Texto de Marcos López Carrero
La noche es sutil. Lo burdo y lo evidente naufragan en la oscuridad de sus horas. La negrura insomne insinúa, pero no revela verdades. Quizá por ello, el relato de cuanto acontece tras el ocaso se encuentra siempre en la frontera entre lo real y lo imaginado, entre lo vivido y lo soñado.
Corría la segunda mitad de la década de los setenta cuando, a un lado y a otro del Atlántico, los fotógrafos Timm Rautert y Tod Papageorge se adentraron con sus objetivos en ese universo noctámbulo que, lejos de ser frío y lóbrego, encontraron lleno de purpurina y juegos de luces. La vida disoluta de los cabarets y de las discotecas despuntaba entonces como símbolo de la modernidad y la vanguardia. Tras sus puertas se abría un nuevo mundo de noches blancas, resplandecientes de felicidad, placer y desenfado. La existencia tras los cordones de rojo terciopelo que no todos conseguían rebasar, conducía a los afortunados rumbo a una Arcadia feliz. Una edad de oro en la que todo fluía ligero. Porque, en el fondo, la noche libera.
Bien parecía saberlo Alain Bernardin, inventor del striptease moderno y visionario fundador del cabaret The Crazy Horse. Curioso este rocambolesco homenaje a la tribu de los indios siux para un local en el que, en esencia, se organizaban espectáculos protagonizados por mujeres desnudas. El establecimiento abrió sus puertas el 19 de mayo de 1951 en el número de 12 de la parisina avenida George V, a escasos doscientos metros del Puente del Alma, lugar en el que ha resistido desde entonces. El cabaret pronto logró la fama gracias a funciones en las que, por medio de una compleja iluminación, se proyectaban imágenes inspiradas en obras de arte sobre el cuerpo de las bailarinas. The Crazy Horse se situó así a la vanguardia de la contemporaneidad, introduciendo en sus sutiles espectáculos influencias del neorrealismo y del movimiento pop. Desde su fundación, han pasado por allí nombres como Pamela Anderson o Charles Aznavour, artistas como Salvador Dalí han colaborado en el diseño de su mobiliario, y hasta Woody Allen lo ha usado como escenario para sus películas.
Atraídos por el magnetismo del lugar, la revista alemana ZEITmagazin encargó en 1976 a Rautert un retrato de Bernardin –que se suicidaría dos décadas después– para ilustrar un reportaje sobre el cabaret. Rautert, curtido en el fotoperiodismo y en el trabajo documental, estudió en Folkwang, una universidad especializada en disciplinas artísticas situada en Essen, ciudad de la cuenca industrial del Ruhr. Allí coincidió con Otto Steinert, el padre de la fotografía subjetiva y uno de los más destacados fotógrafos de la Alemania de posguerra. Al comienzo de su carrera, Rautert abrigaba la esperanza de que sus imágenes sirviesen para cambiar el mundo, pero pronto, desengañado, acabó reconociendo que sus instantáneas «no habían cambiado nada». Poco a poco, empezó a virar hacia la dimensión artística de la fotografía, sin por ello dejar de privilegiar lo retratado frente al método. Pese a su aproximación a lo estético desde lo documental, Rautert nunca dejó de pensar que tratar a la fotografía tan sólo como un arte era un desperdicio.
Fue mientras aguardaba a Bernardin cuando el fotógrafo, natural de Prusia occidental, tomó varias imágenes de los camerinos y de las bailarinas del Crazy Horse en una serie que permite al espectador aproximarse a los sugestivos cuerpos vestidos de luces que poblaban el cabaret. La obra de Rautert, para quien la mera presencia de su objetivo desvirtuaba la realidad retratada, constituye un valioso testimonio visual de los usos y costumbres de la vida nocturna capitalina, de sus lujos pero también de sus desmanes.
