Desastre · Pablo Castro García

Si el desastre significa estar separado de la estrella (el ocaso que marca el extravío cuando se ha interrumpido la relación con el azar de arriba), indica la caída bajo la necesidad desastrosa. ¿Sería la ley el desastre, […] lo excesivo de la ley no codificable: aquello a lo que estamos destinados sin estar concernidos? El desastre no nos mira, no nos incumbe, es lo ilimitado sin mirada, aquello que no puede medirse en términos de fracaso, ni como la pérdida pura y simple.

M. Blanchot, La escritura del desastre

Encontramos fácilmente en las lenguas modernas términos compuestos que articulan el prefijo latino de negación, oposición o privación (dis-) y la raíz grecolatina referente a los astros (astér/ástron en griego, astrum en latín). A pesar de la facilidad con que las lenguas modernas articulan estas formas compuestas a partir del griego y el latín, no encontramos en estas últimas lenguas términos similares en cuanto a su formación. No encontramos algo similar a désastre, disastro, desastre, disaster o unstern, términos modernos que comparten su forma y su significado: infortunio, desgracia, desdicha, revés, calamidad (y los daños que resultan de dichos acontecimientos). En sentido literal, desastre vendría a significar un mal astro, un astro contrario o adverso, pero en referencia a la fortuna, poniendo la presunta causa en el lugar del efecto. Tan solo encontramos algo relativamente similar en forma y significado en la voz latina astrosus: nacido bajo un mal astro (Ernout y Meillet, 2001, p. 52). Sin embargo, a pesar de no encontrar términos equivalentes en cuanto a la forma en la fuente grecolatina, la referencia al infortunio, compartida por todos los términos modernos, nos da una pista de enorme relevancia. Nebrija, por ejemplo, hacia el final del siglo XV recoge, en su Vocabulario español-latino, infoelicitas/infortunium como desastre e infloelix/inforunatus como desastrado. El Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española recoge, en 1732, como origen del español desastre, las palabras latinas infortunium y calamitas. Y esta referencia al infortunio (a la fortuna adversa) ocurre también en los diccionarios franceses e italianos, que, junto al castellano, son los primeros idiomas en registrar el término en el paso del siglo XV al XVI (désastre y disastro respectivamente). Infortunium e infortunatus, a los que nos conduce la etimología, son en latín los contrarios de fortuna, la buena fortuna, y fortunatus, el afortunado o favorecido por la fortuna (Ibíd., p. 249). Tenemos, de este modo, en los términos modernos arriba señalados, una referencia directa al ámbito de la fortuna, el destino y el azar (recordemos aquí el término griego tyche) en su vertiente más funesta. Referencia, pues, a un ámbito que sobrepasa las posibilidades de previsión y control humanos produciendo, en el caso que nos ocupa, desgracias, desdichas y destrucciones de diverso tipo.

Un primer significado filosófico del término desastre sería, siguiendo las indicaciones etimológicas anteriores, el de la mala fortuna o el infortunio: un golpe del destino, un revés, un cambio brusco e imprevisible especialmente desdichado. De ahí que el término desastre comparta muchas notas conceptuales con el de catástrofe (la katastrophé griega). En efecto, este último término remite tanto a un giro o vuelco de los acontecimientos, como, más concretamente, a “una vuelta (strophé: un volver, un revolver) que cursa con depresión, esto es, hacia abajo (katá), derribando, sometiendo, poniendo fin” (Jiménez Heffernan 2012, p. 44). Sobre este primer significado del término desastre, el de infortunio en toda la amplitud que venimos indicando, las referencias grecolatinas son numerosas y nos sugieren imágenes relevantes para la conformación del cosmos intelectual de Occidente. Así ocurre, por ejemplo, con la imagen suscitada por el concepto de virtus (la virtud) en el universo intelectual de la antigua Roma: esa cualidad propia de quien atrae la buena fortuna y resiste la mala fortuna, manejando noblemente todo aquello que la fortuna pudiera depararle (Pocock, 2017, p. 125). No obstante, para una caracterización del desastre en el sentido que venimos delimitando, el símbolo pagano más completo, por su referencia a los fenómenos astrales, es el suplicio sideral del titán Atlas, condenado a cargar con la bóveda celeste, tal y como lo representa el célebre Atlas Farnesio, escultura que, desde su restauración en el siglo XVI, hasta el proyecto warburgiano, adquirirá una enorme importancia en la época moderna (Didi-Huberman, 2010, pp. 60-65). “Porque soporta el mundo entero, Atlas es capaz de personificar el imperio de los hombres sobre el universo. Porque permanece inmovilizado bajo el peso de la bóveda celeste, es capaz asimismo de personificar la impotencia de los hombres ante el determinismo de los astros” (Ibíd., pp. 65-66). De este modo, el suplicio de Atlas (y en concreto su representación en el Atlas Farnesio, con su cielo astrológico perfectamente esculpido y legible) es el símbolo más completo del desastre como venimos entendiéndolo hasta aquí, es decir, en referencia a ese ámbito que sobrepasa el control humano produciendo en ocasiones desgracias de diversa índole (ámbito circunscrito además, según dicta la etimología, a la acción de los astros).

