Exilio · David Sánchez Usanos

«Exilio» alude a un afuera, a una separación o lejanía respecto a algún lugar hacia el que se siente pertenencia: ciudad, país, territorio, comunidad. Procede del latín exilium y se suele asociar al destierro y, por tanto, cabe vincularlo con el ostracismo (del griego ostrakismós), con la condena que supone el destierro por motivos políticos relacionados con la deshonra, con el comportamiento poco virtuoso. El antecedente de exilium es exsilire («saltar afuera») que remite al griego phugé, que significa «vuelo», «fuga» (también de una batalla) y finalmente «exilio». El término es casi calcado en otras lenguas próximas, véase exile (inglés), exilé (francés), esilio (italiano) o Exil (alemán).

Podemos pensar entonces el exilio como algo circunstancial –el ostracismo solía tener un límite en el tiempo y estaba motivado por alguna conducta concreta- y negativo, pues se impide que una persona o grupo de personas esté en el lugar al que pertenecen. Ese sentimiento de pertenencia, más allá de su reconocimiento legal-jurídico, resulta decisivo para nuestra cultura política. El propio término «política» tiene que ver con la vida en la ciudad, con la integración en una comunidad llamada pólis que tiene su fundamento no sólo –o no tanto- en lo territorial, como en el aspecto lingüístico, cultural, moral y ético. El conocido pasaje de la Política de Aristóteles en el que establece que la naturaleza del ser humano es precisamente pertenecer a una ciudad, entendida como comunidad política, es lo suficientemente elocuente:

De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social [politikón zôion], y que el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre.

Como aquel a quien Homero vitupera: sin tribu, sin ley, sin hogar, porque el que es tal por naturaleza es también amante de la guerra, como una pieza aislada en el juego de damas.

La razón por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra.

Pues la voz es signo del dolor y del placer, y por eso la poseen también los demás animales, porque su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer e indicársela unos a otros. Pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad.

Por naturaleza, pues, la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte. (Aristóteles, Pol., 1253a 3-13)

De asumir lo establecido por Aristóteles, pocas cosas parecen más graves que el apartamiento de la participación en la comunidad política de referencia. El exilio o destierro, no obstante, puede producirse de modo voluntario por motivos económicos o militares, porque la tierra o patria de la que se parte ha sido ocupada o no ofrece garantías de supervivencia: el exiliado o migrante se marcha, pero una parte de él sigue sintiéndose ligada a su lugar de origen, lo cual se manifiesta en forma de melancolía, nostalgia o saudade.

El exilio o la condición de exiliado también pueden referirse a toda una comunidad, que quizá se organice en virtud de algún otro tipo de vínculo político pero que fundamentalmente se mantendrá cohesionada en torno a la posibilidad del regreso a su patria. Quizá uno de los ejemplos más claros en nuestra cultura sea el de la comunidad judía, cuya situación, curiosamente, a menudo resulta nombrada con un término de origen griego, «diáspora». La convulsa realidad política y económica del mundo globalizado tiene en los movimientos migratorios una de sus características más señaladas, por lo que hoy el término podría ser aplicado a los millones de personas se ven empujadas a abandonar su lugar de nacimiento o residencia y que constituyen un verdadero mundo en itinerancia. Países como Australia o Estados Unidos podría decirse que tienen su origen en población exiliada de otros lugares del mundo. Precisamente una de las novelas canónicas de la literatura norteamericana contemporánea –Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck- gira en torno al viaje a California de una familia de agricultores de Oklahoma que se ve obligada a dejar sus tierras debido a la crisis ecológica de los años treinta conocida como Dust Bowl, cuando las sucesivas tormentas de polvo, la sequía, la sobreexplotación del terreno y la progresiva mecanización de las prácticas agrícolas empujaron a la pobreza a miles de familias.

Al atardecer ocurría algo extraño: las veinte familias se convertían en una sola, los niños acababan siendo hijos de todos. La pérdida del hogar se transformaba en una única pérdida y el sueño dorado del oeste era un solo sueño. Y podía ser que la enfermedad de un niño llenara de desesperanza los corazones de veinte familias, de un centenar de personas; que un parto en una tienda tuviera aturdidas y calladas a cien personas a lo largo de la noche y les invadiera por la mañana la dicha del nacimiento. Una familia que la noche anterior se sentía perdida y aterrorizada rebuscaría entre sus pertenencias para encontrar un regalo para el recién nacido. A la caída de la tarde, sentadas alrededor de las hogueras, las veinte llegaban a ser una. Se integraban en las unidades de los campamentos, de los atardeceres y de las noches. Aparecía una guitarra envuelta en una manta… y las canciones, que eran de todos, sonaban en las noches. Los hombres cantaban las letras y las mujeres tarareaban las melodías.

