A finales de los años veinte, y tras ocupar el puesto de secretario de la Embajada de Washington, el diplomático Edgar Neville aprovecha sus primeras vacaciones para marchar a Hollywood y conocer desde dentro el mundo del cine que tanto le fascina. La simpatía arrolladora de Neville le granjeará inmediatamente la amistad de la aristocracia de la pantalla (desde Charles Chaplin hasta Douglas Fairbanks o Mary Pickford), pero sobre todo le abrirá las puertas de la Warner. Son los años de inicios del sonoro, el doblaje no existe todavía y el subtitulado es una opción poco viable para la exhibición de películas, por lo que las grandes majors deciden explotar sus películas en el extranjero realizando versiones de sus cintas de éxito en otros idiomas, aprovechando los planos generales de las cintas originales y refilmando los primeros, cortos y medios planos tras sustituir a los actores americanos por otros procedentes de los países en los que se hablen las lenguas de la nueva versión. Unas multiversiones idiomáticas que cuentan con la supervisión de un director americano perteneciente a la nómina del estudio, pero también con la dirección más o menos efectiva de una persona que domine la lengua versionada.