021 en Círculo de Cámara—, ópera para una soprano sola que habla por teléfono a su amante, el cual la abandona en sus angustias y súplicas pese a su atractivo. Primero, Jean Cocteau, cuyo monólogo de 1930 es una joya entre otras piezas teatrales y filmes memorables como La belle et la Bête y Orphée. Cocteau también teorizó y fue memorialista. Animó después de la Gran guerra un grupo de compositores, el llamado Grupo de los Seis (ocurrencia afortunada de Henri Collet). Uno de ellos era Francis Poulenc, diez años más joven que Cocteau, el más joven de los Seis junto con Georges Auric (1899). Poulenc dejó atrás una música desenfadada y algo gamberra por otra de más trascendencia, con piezas sacras (Gloria, Stabat mater) y una obra cumbre, la ópera Dialogues des carmélites. Denise Duval, una cantante con glamur, buen gusto y prestaciones algo limitadas para el gran repertorio, fue protagonista. Había sido Blanche la Force, la novicia aterrorizada de las carmelitas. Poulenc compuso La voix humaine para ella. En ambos casos alcanzó la excelencia. En fin, Georges Prêtre, un magnífico director que pese a sus cualidades no ha conseguido el marchamo de excelencia que a veces se concede con arbitrariedad.
Ya no hay mujeres así, dicen. Quién lo dice. Una mujer así, en 1930, es una pobrecita o, por el contrario, es una mujer que vive en un medio de libertad en el que ella (ellas) todavía no es libre del todo. Con su dependencia no solo sexual, esta mujer es un paso adelante con respecto a sus contemporáneas de la gleba o la barriada, un lujo burgués, como siempre lo fue la libertad. Es un retrato de una época, que acaso hoy sea de otro modo. La postmodernidad descree de esos arrebatos y dependencias. Mientras, hay países en que se lapida a las adúlteras. Y sabemos de mujeres nacidas libres que buscan maridos que imponen leyes que esclavizan. Sensibilidades como las de Cocteau y Poulenc siguen al teléfono, sin evitarle al personaje ausente su secuencia de tormentos.
Y ahí están las actrices o las cantantes: para dosificar, matizar, ponderar el tormento. Que es inevitable, pero que es dosificable. Fíjense en las secuencias legato de la ópera, en una ópera en que abunda el stacatto; con el legato se cuenta algo banal, o mentira, o bien ocultación medida, astucia ingenua o pudor que la protagonista no mantiene como conducta. Poulenc las impone así, en mezzoforte, valores pequeños (no mínimos), en secuencia con tono de monotonía, que pronto recupera lo cantabile (Poulenc no soporta mantener la regularidad del recitativo, su sequedad; su obediencia no es sólo debussysta).
El compositor diseña insoslayables culminaciones tras un crescendo, a menudo súbito, como “on parle, on parle”; como “je devenais folle” (“me iba a volver loca”); como las diversas alarmas ante el corte de comunicación. O como “un regard pouvait changer tout”; esto se presta a lo coloquial en el drama, y Poulenc diseña un crecimiento implacable a partir de una filosofía sobre ese invento, moderno para 1930, que era el teléfono: antes nos veíamos las caras, una mirada podía cambiarlo todo, ahora es imposible. La transfiguración que la ópera hace de lo cotidiano o banal se da una vez más y deduce exaltaciones de lo ordinario. La base de las óperas de Poulenc es su trayectoria como autor de canciones, de mélodies. Pensemos cuando la mujer canta “Mon amour, mon cher amour”, ápice en la ópera a pocos minutos del final: en el drama puede ser un susurro, un apoyo, algo que se dice al pasar entre otras de mayor peso o calado. La ópera de Poulenc constriñe a la cantante y a la orquesta, los obliga de manera insoslayable. Más que el drama desnudo de Cocteau.
Anna Caterina Antonacci interpreta el papel principal en “La voix humaine”
Considerada una de las mejores soprano de su generación, Anna Caterina Antonacci es una vocalista galardonada, ganadora de múltiples prestigiosos premios, incluido el Concurso Internacional de Voces Verdianas (1988), el Concurso Maria Callas y el Concurso Pavarotti, todos celebrando su cantilena, su expresión, pero, sobre todo, la propia voz.
De la brillante Rossini de sus primeros años, pasó a Serious Rossini, óperas incluidas: Mose en Egitto, Semiramide, Elisabetta, Regina d’Inghilterra y Ermione. Luego introdujo a las reinas de Donizetti: Donna Elvira (Don Giovanni), Elettra (Idomeneo) y Vitellia (La Clemenza di Tito) de Mozart en su repertorio. A esta le siguió Armide de Gluck, puesta en escena por Pier Luigi Pizzi y dirigida por Riccardo Muti, que abrió la temporada 1996/97 en La Scala; Alceste, en Parma y Salzburgo, y Medea de Cherubini, en Toulouse y en el Théâtre du Châtelet de París.
El triunfo de Anna Caterina como Cassandra en la producción del Châtelet de 2003, de Les Troyens, con Sir John Eliot Gardiner, marcó una migración hacia las grandes heroínas del repertorio francés, siguiendo los pasos de Regine Crespin. En La Juive y Carmen (respectivamente, en Covent Garden con Pappano y en la Opéra Comique con Gardiner), revivió una tradición de canto francés en el espíritu de Viardot, otro gran rossiniano. Estos logros fueron seguidos por Agrippina y Rodelinda de Handel. Su interpretación de dos papeles dentro de L’incoronazione di Poppea, como Poppea (Múnich) y Nero (París), inspiró Era la notte, su espectáculo individual sobre Combattimento di Tancredi e Clorinda de Monteverdi, que continúa de gira.
Igualmente lograda en la sala de recitales, su relación con el pianista Donald Sulzen le ha permitido centrarse cada vez más en la canción, ya sea italiana (Tosti, Respighi) o francesa, en particular Faure (L’horizon chimerique), Debussy o Reynaldo Hahn. 2013 fue un año histórico, con el estreno de La voix humaine y dos conciertos destacados: Penélope de Faure y Sigurd de Reyer. Comenzó un año maravilloso en 2014, con Carmen en Covent Garden, junto a Roberto Alagna, dirigida por Daniel Oren, y continuó con Les Troyens en La Scala, seguido de su debut en Iphigenie en Tauride, en el Grand Théâtre de Genève. Marco Tutino le encargó la ópera La Ciociara, que se estrenó en la Ópera de San Francisco.
En los últimos años, Anna Caterina ha colaborado con Les Siècles para La damnation de Faust, Ed Gardner y la RAI Torino Orchestra, para La mort de Cleópatre, y ha trabajado con David McVicar en nuevas producciones de Gloriana (como Isabel I), en el Teatro Real de Madrid, y Médée (papel principal) en el Grand Théâtre de Genève, y volvió al papel de Casandra en la épica Les Troyens de McVicar, en la Wiener Staatsoper. La temporada pasada, Anna Caterina debutó en el Festival Enescu con La voix humaine, con la Orchestre Philharmonique Royal de Liège, y como Iphigénie en Tauride, con la OAE. Asimismo, regresó al Wigmore Hall de Londres en un recital con Donald Sulzen, y al Concertgebouw, Ámsterdam, como Jocasta en el Edipo Rey de Stravinsky. En 2021, fue elegida «Accademici Effettivi» por los distinguidos panelistas de la Asamblea General de Académicos de Santa Cecilia.