Alessio Urso
Del 1 de junio hasta el 4 de septiembre el Círculo de Bellas Artes acoge Armonía, título de la exposición fotográfica de la artista Ana Palacios. Interesante no solo por su valor artístico sino también porque nos plantea uno de los problemas actuales sobre los que necesitamos reflexionar con urgencia: ¿Quién es el “sujeto” de la consideración ética?
Armonía es un proyecto de fotografía documental que explora la vida en los santuarios de animales, en particular Palacios nos sumerge en la vida cotidiana de la Fundación El Hogar Animal, el santuario más antiguo de España, y de la Fundación Santuario Gaia, espacios dedicados a la protección y cuidado de animales rescatados, en su mayoría, de la industria de la ganadería intensiva.
A través de este proyecto, la fotógrafa quiere concienciar sobre el impacto que el estilo de vida consumista, típico de nuestra sociedad, tiene sobre la degradación del planeta. Por eso, las fotos están enfocadas en la conexión entre el sector de la ganadería industrial y la degradación del planeta, mostrando alternativas sostenibles existentes que son respetuosas con todos sus habitantes y que proponen nuevas formas de relación entre humanos y naturaleza, basadas en el respeto a los animales.
Vivimos en uno de los momentos de mayor conciencia medioambiental de la historia. Los recursos naturales se agotan a un ritmo vertiginoso, entonces es necesario repasar algunos de nuestros hábitos, como lo de comer carne, por ejemplo. Es posible identificar el antropocentrismo como uno de los obstáculos que absolutamente se debemos superar para producir nuevas posturas cognitivas y relaciones ecológicas. Necesitamos revisar los límites que separan a los humanos de los no humanos.
Quizas un primer paso hacia nueva conciencia sería desvelar lo qué hay detrás de la retórica moralista tradicional, que históricamente no ha hecho más que reforzar la distinción entre lo humano y lo no humano, la cultura y la naturaleza. Por ejemplo, considerando que el moralismo utiliza a su favor el ideal antropocéntrico, es posible notar la ausencia de lógica inherente al concepto de “actos contra natura”, es decir, una noción jurídica que se refiere a las relaciones sexuales contrarias al orden natural; en particular, se refiere a los actos sexuales entre personas del mismo sexo.
Entonces, si la homosexualidad no fuera criminalizada, toda base de moralidad se desmoronaría, ya que la base misma de la moralidad aparentemente consiste en la ilegalidad de la homosexualidad. Esta lógica perversa es, en última instancia, coherente con el hecho de que, para muchas culturas, los crímenes contra la naturaleza más punibles no se corresponden con la matanza de seres no humanos o la destrucción de la biodiversidad.
Sin embargo, si el crimen es tan ultrajante como para ir en contra de todo lo que es natural, entonces el acto debe ser realizado por algún agente externo a él, presumiblemente un ser humano, especialmente si es consciente de las acciones recriminadas. Pero si el agente que realiza un acto contra la naturaleza se coloca fuera de ésta, concluímos que todas las acciones realizadas por este sujeto deben ser necesariamente asimétricas con respecto al orden natural, es decir, “antinaturales” por definición. Entonces, es evidente la falta de lógica que subyace en el moralismo que pretende basarse en la distinción entre naturaleza y cultura. Por tanto todas aquellas acciones realizadas contra la propia naturaleza, contra todo lo que es natural, por lo que la naturaleza es la víctima ultrajada por los humanos, percibidos como actores externos pero descritos como animales, muestra que la lógica moralista que subyace a esta concepción tropieza consigo misma en un intento estabilizar la frontera del binomio naturaleza/cultura, ya que primero considera “culpable” a alguien que daña la naturaleza desde el exterior, tomada como símbolo de pureza, luego discrimina y acusa al culpable de haber roto esta frontera, de haberse convertido en parte de la naturaleza misma.
Pero no se trata sólo de esto. Claramente uno de los absurdos más inaceptables consiste en que las acciones que deberían conducir a una reacción colectiva de rechazo radical ni siquiera son consideradas como injusticias, violaciones o “actos contra la naturaleza” precisamente, lo que demuestra la no lógica de esta práctica moralista. Entre los muchos ejemplos posibles de lo que debería caer dentro de esta lógica y por lo tanto debería ser considerado como un “acto contra la naturaleza”, pero que en realidad pasa desapercibido y hasta parece aceptado, es la violencia contra los animales, cuya violación por prácticas de la industria de la ganadería intensiva son normalizados e impunes porque estos “otros”, convertidos en matables, son el precio a pagar por la producción de alimentos.
De hecho, las nociones de ética tradicionales excluyen más marcos inclusivos porque se basan en puntos de vista que favorecen al ser humano como especie más merecedora de atención moral. En este sentido, es necesario repensar las morales conflictivas que subyacen del debate sobre lo que constituye la culpa ética, en particular la responsabilidad humana por el bienestar de otros no humanos, superar las barreras de las especies y, a tal respecto, movilizar un cambio fundamental en nuestra comprensión de las prácticas discriminatorias y de la responsabilidad moral.
Intentar ampliar nuestras capacidades de compasión, empezando por su sentido literal, “sufrir juntos”, puede ser una forma de conectar con el mundo natural, reconociendo el sufrimiento como algo compartido y que subyace a la existencia misma. De hecho, eso es lo que el objetivo de Ana Palacios persigue. En otras palabras; reconocer una afinidad que está anclada en la triste e inevitable memoria de la mortalidad, de la finitud y de la fragilidad, independientemente de la diferencia de especie, puede ser el punto de inflexión para redimensionar la arrogancia humana y repensar la ética y la ontología de forma horizontal, pasando de preguntas del tipo «¿Cómo puedo utilizar los recursos ambientales?» a la consideración más amplia de «¿Cómo estoy producido, éticamente?», con la esperanza de redescubrir la profunda interconexión que une toda la vida.