Monstruo · Julia Blanco Martínez
El nombre monstruo procede del latín monstrum, término al que se dotaba de un marcado sentido religioso: era utilizado para denotar un prodigio, un suceso sobrenatural o una señal de los dioses. El nombre procede del verbo monere (avisar, advertir), que procede a su vez de moneie (hacer pensar en, recordar), formado a su vez a partir de la raíz men (pensar). Palabras como demostrar o amonestar comparten la misma raíz.
El uso de “monstruo” que seguramente nos resulte más habitual, el que se refiere a animales prodigiosos o de gran tamaño o a personas de gran crueldad u observadas con horror por su deformidad física o moral, se introduce en realidad en el siglo XVI.
Cuando tratamos de encontrar una definición de “monstruo”, las diversas acepciones y referencias nos ponen sobre la pista de la dificultad de capturar una posible esencia común a todos los usos del término que nos permita abordar el análisis del concepto en su vínculo con la idea de fracaso. Las distintas acepciones que ofrece el diccionario de la Real Academia Española (“2. Ser fantástico que causa espanto, 3. Cosa excesivamente grande o extraordinaria en cualquier línea”) nos ponen sobre la pista de esta diversidad, pero nos permiten al mismo tiempo atisbar un hilo conductor entre todas ellas, pues de algún modo, todas las acepciones parecen supeditarse a la primera: “1. Ser que presenta anomalías o desviaciones notables respecto a su especie”.
Claude Kappler, en su obra Monstruos, demonios y maravillas a fines de la Edad Media, parece dar con esta clave unificadora que alienta todo intento de definición: el monstruo siempre se define con relación a la norma. Así, lo monstruoso dependerá siempre del modo en que se define la norma, y es precisamente la diversidad de definiciones de aquello considerado normativo o normal lo que nos lleva a encontrarnos con la ingente pluralidad de entidades y seres calificados como monstruos a lo largo de la historia.
Esta idea de lo monstruoso como desviación de la norma puede rastrearse hasta Aristóteles. En su obra Reproducción de los animales se habla ya del monstruo como fenómeno que va contra “la generalidad de los casos”, pero no contra la naturaleza considerada en su totalidad. Esta idea resulta fascinante, pues nos acerca a la paradoja que lo monstruoso comparte con el concepto de fracaso: el momento inicial de aberración, de error o de desesperanza, queda revertido al detectar su innegable necesidad en el orden general de las cosas. El monstruo, como todo fracaso, es en su excepcionalidad natural e imprescindible en cualquier intento de comprender la naturaleza y la humanidad.
La noción de monstruo en Aristóteles es especialmente interesante para nosotros por su amplitud, mucho mayor que la propia de la modernidad. La reflexión aristotélica en Reproducción de los animales presenta la reproducción de los seres vivos como el resultado de una suerte de combate entre forma y materia en el que la victoria de la forma permite la identidad del embrión con su progenitor. Esta identificación (omalos: semejante, igual) es considerada el ideal o la norma, de tal manera que toda anomalía (an: prefijo privativo), toda diferencia entre progenitor y descendiente convierte a este último en monstruosidad, en la medida en que la Naturaleza ha sobrepasado los límites de la forma original. Resulta evidente, y así lo reconoce Aristóteles, que esta monstruosidad o diferencia es vital para la continuación de la especie y de la vida en general.
Una última cuestión crucial a destacar acerca del pensamiento de Aristóteles con respecto al monstruo como lo desemejante es que este, al igual que toda excepción y alejamiento de la generalidad de los casos, no solo constituye un fenómeno natural sino que responde directamente al orden natural: “la Naturaleza no obra por azar”, nos dice Aristóteles, no hace nada sin un fin aunque este nos resulte incognoscible. La transformación de esta caracterización del monstruo puede ilustrarse con la distancia etimológica entre anomalía, como mencionaba antes, procedente del griego άνωμαλία, anomalía (an-omalos) y anormal, procedente del latín (a-: prefijo privativo y la palabra latina norma: regla). Esta segunda etimología introduce una carga distinta sobre el monstruo, nos aproxima a una posible dimensión política de esta figura que mencionaremos más adelante. Así, el monstruo pasa a situarse en un precario equilibrio entre lo diferente y lo prohibido que se mantiene hasta hoy.