Sin embargo, ciertas interpretaciones filosóficas del término desastre hacen surgir un segundo significado conceptual del mismo, no del todo coherente, en algunos aspectos, con el primero. En un gesto de perspicacia filológica, Pascal Quignard relaciona, recurriendo al latín, los términos desiderium y desideratio (el deseo en ambos casos) con el término desastre. Recordándonos que el término astrológico principal en latín no es astrum, sino sidus (en plural sidera: conjunto de constelaciones móviles que presiden las estaciones), Quignard subraya la oposición entre considerare (examinar con respeto y repetición el conjunto de las sidera) y desiderare (dejar de ver, constatar la ausencia de las sidera). Así, nos dice Pascal Quignard, “desear [desiderare] es un verbo incomprensible. Es no ver. Es buscar. Es añorar la ausencia, esperar, soñar, aguardar” y concluye: “el deseo es el desastre” (Quignard, 2018, p. 120). Esta filiación del concepto de desastre con la etimología latina del deseo (y del desear), tan sugerente para un análisis filosófico, hace surgir una segunda acepción conceptual del término desastre. Esta segunda acepción enfatiza el oscurecimiento, el no ver (o dejar de ver) y el no tener presente (la constatación de la ausencia). Es esta segunda acepción la que nos sugiere una relación del concepto de desastre con la compleja fenomenología de la desorientación. Si, por recordar las palabras de Dilthey, “la orientación en la bóveda celeste constituyó el punto de partida de la investigación científica” (Dilthey, 1978, p. 34), el desastre entendido como quiebra o suspenso del tiempo de la consideración (del examen de la bóveda celeste), parecería sugerir la quiebra o suspenso del conocimiento racional mismo y apuntaría a la pérdida de toda orientación en la realidad. Este significado del desastre parece ser sugerido también por Maurice Blanchot cuando habla del desastre como un ocaso, un extravío y una separación con respecto a los astros (Blanchot, 2015, p. 8). La experiencia primordial que concita el desastre parece ser también para Blanchot, en consecuencia, la de la desorientación. De este modo, Blanchot entiende el desastre como lo ilimitado (ápeiron): lo inapresable e indisponible, aquello que no puede medirse racionalmente y que relega a la absoluta pasividad a una razón calculadora y activa, regida normalmente por la presencia y la representación (Ibíd., pp. 10-30).

Tal vez podríamos sugerir una síntesis (como tendremos ocasión de especificar más adelante) y aventurar que este segundo significado trata de apuntar al oscurecimiento o desorientación en que nos deja sumidos todo desastre entendido como infortunio (como golpe desdichado de aquello que supera nuestras capacidades de control). Sea como fuere, este segundo significado del término desastre abre un nuevo espacio conceptual, relevante además para el análisis del fracaso en la época moderna, si tenemos en cuenta que dicha época tiene en el Sidereus nuncius (1610) de Galileo uno de sus puntos de arranque epistemológicos y que, como dijese Ortega en sus célebres lecciones sobre el astrónomo italiano, la Edad Moderna fue la época de “la fe última en la ciencia y en la razón pura” (Ortega, 1976, p. 97). La desorientación y el extravío estarán fuertemente asociados al fracaso para una modernidad tan confiada en las capacidades de la razón humana. Tan solo nos queda añadir un apunte más con respecto a este segundo significado que venimos analizando. Esta segunda acepción del concepto de desastre parece electivamente afín, en algunos aspectos esenciales, a lo que podríamos caracterizar como la imagen paradigmática del desastre en el cosmos intelectual cristiano: la imagen apocalíptica del desastre. En efecto, el desastre (pues solo habría uno) aparece en el Apocalipsis representado, en toda su literalidad, como desprendimiento y caída de los astros sobre la tierra. La imagen, ilustrada por el taller de Lucas Cranach para la Biblia de Lutero en 1534 (Lanceros, 2018, p. 125), hace visible la omnipotencia divina, su imposición sobre el determinismo astrológico, y evoca una experiencia de oscurecimiento y desorientación ante una bóveda celeste que ha quedado ilegible (enrollada como un libro). Así, tras un eclipse que oscurece el sol y tiñe de sangre la luna, Juan (de Patmos) relata (Ap. 6, 13-14): “Y las estrellas del cielo caen sobre la tierra, como la higuera sacudida por un gran viento tira sus frutos verdes. Y el cielo se retrajo, como se enrolla un libro; y toda montaña e isla se mueven desde sus lugares” (Ibíd., p. 127). La imagen tiene el poder de evocar un vuelco imprevisible e incontrolable de los acontecimientos, manifestación de la omnipotencia de Dios, pero sugiere ante todo un sentido del desastre como oscurecimiento, desorientación e ilegibilidad del mundo conocido (fin de la historia).

