Ocaso · Julia Blanco Martínez

Etimológicamente, ocaso es un término incorporado del latín occasus (caída) en el siglo XVI, derivado del verbo occidere (caer a tierra, al suelo) y aplicado a los astros. Este término que etimológicamente refiere a la caída, el decaer del sol, guarda un íntimo vínculo con la necesaria oscuridad que envuelve y sucede a esta caída: el crepúsculo.

Crepúsculo: del latín crepusculum, diminutivo procedente del adjetivo creper: oscuro, utilizado ya en su doble acepción: sombrío, pero también dudoso, incierto. Este término está emparentado con el sánscrito Ksapah (noche) y el griego knephas (oscuridad). Utilizado en origen para referirse al momento que sucede a la caída del sol, por abuso del término pasa también a emplearse para nombrar el intervalo entre la noche y el alba. Paradójicamente, pese a su etimología, el diccionario de la Real Academia Española define crepúsculo como el momento de claridad que sucede o precede a la caída o salida del sol respectivamente.

El ocaso ha sido empleado simbólicamente para representar una escena o un momento del pensamiento que constituye la última fase de la existencia, estrechamente ligado al término decadencia. Sin embargo, podemos detectar dos visiones marcadamente distintas del ocaso como final. Se nos presenta, en primer lugar, la visión del ocaso como un momento terminal más allá del cual no acontecerá nada, nada se espera, y, en segundo lugar, una visión del ocaso como el momento que abre paso a un nuevo amanecer. Aunque podamos atisbar un paralelismo con las dos concepciones clásicas del tiempo, la linealidad o circularidad temporal es compatible con ambas perspectivas. Encontramos el uso de una interpretación cíclica del objeto de estudio al que se aplique esta metáfora.

Ocaso terminal

Para el estudio del ocaso observado como momento terminal, podemos hablar en primer lugar del “Ocaso de los dioses” por la relevancia artística y filosófica de la expresión. Procedente del término alemán Götterdammerung (ocaso de los dioses), a su vez una traducción directa del nórdico antiguo ragnarökkr (ocaso de los dioses), que aparece en la Edda prosaica, manual de poética escrito por Snorri Sturluson. Sin embargo, en la Edda poética que sirvió como fuente a Sturluson solo se menciona el término ragnarök. Este cambio fue probablemente una licencia poética de Sturluson, un juego de palabras entre rök (destino) y rökkr (oscuridad, ocaso), convirtiendo en caída su destino. Así, el destino de los dioses es connotado negativamente con esta connotación a su decadencia y su muerte. Ragnarok es el nombre dado a la guerra profetizada entre dioses y gigantes que traerá consigo el fin del mundo.

Esta visión del ocaso como punto terminal no siempre aparece connotada negativamente ni acompañada de una perspectiva pesimista. Por ejemplo, en De Rerum Natura, donde Lucrecio señala el reproche de la naturaleza a quien se lamenta insaciable al final de su vida, queriendo más placeres cuando ha tenido tiempo de agotar todos los que la naturaleza le ofrecía. Y el final de la vida abre paso a otra nueva vida:

Ninguna cosa cae en el abismo

Ni en el Tártaro negro: es necesario

Que esta generación propague otra;

Muy pronto pasarán amontonados,

Y en pos de ti caminarán: los seres

Desaparecerán ahora existentes,

Como aquellos que hubiesen precedido.

Siempre nacen los seres unos de otros

Y a nadie en propiedad se da la vida;

El uso de ella se concede a todos.

[…]

Los muchachos a oscuras tembletean

y se asustan de todo en claro día.

¡Somos la diversión de unos terrores

tan frívolos y vanos! Desterremos

estas tinieblas y estos sobresaltos,

no con los rayos de la luz del día

sino pensando en la naturaleza.

Cicerón, en Tusculanas Disputationes refleja también esta visión: “en la muerte seguimos sintiendo y cuando los humanos dejan esta vida no son destruidos al punto de morir del todo”, esperanzada idea que un epigrama contenido en el Corpus Inscriptionum Latinarum resume bellamente así: “Soy ceniza, la ceniza es tierra, la tierra es una diosa, por lo tanto no estoy muerto”

En su Crítica del Juicio, Kant cita un poema de Federico el Grande:

Cuando el gran rey se expresa en uno de sus poemas del siguiente modo: “Permite que abandonemos la vida sin murmuraciones y sin nada que lamentar, pues dejamos atrás al mundo colmado de buenas acciones. Así extiende aún el sol, después de haber completado su curso diario, una dulce luz en el cielo; y los últimos rayos que deja en el aire son los últimos suspiros para el bien del mundo” , entonces, vitaliza su idea de la razón de un sentimiento cosmopolita al final de la vida por medio de un atributo que la imaginación (en el recuerdo de todos los encantos de una bella tarde de verano que nos despierta en el ánimo un sereno atardecer) agrega a aquella representación y que suscita un conjunto de sensaciones y de representaciones colaterales para las que no se encuentra expresión alguna. (Ak. V 316 y [B 197])

Una tercera interpretación simbólica, dentro de la visión del ocaso terminal, lo presenta como un momento de recogimiento, de paz y reflexión. Es al final de la historia cuando es posible, a la luz de lo acontecido, reflexionar con serenidad; cuando el ruido y la agitación desaparecen, llega el momento de buscar refugio y reflexionar sobre lo ocurrido, prever y planificar la acción futura. Esta interpretación está presente en la Biblia, en la que distintos momentos importantes de encuentro del hombre con Dios se producen a esta hora (Moisés se retira a su tienda al anochecer, la Pascua se produce al atardecer, Jesús se queda solo orando a esta misma hora).