Aunque podríamos tender a pensar que esta transformación en la visión del monstruo hacia lo maldito, lo prohibido o lo escandaloso se hace efectiva en la Edad Media, puede defenderse que se trata en realidad de una asociación típicamente moderna. Kapler defiende esta idea a partir de la observación de la obra de El Bosco. Pinturas como el Jardín de las Delicias o las Tentaciones de San Antonio fueron plenamente aceptadas y aplaudidas en su tiempo. Sus cuadros no solo eran valorados, también eran comprendidos y encontramos ejemplos de críticos de su tiempo que rechazan la idea de que El Bosco pudiera considerarse un autor hereje o alucinado. Es el caso de Felipe de Guevara que, en torno a 1560, defiende en sus comentarios a la obra de El Bosco que estas representaciones monstruosas responden también a un orden natural y su único propósito es figurarse escenas infernales.
Una cosa oso afirmar de Bosco, que nunca pintó cosa fuera del natural en su vida, sino fuese en materia de infierno, ó purgatorio como dicho tengo. Sus invenciones estrivaron en buscar cosas rarísimas pero naturales […]
Es cierto, y á qualquiera que con diligencia observáre las cosas de Bosco, le será manifiesto haber sido observantisimo del decoro, y haber guardado los límites de la naturaleza cuidadosisimamente, tanto mas que ninguno otro de su arte.
Así, en la Edad Media autores como San Agustín retoman la idea aristotélica para plantear el problema teológico de la existencia de los monstruos, pues parecen confrontar al hombre con el error del Creador. San Agustín señala que esto solo se debe a una visión estrecha del universo, a la ignorancia humana que nos presenta como excepciones o errores casos que responden a la razón perfecta de la Creación en su totalidad. “¿Quién sería lo bastante loco para pensar que el Creador se ha equivocado, cuando ignora por qué razón ha hecho esto?”
Así, a partir del siglo XII, las razas monstruosas serían consideradas frutos de la voluntad de Dios y a los monstruos como “prodigios morales”. Empiezan a surgir los bestiarios donde se incorporaban estas maravillas con un significado marcadamente alegórico.
Una vez presentada esta breve introducción sobre el origen y evolución temprana del concepto “monstruo”, con el objetivo de profundizar en el vínculo entre lo monstruoso y el fracaso podemos establecer una distinción entre el uso del término aplicado al estudio, desde una perspectiva científica, de casos anómalos o de desviación de la naturaleza y, por otra parte, el uso de “monstruo” en su relación con el orden sobrenatural.
Con respecto al primer caso, encontramos al monstruo como objeto de estudio de la teratología, término procedente del griego θερατος, theratos (monstruo). Esta rama de la medicina que se remonta al siglo XIV, se ocupó del estudio de las anomalías y malformaciones en organismos animales y vegetales, en especial de las de origen embrionario. Fortunio Liceti, profesor de filosofía natural y medicina, publica en 1616 en Padua De Monstruorum Causis Natura et Differentiis, documentando casos de monstruos humanos y animales desde la Antigüedad hasta el siglo XVII. Sostiene que el nombre de los monstruos viene de que “su novedad y su enormidad les hace considerarlos con tanta admiración como sorpresa y asombro”.
Este vínculo entre el monstruo y la sorpresa merece un breve excurso pues sitúa al monstruo en una posición crucial en el desarrollo del pensamiento humano. Ya en el Teeteto Platón presenta la sorpresa o la admiración como el origen del pensamiento filosófico. El monstruo, en tanto que ser sorprendente, funciona como un espejo que nos pone delante una certeza acerca de nuestra manera de observar y conocer la realidad: ante la presencia del monstruo se nos hace presente una distancia entre lo que esperaba ver y lo que veo, entre lo que creo y lo que es el caso. En definitiva, entre lo permitido y lo posible. Para tener esta capacidad de sorprendernos, es necesario captar esa distancia, comprender que existe una diferencia entre aquello que se me presenta y la norma a través de la cual tendemos a incorporar hechos del mundo a nuestro corpus de creencias. De nuevo, nos encontramos aquí el papel del monstruo como figura imprescindible para el funcionamiento natural del ser humano, en este caso desde una clave epistemológica.