A pesar de los matices y acentos de cada una de las dos concepciones del desastre y más allá de la incompatibilidad entre las visiones cíclica y lineal de la historia que podrían llegar a delinearse desde ellas, parece haber, sin embargo, una sintonía o complementariedad de fondo entre las dos concepciones descritas. Este es el motivo de que, para una concepción actual del desastre, sea eficaz sugerir una síntesis de los dos significados. Al fin y al cabo, es evidente para nosotros que todo vuelco imprevisible de los acontecimientos (especialmente si supone una desdicha o desgracia) cuestiona nuestros esquemas de visión, es decir, que a todo infortunio acompaña una cierta desorientación y un cierto ocaso. Esta verdad antropológica, fundamental desde nuestro punto de vista, habría de ser experimentada dolorosamente por parte de la época moderna, cuyo concepto de realidad se fundamentaba sobre los principios de la objetividad y la accesibilidad, también sobre el carácter calculable y previsible de los fenómenos de dicha realidad. El desastre, como infortunio, sería especialmente doloroso y síntoma de un gran fracaso para una época que creía haber dominado a la Fortuna misma, que la creía calculable y sujeta a leyes, como lo muestra la representación de la diosa en el célebre blasón de Giovanni Rucellai, intento de respuesta de Rucellai a la pregunta de si la razón humana y la inteligencia práctica tenían algún poder sobre la Fortuna (Warburg, 1999, p. 241). En efecto, como nos recuerda Aby Warburg, el célebre blasón, de finales del siglo XV, representaba a la diosa de pie en un barco y sirviendo de mástil, sosteniendo la verga con su mano izquierda y el extremo inferior de una vela hinchada con la derecha (Ibíd.). El símbolo sugería una domesticación y racionalización del carácter demoniaco, inseguro e impredecible de la diosa. Ahora bien, como señalaría Blumenberg, a pesar del optimismo que preside el nacimiento de la época moderna, la evidencia de este concepto moderno de realidad (accesible racionalmente y previsible) habría de desmoronarse ante ciertas experiencias inesperadas e ineludibles que la pondrían en entredicho. No puede extrañarnos que, siguiendo el diagnóstico de Blumenberg, fuese un desastre, el de Lisboa en 1755, lo que supuso una de las primeras experiencias reales del desengaño y el oscurecimiento con respecto a dicho concepto de realidad: “el terremoto de Lisboa de 1755 […] fue uno de los más grandes acontecimientos nihilistas de la historia moderna” (Blumenberg, 2016, p. 26). Antes del terremoto, en 1710, Leibniz había publicado su Teodicea. Tras el terremoto, a finales de esa década de 1750, Voltaire ya hablaba tanto del désastre de Lisbonne, como del insostenible optimismo del programa de la teodicea. “Un siglo más tarde, Nietzsche estaba en condiciones de anunciar: «Dios ha muerto»” (Ibíd.).

La crónica relatada por Blumenberg, de sobra conocida, evidenciaba esa doble cara del desastre que la modernidad padecería: infortunio y ocaso. Lo que dicha experiencia y su posterior elaboración suponían era la constatación, afín a ciertos descubrimientos de la revolución astronómica moderna, del carácter amoral e inhumano del mundo (Brague, 2008, p. 274), algo que para Nietzsche conllevaría incluso la constatación de la ausencia de un orden en el mismo: “el carácter general del mundo es, para toda la eternidad, caos, no en el sentido de que falte la necesidad, sino en el de que falta el orden, la articulación, la forma, la belleza y como quieran llamarse todas nuestras estéticas categorías humanas” (Nietzsche, 2014, p. 794). Si en la realidad ya no cabía un principio de orden, lo que estaba en cuestión era, como apuntaba Blumenberg, el concepto mismo de realidad en el que se sustentaba la época moderna: su accesibilidad racional y su carácter previsible y calculable. En el lapso de algo más de un siglo, el desastre de Lisboa había contribuido de manera sustancial al desmoronamiento de un concepto de realidad, sumiendo a la inteligencia europea en el oscurecimiento y la desorientación. Estas últimas experiencias serían descritas con detalle por Nietzsche al hablar de la muerte de Dios, desastre que el filósofo de Röcken describiría sirviéndose de múltiples metáforas astronómicas: “¿Pero cómo hemos hecho esto? ¿Cómo hemos sido capaces de beber todo el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hemos hecho al desprender la tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? […] ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No sentimos el hálito del espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No viene continuamente la noche y más noche?” (Nietzsche, 2014, p. 802).

