Un 20 de enero de 1920, hace hoy mismo 100 años, nacía en Rímini Federico Fellini, uno de los pocos cineastas que puede presumir, como apuntaba recientemente El País, de que en el diccionario de la Academia della Crusca (la RAE italiana), aparezca el concepto felliniano para referirse a todo lo relacionado con él y su obra, a sus imitadores y a una atmósfera grotesca, surrealista y onírica. Es un reconocimiento que se ha ganado a pulso porque como su compañero Ettore Scola aseguró hace ya unos años en una entrevista: «Fellini es un caso aparte. Sus películas, con su imaginación y su dimensión onírica, no encajan ni en la definición del realismo ni en la de lo mágico. Son una categoría en sí mismas, son lo felliniano.»
Carlos Prieto el artículo La realidad como engorro ratificaba con estas palabras la originalidad que Scola atribuía a Fellini.
Dado su gusto por vapulear la realidad en sus películas, sorprende recordar que Federico Fellini aprendió el oficio con los padres del neorrealismo: suyos fueron los guiones de dos monumentos rossellinianos al cine realista: Roma, ciudad abierta (1945) y Paisà (1946). La realidad pura y dura le traía un poco sin cuidado a Fellini, uno de esos raros casos de italiano al que le aburre mortalmente discutir de política. Lo suyo era, en definitiva, otra cosa: el neorrealismo no acababa de morir, la posmodernidad no acababa de nacer… y entre medias llegó Fellini, rodó Ocho y medio (1963) y abrazó el esoterismo, la terapia y el LSD. Literalmente.
La muerte es el final, pero en ocasiones puede ser el principio, y por eso celebramos el centenario de su nacimiento con este post que también intenta animar al neófito en el conocimiento de la cinematografía felliniana. Dejamos constancia de la importancia de este cineasta, no solo en la historia del cine, sino en el de las artes y la cultura en general. Solo con el dato del diccionario, nos podemos hacer a la idea de la impronta que ha dejado en Italia. ¿Para cuándo el término berlanguiano o buñuelesco en la RAE?