Precisamente, fue en Paris de nuit (París de noche), una de las obras gráficas fundamentales de la fotografía europea del siglo XX, donde Tod Papageorge encontró la inspiración para su serie de instantáneas de la celebérrima discoteca neoyorkina Studio 54. El libro, publicado en 1932 cuando su autor no contaba más de 33 años, está firmado por Gyula Halász, más conocido como Brassaï, transilvano de nacimiento afincado en París desde 1924, que se cuenta entre los nombres más destacados de la irrepetible generación de fotógrafos húngaros (entonces Transilvania pertenecía a Hungría) nacidos entre finales del siglo XIX y principios del XX entre los que se cuentan André Kertész, Lucien Hervé, Nicolás Muller o Robert Capa. Brassaï inmortalizó con su cámara el París de entreguerras, una ciudad que se le antojaba irresistible y cuya esencia captó en fotografías que no tardaron en convertirse en iconos inmemoriales de una época y de un estilo de vida. Desde los intelectuales de Montparnasse hasta los vagos y la gente de malvivir de los bajos fondos, todos ellos tenían cabida en el París de Brassaï. Pese a lo exitoso de su libro Paris de nuit, lo cierto es que un gran número de sus mejores fotografías nocturnas no fueron publicadas hasta tiempo después. Sea como fuere, Papageorge encontró en su obra la luz con la que iluminar, Fujica mediante –«un equipo fotográfico dudoso» que se sentía como «un ladrillo de plomo en la mano», según sus propias palabras–, las noches blancas de Studio 54.
La discoteca, que, al contrario que la larga vida del Crazy Horse, sólo duró abierta tres años, entre 1977 y 1980, se convirtió pronto en el lugar en el que había que estar si se quería estar. Studio 54 encontró el caldo de cultivo perfecto para florecer en una sociedad que, hastiada tras Vietnam y escándalos políticos como el Watergate, clamaba por desinhibirse. Allí se podía ver y ser visto, existir en un mundo hedonista de arrolladora modernidad ajeno a lo exterior. El local neoyorkino era un refugio de lo efímero y un goce para los sentidos. También una metáfora radical del desenfreno y, en términos puritanos, hasta de la perdición. En Studio 54 se quemaban noches sin final en un fluir incesante de sexo, drogas y alcohol en el que se daba cita la jet set internacional. Hombres que esnifaban cocaína formaban parte de su ‘attrezzo’. No obstante, la discoteca no fue un mero lugar de encuentro de quienes ya eran famosos; el frecuentar Studio 54 te convertía en famoso. El local atraía pero también generaba glamour. Su estricta y discriminatoria política de acceso era casi tan célebre como el propio lugar. Hasta tal punto esto era así que, dicen, Nile Rodgers y Bernard Edwards, del grupo disco CHIC, compusieron aquello de «le freak, c’est chic» (algo parecido a «lo monstruoso es elegante») horas después de ser rechazados en la puerta de la discoteca.
La vida nocturna del infame Studio 54 llegó a convertirse en una forma de arte en sí misma. Esto atrajo a multitud de fotógrafos pero, al contrario que la mayoría, Papageorge no lo hizo por encargo, sino como un trabajo personal en el que esperaba captar el igual «deseo» que destilaba la obra de Brassaï.
El fotógrafo estadounidense había disfrutado de dos becas Guggenheim, una para retratar competiciones deportivas y otra para tomar imágenes de Central Park. Durante los años 60, el mismo momento en el que el Bajo Manhattan era demolido y que tan bien inmortalizó Danny Lyon en su ensayo visual de un Nueva York agonizante, Papageorge también se embarcó en la difícil labor de fotografiar las calles de la urbe como antes había hecho Berenice Abbott, quien con sus instantáneas redefinió la ciudad moderna. «Siempre he pretendido que hablen por sí mismas [las fotografías], con un poder de persuasión distinto al de la narración de hechos del periodismo», escribía Papageorge, el cual trató de dotar a su retrato de Studio 54 una «elocuencia poética» modelada por la forma en la que el fotógrafo veía el mundo a través de su objetivo. Nacido en Portsmouth (New Hampshire), visitó en varias ocasiones Studio 54 entre 1978 y 1980, cuando el local cerró asfixiado por los escándalos. Sesenta y seis de sus fotografías, muchas efectuadas en la fiesta de Nochevieja de 1978, fueron publicadas hace menos de una década en una antología dedicada a esta discoteca que, pese a su efímera existencia, fue un auténtico fenómeno cultural.
La fotografía insomne de Rautert y Papageorge, con cierto gusto por lo estético sin por ello descuidar lo documental, da fiel testimonio del brillante ambiente de las madrugadas que marcaron una época y se fueron para no volver. «La noche sugiere, no enseña», dijo Brassaï, el genio húngaro que captó con una Voitländer de 6 x 9 cm el alma de un París que despuntaba en la vanguardia. Las noches del Crazy Horse y de Studio 54 se insinuaban en un halo de purpurina, glamour y sofisticación tras el cual reinaban la desinhibición y el hedonismo que los dos fotógrafos captaron en el retrato de quienes no apagan la luz cuando la ciudad duerme.