La experiencia del desastre, como infortunio y como desorientación, como golpe desdichado de la fortuna y como ocaso (u oscurecimiento) de nuestro concepto de realidad, hubo de acompañar a la época moderna irremediablemente. Tanto más por cuanto dicha época confiaba desmesuradamente en el dominio del cálculo y la racionalidad sobre la realidad; tanto más por cuanto dicha confianza empujaba a disponer cada vez más artificialmente el mundo, a través de prótesis técnicas amenazadas, como todo lo humano, por el riesgo y la inseguridad. La modernidad, con su predominio creciente del proyecto, el cálculo y la racionalización, se oponía al desastre: ese fracaso cuya amenaza externa creyó en ciertos momentos haber neutralizado. Desde el otro lado del proceso de racionalización moderno, ya en el siglo XX, algunos pensadores como Blanchot creyeron descubrir en el desastre una experiencia filosófica de primer orden, experiencia de la pasividad, valiosa en tanto que límite de la racionalidad calculadora y activa. La reversión del sentido del desastre como fracaso, en la medida en que esto sea posible, pasa por una asimilación de estas advertencias filosóficas que emergen en la contemporaneidad. Si no comprendemos la fragilidad e inestabilidad de todo dominio e institución humanos, si no reconocemos el desastre como posibilidad última dentro de nuestro concepto de realidad, difícilmente podremos revertir este sentido del fracaso. La línea de reversión ha sido abierta, a mi parecer, por la antropología filosófica, un saber moderno capaz de asimilar la experiencia del desastre que la época moderna llevó aparejada. Así, Plessner ha hablado de la vida humana (y de toda estructura derivada de la misma) como aquello que oscila entre el péras, lo limitado, y el ápeiron, lo ilimitado (Plessner, 2018, p. 79). Y Blumenberg, por su parte, ha apuntado al riesgo existencial como categoría antropológica básica (Blumenberg, 2011, pp. 411-464). Todo dominio e institución humanos son proyectivos y delimitan un curso a la acción, que no puede moverse en lo ilimitado. Pero todo dominio e institución humanos son precarios e inseguros, y están acechados por riesgos que van desde el fallo hasta el desastre.

Bibliografía:

Blanchot, M. (2015). La escritura del desastre. Madrid: Trotta.

Blumenberg, H. (2011). Descripción del ser humano. Buenos Aires: FCE.

Blumenberg, H. (2016). Literatura, estética y nihilismo. Madrid: Trotta.

Brague, R. (2008). La sabiduría del mundo. Historia de la experiencia humana del universo. Madrid: Encuentro.

Didi-Huberman, G. (2010). Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? Madrid: TF Editores/Museo Reina Sofía.

Dilthey, W. (1978). Introducción a las ciencias del espíritu. México: FCE.

Ernout, A. y Meillet, A. (2001). Dictionnaire étymologique de la langue latine. Paris: Klincksieck.

Jiménez Heffernan, J. (2012). Exit King. La escatología blanca de Lord Macaulay. En J. A. Pardos (Ed.), Historia y catástrofe. Madrid: Cuaderno Gris.

Lanceros, P. (Ed.). (2018). Apocalipsis o Libro de la revelación. Madrid: ABADA.

Nietzsche, F. (2014). La Gaya Ciencia. En Obras completas. Vol. III. Obras de madurez I. Madrid: Tecnos.

Ortega y Gasset, J. (1976). En torno a Galileo. Madrid: Revista de Occidente.

Plessner, H. (2018). Poder y naturaleza humana. Ensayo para una antropología de la comprensión histórica del mundo. Madrid: Escolar y Mayo.

Pocock, J. G. A. (2017). El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica. Madrid: Tecnos.

Quignard, P. (2018). Vida Secreta. Último reino VIII. Buenos Aires: El cuenco de plata.

Warburg, A. (1999). The renewal of pagan Antiquity. Los Ángeles: Getty Research Institute.

Índice de ilustraciones:

Fig. 1: Galileo Galilei, Sidereus nuncius, 1610. Dominio público: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Sidereus_Nuncius_1610.Galileo.jpg

Fig. 2: Gabriel Seah, fotografía de la escultura Atlas Farnesio, copia romana del original helenístico. Licencia Creative Commons: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Atlas_(Farnese_Globe).jpg