Todas las noches se creaba un mundo, completo, con todos los elementos: se hacían amistades y se juraban enemistades; un mundo completo con fanfarrones y cobardes, con hombres tranquilos, hombres humildes, hombres bondadosos. Todas las noches se establecían las relaciones que conforman un mundo; y todas las mañanas el mundo se desmantelaba como un circo. (Steinbeck, 2002, 280-281)

Si entendemos el exilio como una distancia, ésta también puede plantearse dentro de la presunta patria, pero no, como en el caso que acabamos de citar, más o menos impuesta por razones económicas o relacionadas con la supervivencia, sino que pueden darse formas de exilio que se asemejen a una desconexión voluntaria, a un alejamiento a veces más mental-vivencial que físico. Ciertos movimientos filosóficos, como los cínicos o los epicúreos pueden ser interpretados como formas de exilio voluntario de determinadas comunidades que son críticas respecto a su grupo social de pertenencia del que deciden apartarse, algo que encuentra su correlato más contemporáneo en diversas corrientes–a menudo significativamente denominadas «contraculturales»- que se organizan en torno al rechazo de las convenciones sociales imperantes, desarrollan sus propios códigos y construyen su identidad en función de ese ejercicio de autoexclusión, como puede ser el caso de los beatniks o el movimiento hippie y, a otro nivel, las sectas o las tribus urbanas. Movimientos tan dispares como la bohemia más o menos organizada, las vanguardias artísticas, las pandillas callejeras, ciertas corrientes místicas o determinadas conductas relacionadas con la ingesta de drogas se dejan analizar también desde la perspectiva del exilio.

A partir del Romanticismo la figura del individuo que no termina de encajar en la sociedad se ve ensalzada y a menudo acaba funcionando como un prerrequisito para ser considerado artista. El héroe romántico, el dandi, el flâneur, el viajero solitario, el aventurero, el poeta maldito, el intelectual o el filósofo acaban ejerciendo una forma de extranjería radical, comportándose como exiliados permanentes respecto a la sociedad de su tiempo: el outsider, el individuo que disiente o se resiste a verse asimilado por el consenso social acaba por convertirse en paradigma de persona creativa o interesante. Hay, no obstante, toda una tradición de situaciones concretas de expatriación ligadas a la producción artística, como ese fecundo París de los años veinte repleto de exiliados angloamericanos que tan bien retrata Ernest Hemingway en París era una fiesta (y del que Woody Allen se nutre para su película Midnight in Paris) o como el caso de los escritores Joseph Conrad, Gombrowicz, Samuel Beckett o Nabokov, que cimentaron su carrera lejos de su tierra natal y en una lengua que no era la suya. De hecho, la hegemonía cultural estadounidense que se produce a partir de la Segunda Guerra Mundial no se explicaría sin el éxodo de intelectuales europeos que encontraron refugio y acogida en aquel país, algo que en el ámbito de las artes plásticas recoge muy bien el título De cómo Nueva York robó la idea de Arte Moderno, de Sergé Guilbaut. Habría, por tanto, una suerte de movimiento pendular entre Estados Unidos y Europa que da muestras de la correspondencia existente entre exilio y creación artística.

Estados Unidos plantea extrañas exigencias a sus autores de ficción. No nos basta su arte; esperamos de ellos que nos proporcionen modelos de comportamiento, con tanta intensidad que a veces los juzgamos más por su vida que por su obra. Nos gusta que declaren formar parte de un movimiento o de una generación, porque nos simplifica el uso que planeamos hacer de ellos. Si nos plantan delante un manifiesto, lo entendemos como un contrato con fuerza de ley.

Así sucede que, al menos desde Henry James, Europa es considerada por los estadounidenses como una gran fuente de inspiración y, se lleve a cabo efectivamente o no, la expatriación se convierte a veces en un deber. (Gifford, B. y Lee, L., 2006, 13)