Volviendo a la teratología, la monstruosidad se presenta como una anomalía a distinguir de la enfermedad, la lesión o la amputación. Por este motivo, es habitual que esté vinculada con el desarrollo embrionario. El tipo de distancia con la norma que produce la enfermedad difiere de la del monstruo, al ser esta partícipe de forma más íntima de la identidad del individuo, en tanto que aparece en el momento germinal en que el individuo aún no se ha creado del todo.
La teratología introduce una connotación negativa en el monstruo que, como hemos visto, no aparece en la etimología. Una desviación de las condiciones anatómicas o fisiológicas más habituales en la especie humana no es necesariamente negativa o incompatible con ninguna función vital, aunque esto ocurra a menudo. Sin embargo, la patologización de estos casos extraños connota negativamente la figura del monstruo como un error, una carencia o un fracaso de la naturaleza.
Es precisamente este uso teratológico del monstruo del que se sirve Foucault en Los Anormales para su indagación acerca del monstruo, que es y solo puede ser humano, puesto que el término monstruo es una noción jurídica que apela a una violación de las leyes de la naturaleza o de la sociedad. El monstruo es aquel que pone en cuestión la ley, presentándose como lo imposible o como lo prohibido. En su propuesta, el momento del monstruo como concepto jurídico-biológico, esto es, como una transgresión a la naturaleza, se ve transformado en el siglo XVIII hacia un concepto jurídico-moral: la transgresión es ahora política. El monstruo político es aquel que está fuera del pacto social, ya sea el soberano que por su condición misma está fuera o por encima de este, o el delincuente común que, sometido a este pacto, decide voluntariamente romperlo.
El monstruo —pese a la posición límite que ocupa, aunque sea a la vez lo imposible y lo prohibido— es un principio de inteligibilidad. Y no obstante, ese principio de inteligibilidad es un principio verdaderamente tautológico, porque la propiedad del monstruo consiste precisamente en afirmarse como tal, explicar en sí mismo toda las desviaciones que puedan derivar de él, pero ser en sí mismo ininteligible. (Foucault, 1974-75)
Pasemos ahora al análisis del monstruo en su relación con lo sobrenatural. El punto de partida ha de ser el vínculo entre lo monstruoso y la presignificación, pues es lo primero que detectamos en la etimología del término, como hemos atisbado al comienzo. Encontramos explicitado este vínculo etimológico entre el monstruo y la “mostración”/”ostentación” en la obra de Cicerón Sobre la Naturaleza de los dioses, en la que leemos:
En realidad, la capacidad de predecir o intuir lo que va a pasar, ¿qué otra cosa manifiesta, sino que, en beneficio de los hombres, los acontecimientos pueden ‘aparecerse’, ‘mostrarse’, ponerse por delante’ y ‘predecirse’ (por lo que se habla de ellos como ‘apariciones’, ‘monstruos’, ‘portentos’ y ‘prodigios’)?
En las notas a su traducción al castellano, Ángel Escobar afirma que monstrum, ostentum, portentum y prodigium son utilizados prácticamente como sinónimos por Cicerón. Esta misma definición es la que toman San Agustín en La ciudad de Dios y San Isidoro de Sevilla en sus Etimologías.
Esta relación del monstruo con la predestinación puede rastrearse ya en la visión del monstruo como enviado de los dioses, que encontramos en los relatos de autores como Megástenes, que no conservamos pero cuya referencia aparece en la obra de Plinio, o en Estrabón, o en la visión del monstruo como creación aberrante desterrada por la divinidad, pero que juega a su vez un papel definitivo en la consecución del destino del hombre, como figura del caos vencido para dar paso a la creación. Así ocurre con el Leviatán bíblico, sobre el que leemos en Job, 41: “¡Sería vana tu esperanza porque su vista sola aterra! 2.No hay audaz que lo despierte, ¿y quién podrá resistir ante él? 3. ¿Quién le hizo frente y quedó salvo? ¡Ninguno bajo la capa de los cielos!”
