Texto de Lola Rodríguez Bernal
En Apariencia desnuda: la obra de Marcel Duchamp, Octavio Paz describe la actitud artística del autor como ‘’una ironía que destruye su propia negación y, así, se vuelve afirmativa”[1]. Para el mexicano este talante irónico venía a diluir los binomios que hasta ahora habían dividido la historia del arte en alta y baja cultura; en arte culto y vulgar. Así además la confluencia de géneros, la búsqueda por lo híbrido, el collage; la autoconsciencia y el abandono de la autoría: todas estas características propias del arte de principios del siglo XX se concentraban en este concepto de metaironía. Obras como La novia desnudada por sus solteros son un claro ejemplo de esta nueva forma de hacer arte. Casi cien años después de su aparición, ¿en qué situación se encuentra esta actitud irónica en el mundo del arte y la cultura?
En Algo supuestamente divertido que nunca volveré hacer, David Foster Wallace responde a esta pregunta en un pequeño ensayo llamado E Unibus Pluram, donde explica cómo la televisión había absorbido esta ironía en sus producciones. La actitud que inicialmente buscaba la ruptura del yugo de la historia del arte anterior a Duchamp ahora se habría integrado en las grandes narrativas posmodernas. Estas ahora se rebatían contra la hipocresía de la televisión de los años cincuenta, sesenta y setenta, donde las cualidades que se celebraban eran precisamente lo sentimental, lo ingenuo y simplista. La ironía se había extendido; sin embargo, el talante dinámico y operante de la propuesta duchampiana se había perdido en su integración: el uso de la ironía pasaba a ser un ejercicio discursivo totalmente parapléjico y desprovisto de cualquier indicio de transformación del mundo. Todo aquello que salía de la caja negra ahora se cubría de un discurso paródico que distanciaba al espectador de sus propios actos. Y es que Joe Briefcase -como Foster Wallace llama en el ensayo al americano normal, trabajador y silenciosamente desesperado– no era -o es- tan estúpido como parece. La carga autorreferencial en la cultura contemporánea provee a Joe Briefcase de lo justo y necesario como para encontrar aquello oculto que al resto se le niega y así, dormir un poco más tranquilo. ¡El telespectador cree ser diferente a la masa! ¡Qué burlones los juegos de la perspicacia y la sutileza irónica!
Los anuncios, los programas de televisión, las series. Todos los productos culturales que giraban en torno al aparato electrónico establecían narrativas conscientes de su propia posición en el mundo, una suerte de para sí de la industria cultural -una vez más: gracias, Hegel-. Foster Wallace ejemplifica el uso de esta ironía con uno de los anuncios más premiados de finales de los ochenta. En él, una furgoneta blanca llega a una playa repleta de chicos y chicas con frescales atuendos estivales. Todos se muestran indiferentes a su entrada; el jolgorio y el bullicio de la juventud la deja pasar totalmente desapercibida. Sin embargo, de repente, de la furgoneta comienzan a aparecer un ejército de altavoces, amplificadores, micrófonos y todo tipo de elementos de equipamiento sonoro. Ahora, el sonido efervescente de una bebida gaseosa llega a toda la playa y capta la atención de todos los presentes. Como criaturas presas de una incontrolable pulsión, todos acudan a la furgoneta a servirse un poco de esa bebida. Y es aquí donde entra en juego la ironía. Al final del spot publicitario, el eslogan de la marca reza: Pepsi. La elección de una generación. Mercadotecnia: etiquetas generacionales e ironía sofisticada. ¿Se le puede pedir algo más al ejercicio de diversificación del capital?
Pues bien. Cambiemos por un momento el concepto de cultura televisiva por el de redes sociales. La aportación de Foster Wallace sería algo así como: en el juego de dinámicas de las redes sociales, los usuarios canalizan su visión del mundo a través de la ironía, incapaces de comunicar lo que verdaderamente sienten sin burla. Los jóvenes nacidos en los noventa -es decir, aquellos que en su infancia y adolescencia temprana vivieron el auge de los smartphone– son conscientes de las metanarrativas de la red en las que participan pero difícilmente hacen algo más al respecto. ¿Cómo de vigente se mostraría esta tesis en los llamados millennials, zinnellial o generación X?
En cualquier caso, esta sí que fue la base argumental de la ponencia Fugas del sujeto millennial: hacia la estética y la ironía, una de las muchas mesas que conformaron el congreso Fugas, Éxodos y Rupturas, que se celebró el pasado septiembre en el Círculo de Bellas Artes. La charla, que se desarrolló en formato debate, interrogó a los ponentes -Ernesto Castro y Elizabeth Duval- sobre cómo los jóvenes solo parecen ser capaces de asimilar ciertos fenómenos culturales a través de su ironización y estetización[2]. La tendencia a canalizar la realidad a través de estos dos gestos sería una consecuencia de la coyuntura contemporánea, que se traduciría en cierta imposibilidad conceptual de comprender la totalidad de la realidad, una totalidad desfasada y fragmentada. La abrumación ante tal coyuntura nos habría dejado a todos atónitos e incapaces de actuar en consonancia con el mundo. La ironía, en definitiva, se usa como una herramienta ilusionaria con la que trascender esta coyuntura donde todo nos es familiar y nada extraño a la vez.