No creemos estar aquí frente a un fenómeno circunscrito local y temporalmente, sino que pensamos que buena parte de la literatura occidental puede organizarse a partir del exilio como tema, algo que permite agrupar la Odisea, la Eneida, poemas medievales como The Wanderer, la Divina Comedia, obras del XVIII como Las penas del joven Werther, la rica tradición de la literatura de viajes y variantes más contemporáneas como En el camino de Kerouac, Hacia rutas salvajes de Krakauer, las road movies, o una parte no desdeñable de la ciencia-ficción. Puede, asimismo, atenderse a la dimensión biográfica de no pocos escritores que optaron por alguna forma de exilio voluntario -caso de Thoreau o Tolstói-, pero también puede contemplarse el exilio como un esquema de composición, casi como una condición de inteligibilidad que subyace a las propuestas existencialistas o al llamado «teatro del absurdo», pero también a la obra de autores como Hemingway, Pessoa, Kafka, Rilke o Nietzsche. ¿No es el autodesignado carácter intempestivo de la propuesta de éste último una declaración de exilio, un ejercicio de disidencia o dimisión respecto a su país, a su cultura, a sus contemporáneos y a su presente?, ¿no es esa distancia buscada y elegida casi una prerrogativa del artista y de aquel que se entrega a la reflexión?

Sólo participa de la vida real del mundo quien tiene más voluntad que inteligencia, o más impulsividad que razón. «Disjecta membra», dijo Carlyle, «es lo que queda de cualquier poeta, o de cualquier hombre» (Pessoa, 2009, 41)

En este punto estaríamos en disposición de preguntarnos si acaso no es el exilio la condición propia y definitiva del ser humano. Desde luego es algo que se plantea en el origen mismo de nuestra cultura, en composiciones como el Poema de Gilgamesh o, de un modo aún más nítido, en la expulsión del Paraíso que narra el Génesis. Tradicionalmente el ser humano se ha contemplado a sí mismo como una excepción, como un elemento que no termina de encajar en la misma taxonomía que el resto de la naturaleza. Aunque de un tiempo a esta parte viene cuestionando esta excepcionalidad disciplinas aparentemente tan dispares como la religión, el psicoanálisis o la filosofía han construido sus planteamientos a partir de esa premisa. Quizá uno de las propuestas más rotundas en este sentido sea la del filósofo alemán Martin Heidegger cuyo dispositivo ontológico permite ser interpretado desde la perspectiva del exilio. Así, para el autor de Ser y tiempo lo crucial del ser humano (Dasein) sería precisamente su condición de exiliado respecto al ser (Sein), su carácter de proyecto arrojado (geworfener Entwurf) al mundo, algo que se refleja en su modo de ser, radicalmente distinto del resto de entes, pues él es el único que existe. Heidegger sobrecarga esta diferencia forzando la propia grafía del verbo «existir», y habla de que el ser humano «ex-siste» y lo relaciona con el éxtasis, con el estar fuera de sí. También podemos relacionar con el exilio la positiva valoración que realiza del uso que Marx hace del término Entfremdung (traducido habitualmente como «alienación», pero, para nuestro propósito quizá sea más interesante optar por «extrañamiento»).

Vistas así las cosas, el exilio apuntaría no sólo a una circunstancia pasajera motivada por una situación concreta, sino a una disposición estable, a una constante antropológica ambivalente que puede devenir en melancolía, extrañamiento y renuncia a lo más propio del ser humano -que sería la vida en comunidad-, pero de la que provienen también algunos de nuestros mayores logros en el ámbito cultural, artístico y reflexivo.

Bibliografía

Aristóteles 1988. Política, Madrid: Gredos

Becker, H. 2018. Outsiders: hacia una sociología de la desviación, Tres Cantos: Siglo XXI de España

Corominas, J. 1987. Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Madrid: Gredos

Gifford, B. y Lee, L. 2006. El libro de Jack. Una biografía oral de Jack Kerouac, Barcelona: Planeta

Guillén, C. 2007 (1998). Múltiples moradas. Ensayo de literatura comparada, Barcelona: Tusquets

Heidegger, M. 2012. Ser y tiempo, Madrid: Trotta

Heidegger, M. 2013. Carta sobre el humanismo, Madrid: Alianza

Liddell, H.G. y Scott, R. 1983 (1843). A Greek-English Lexicon, Oxford: Oxford University Press

Real Academia Española: Diccionario de la lengua española, 23.ª ed., [versión 23.3 en línea]. https://dle.rae.es [13/10/2020].

Steinbeck, J. 2002. Las uvas de la ira, Madrid: Cátedra

Índice de ilustraciones:

Fig. 1: Dorothea Lange, Migrant mother, 1936. Imagen disponible en la División de Impresiones y Fotografías de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Dominio público: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Lange-MigrantMother02.jpg

Fig. 2: Sobrecubierta de la primera edición de Las uvas de la ira, 1939, de John Steinbec. Diseño de Elmer Hader. Dominio público: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:The_Grapes_of_Wrath_(1939_1st_ed_cover).jpg