También encontramos en la tradición religiosa mesopotámica y en la tradición hindú cosmogonías como el Enuma Elis o el Rigveda que asocian lo monstruoso con el momento en que una entidad divina queda corrompida o apartada de su poder sobrenatural, lo que resulta un hecho crucial para la creación del cosmos, a través de su sacrificio.
En el mundo del arte, el descubrimiento en 1506 del grupo arquitectónico “Laocoonte y sus hijos”, por Giuliano de Sangallo y Miguel Ángel, identificada como la escultura descrita por Plinio el Viejo en su obra Naturalis Historia, y que fue esculpida en el siglo I a. C., influyó profundamente en la historia del arte. Una parte de esta influencia tuvo que ver con la popularización de la creación de conjuntos escultóricos y pinturas representando monstruos.
El mito descrito en la Eneida de Virgilio presenta a las serpientes como monstruos marinos (Porces y Caribea) enviados como castigo divino por haber intentado destruir el caballo de Troya. El papel de los monstruos enviados como advertencia de los dioses, queda especialmente claro en el hecho de que la muerte de los hijos es insoslayable pero no parece claro que la muerte del propio Laocoonte fuera necesaria.
Un ejemplo claro es la serpiente de bronce de Miguel Ángel, localizada en la pechina de la Capilla Sixtina que representa una escena bíblica (Números XXI) en la que la serpiente es también enviada como castigo contra los israelitas. Se aprecia asimismo en el Laocoonte y sus hijos de El Greco y encontramos su influencia también en movimientos artísticos de reivindicación de lo monstruoso frente a las representaciones objetivas del mundo.
En el Infierno de Dante encontramos numerosos seres monstruosos de las tradiciones pagana y cristiana. Para introducir esta heterogeneidad de figuras monstruosas en un orden lógico estructurado, Dante se sirve de determinadas marcas de monstruosidad que, al combinarse, permiten mantener la identidad del monstruo y adaptarlo al Infierno. Encontramos aquí de nuevo, como habíamos señalado en el caso de San Agustín o El Bosco, lo monstruoso respondiendo al propósito de afianzar el orden y la doctrina. Dante desactiva su componente escandaloso utilizando al monstruo como advertencia de los peligros del pecado, reforzando la idea de la omnipotencia divina.
Quizá resulten especialmente interesantes los casos intermedios entre la aberración de la naturaleza y la criatura sobrenatural: el monstruo como fracaso del hombre en su intento de convertirse en Dios.
Un caso paradigmático de este tipo es la leyenda del Golem presente en el folclore medieval y en la mitología judía. Un ser animado, fabricado por el hombre a partir de una materia prima básica, habitualmente arcilla o barro, que se convierte en una imitación de ser humano. La palabra gólem se utiliza en la Biblia para hacer referencia a una sustancia incompleta, en estado embrionario. En hebreo moderno, el nombre proviene de la palabra guélem (גלם, gélem), materia.
Encontramos esta leyenda reflejada bellamente en la novela de Gustav Meyrink El Golem (1915) y en el poema de Borges (1958) del mismo nombre, en que se presenta al Golem como ‘aprendiz de hombre’.
En esta fábula se presenta el fracaso inexorable al que está abocado cualquier intento de otorgar a los hombres el poder que los dioses les han negado. El monstruo representa el fracaso inevitable que acecha a todo esfuerzo del hombre por extralimitarse. En un sentido similar, podemos pensar en la representación de criaturas maravillosas en los mapas orbis terrarum más allá de las regiones ya exploradas, como el mapamundi de Hereford (1290).