Así, en la mesa se habló de nacionalismos y regionalismos, del viejo debate de la autenticidad y la comercialización entre el mundo mainstream e independiente, de la superación de las nociones de autoría ilustrada, la situación editorial en España y en general del mercado literario. También se habló, como no podía ser de otra forma, de los memes. Se destacó el poder que tiene el humor para llamar la atención sobre cosas o sentimientos que nos suceden en nuestro día a día e ignoramos. También de su capacidad de inclusión/exclusión dentro de un grupo -sobre el poder de la risa y su relación con la filosofía también se habló en el congreso, de la mano ahora de Iván de los Ríos y Jose Emilio Enguita, en la ponencia Senderos de fuga: de la risa, los filósofos y la filosofía-. Pero sobre todo se hizo hincapié en el trabajo que la comunidad en internet había hecho para sensibilizar y construir una consciencia sobre la salud mental de la población.
Los memes, que podríamos definir como los chistes de internet, se someten a las mismas preguntas que estos: ¿quiénes son sus autores? ¿cuántas versiones hay de cada chiste, de cada meme? ¿cuál ha sido su red de circulación? ¿cuántas modificaciones habrán sufrido con el paso del tiempo? Sin importar el creador o creadores, un meme puede literalmente recorrer todo el mundo en cuestión de días si es lo suficientemente verosímil -no olvidemos que al fin y al cabo el concepto de meme se deriva del de mímesis-. Y es que los memes se han convertido en una expresión colectiva, una fuga que ayuda a canalizar la alienación del mundo contemporáneo de forma totalmente anónima.
Los memes no tienen contenido y formato que se les escape. Su variedad, como el propio internet, es simplemente inabarcable. Y es en su diversidad donde encontramos precisamente todos aquellos flujos experimentales característicos del arte en el siglo XX. ¿Acaso no son de partida un desafío a los conceptos de originalidad y autor? ¿no incorporan el pastiche histórico, el collage, el mash-up nostálgico? ¿no se acaban volviendo autoconscientes, autoparódicos y autorregenerativos?
Y de nuevo nos toca preguntarnos: el meme, como máxima expresión de lo irónico en la cultura de la red, ¿qué tiene de este talante metairónico en el sentido en el que nos lo ofrecía Octavio Paz? ¿Ha acabado sometiéndose a este concepto de ironía del que nos habla Foster Wallace? No parece que al menos sea la clave definitiva para la transformación de la sociedad; o siquiera que contribuya para pensar en otras alternativas posibles al capitalismo tardío -como explica Mark Fisher en Realismo Capitalista-. También en este sentido, Foster Wallace llegó a decir que ‘’la ironía posmoderna y el cinismo se han convertido en un fin en sí mismas, en una medida de la sofisticación en boga y el desparpajo literario.’’[3]. Paradójicamente, la actitud irónica habría acabado teniendo las mismas dinámicas que el propio capital, es decir, la tautología y la autorreproducción. ¿Supone esto el final definitivo, el final de cualquier tipo de esperanza ante la destrucción masiva del capitalismo?
Quizás es todavía demasiado pronto para afirmar algo así. En cualquier caso, esta coyuntura le suma otro reto a estos jóvenes nacidos en los noventa, que no solo tienen que superar esta ironía nihilista-paralizante, sino también afrontar la situación precaria en la que se encuentran. Sin ir más lejos, la Comisión Europea anunciaba recientemente que durante el mes de agosto de 2020 el paro juvenil en España alcanzaba el 43.9% de su población, mientras que la media europea se encuentra casi en un 19%. La juventud se enfrenta ya a la particular ironía de sus propias experiencias vitales, y en concreto, a su experiencia laboral y de toda dimensión relacionada con la estabilidad y seguridad material.
¿Cómo se supone que voy a encontrar trabajo, si todas las empresas piden experiencia laboral? ¿Cómo voy a dejar de prescindir de mis padres, cuya calidad de vida, por cierto, está muy lejos y muy por encima de mi horizonte material? Estas situaciones son para muchos la ironía más cruel, torpe y alienante de sus realidades, más que ninguna otra. Y es que a veces la realidad ya es lo suficientemente angustiosa, desconcertante y sobre todo irónica por sí misma.
[1] Paz, Octavio. Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp. Era, México, 1985
[2] Aunque Foster Wallace no le da el mismo nombre, a parte de esta actitud irónica también presupone cierta estetización del mundo contemporáneo en la cultura televisiva americana. En el ensayo se refiere a ella como la narrativa de la imagen.
[3] Burn, Stephen J., Conversaciones con David Foster Wallace, Pálido Fuego, Málaga, 2012