Este vínculo entre el monstruo y el fracaso en la creación de vida tiene otro ejemplo paradigmático en Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley. El monstruo se nos presenta como el resultado de la búsqueda de un poder inalcanzable para la humanidad. En este mismo contexto podemos considerar el grabado de Goya “el sueño de la razón produce monstruos” que, más allá de las posibles interpretaciones sobre la razón como conjuradora de monstruos o como principio antitético de lo fantástico, nos muestra el momento de la interiorización del monstruo y el papel del sujeto como creador de lo monstruoso.
Merece la pena considerar cómo la propia génesis del hombre es representada de la misma manera en la tradición judeocristiana. Es únicamente la diferencia en el tipo de mano creadora lo que distancia al hombre del monstruo, esto es, algo completamente ajeno a la voluntad humana. Resulta significativo cómo en todos los usos del término este se atribuye al individuo siempre desde fuera. Igual que sucede con el fracaso, la apropiación del término por parte del monstruo o del fracasado constituye un momento de empoderamiento y refuerzo de la propia identidad.
Por último, en torno a la idea de la reversibilidad compartida entre fracaso y monstruo, debemos considerar el papel de lo monstruoso como elemento reivindicativo. En el prefacio de Cromwell (1827), Víctor Hugo contrapone lo sublime y lo grotesco. Lo sublime es presentado como algo que excede las categorías de la racionalidad, mientras que lo grotesco es “un momento de pausa, un término de comparación, un punto de partida, desde el que nos elevamos hacia lo bello con percepción más fresca y más deseada […]. Podemos decir con exactitud que el contacto con lo deforme ha dotado a lo sublime moderno de algo más puro, de algo más grande que lo bello antiguo”.
En la historia del arte, un caso claro de esto es el movimiento visionario de principios del siglo XIX, o el simbolismo en la década de 1880, como enemigos de la representación objetiva. Ambos movimientos utilizan la representación de monstruos como reivindicación artística. Encontramos ejemplos del primero en William Blake (El gran dragón rojo (1805-1810) y del segundo en Odilon Redon (El cíclope, 1914).
Por otra parte, la consolidación también en el siglo XIX de los espectáculos de “prodigios y monstruos” se convierte en un medio de vida para las personas con algún tipo de deformidad, marginadas y excluidas de cualquier oportunidad de desempeñar un trabajo socialmente aceptado. La exhibición de atrocidades tiene su origen en los circos ambulantes del siglo XVII, aunque es a partir de 1870 cuando se convierten en algo habitual, especialmente en Estados Unidos. Se trata de un espectáculo de variedades pensado para la clase obrera, conocido como los Dime Museums o museos de diez centavos, que permiten ofrecer un lugar en el mundo a uno de los sectores más marginados de la sociedad y, al mismo tiempo, democratizan los espectáculos y el ocio funcionando como sustitutos de entretenimientos más elevados que están solo al alcance de las clases sociales más elevadas.
Finalizamos esta voz con una referencia cinematográfica: La parada de los monstruos (Tod Browning 1932) es quizá el mejor ejemplo de esta realidad en el cine. Le película cuenta una historia desarrollada en dos partes que establecen una simetría casi perfecta. La primera nos presenta la belleza humillada y transformada en fealdad a través de su crueldad: la belleza muestra su dimensión más cruel en el intento de una hermosa trapecista de seducir a un enano para obtener todo su dinero. La segunda parte nos muestra el recorrido inverso: la fealdad al servicio de la belleza, lo monstruoso es mostrado como un acto contra la crueldad de esa belleza que los ha excluido y marginado, tomando la venganza como un acto de hermandad.
Bibliografía:
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Borges, J. L. (2009) Poesía Completa. Barcelona: Destino.
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Wilson, D. (1993) Signs and portents. Monstruous birth from the Middel Ages to the Englightenment, Londres/Nueva York: Routedge.
Índice de ilustraciones:
Fig. 1: Fotograma de la película El Golem (Paul Wegener, Carl Boese, Alemania, 1920)
Fig. 2: El Bosco. El jardín de las delicias (1490-1500). Colección Museo del Prado