También en la Divina Comedia de Dante se menciona el ocaso como el momento de buscar refugio y preparar la siguiente jornada, porque la noche impide definitivamente continuar el viaje. Así, leemos en el canto XXXIV: “Mas retorna la noche, y ya es la hora de partir, porque todo ya hemos visto”. Y en el Canto VII: “Pero contempla cómo cae el día, y subir por la noche no se puede; será bueno pensar en un refugio. […] ¿Cómo es eso? Repuso, ¿quien quisiese subir de noche, se lo impediría alguno, o es que él mismo no pudiera? Y el buen Sordello en tierra pasó el dedo diciendo: ¿Ves?, ni siquiera esta raya pasarías después de que anochezca: no porque haya otra cosa que te impida subir, sino las sombras de la noche; que, de impotencia, quitan los deseos”.

Una interpretación análoga del ocaso aparece en la expresión de Hegel en su Filosofía del derecho: la lechuza de Minerva eleva su vuelo al atardecer (con la ambigüedad que posee en esta frase el término alemán Dämmerung, que se refiere a la luz crepuscular tanto del alba como del atardecer). Ninguna reflexión puede anticiparse al mundo, la reversibilidad se da en este momento  en el que ya se ha producido la realidad. “Surge en el tiempo después de que la realidad haya cumplido su propósito de formación y se halla realizada”. La teoría no va por delante de la vida ni permite que esta se rejuvenezca, sino que, a lo sumo, le presta la posibilidad de reconocerse en un claroscuro. Y si en este momento de claroscuro debemos elegir, el interruptor está en el lado de lo real. Pienso en Hume o incluso en Sexto Empírico.

Ocaso cíclico

En numerosas cosmogonías el ocaso representa el momento culminante de un ciclo, es el caso de la mitología griega: en los Deipnosofistas de Ateneo de Náucratis (conocido también como Banquete de los eruditos) se cuenta que, al ponerse el sol, Helios sube a una copa dorada en la que pasa desde las Hespérides, en el extremo occidental, hasta la tierra de los etíopes, con quienes permanece durante las horas de oscuridad. También en Egipto el dios Ra adopta una manifestación vinculada al atardecer: Atum Ra, el dios del sol poniente, pero también el dios primordial que pone en marcha la creación.

Esta interpretación cíclica es también común en el uso del término “ocaso” en el análisis de la cultura occidental. En este sentido, merece la pena aludir al uso del término en Horkheimer que, entre 1926 y 1931, escribe un conjunto de aforismos recogidos en una obra con este título (Dämmerung): aparece ahí la idea de la necesidad de elaborar conceptualmente los elementos ideológicos imprescindibles para comenzar una revolución; entre ellos, es fundamental contar con las herramientas de la reflexión teórica y el análisis crítico. Para Horkheimer, el horror, la injusticia y la inhumanidad de esta sociedad no pueden tener la última palabra.

Lo mismo ocurre en el Crepúsculo de los ídolos de Nietzsche, donde aparece también esta llamada a una revolución, a una transvaloración que dé paso a una nueva filosofía. Puesto que se trata aquí de analizar esta fuerza simbólica de la imagen del ocaso, recordemos que Nietzsche, en su “Historia de un error”, traza una historia del pensamiento aplicando la metáfora de la luz del sol en cada momento del día, de modo que la evolución desde el pensamiento de Platón, pasando por el cristianismo y hasta Kant se asocia con la progresiva oscuridad propia del atardecer que nos acerca cada vez más a la penumbra de la noche: “el antiguo sol sigue alumbrando al fondo, aunque se le ve a través de la neblina del escepticismo; la Idea ha sido sublimada, se ha vuelto pálida, nórdica, koenigsburguense”. El positivismo aparece después como una actitud liberadora que arroja la primera luz del amanecer: “Mañana gris. Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del positivismo […] Día claro; desayuno, vuelta del sentido común y de la serenidad alegre; Platón se pone rojo de vergüenza y todos los espíritus libres arman un ruido de mil demonios”. A mediodía, Zaratustra: Mediodía; instante de la más breve sombra; fin del más largo error; punto culminante de la humanidad”. Se traza así una historia de la filosofía que comienza con el atardecer, recorre la noche y culmina al mediodía, dejando aún más clara la idea de que el atardecer, el ocaso, no es considerado el final, no constituye el punto culminante de nada sino, precisamente, el instante que da paso a una nueva era.

También en la historia del arte el crepúsculo ha tenido una presencia constante. Entre las pinturas más destacadas encontramos “Crepúsculo” de Turner (1840), “Crepúsculo en Venecia” de Monet (1912),  “Puesta de sol en Montmajour” de Van Gogh (1888), “Atardecer” de Edvard Munch (1888) o “Los atavismos del crepúsculo”, de Dalí (1933). En el ámbito literario, resulta paradigmático El ocaso, de Osamu Dazai, novela que vincula este momento crepuscular con la inestabilidad y angustia que atormenta, en este caso, a la juventud japonesa tras la II Guerra Mundial, ante una sociedad sin esperanzas que se desmorona. Otro gran ejemplo de presencia del ocaso, esta vez en el ámbito musical, es sin duda El ocaso de los dioses, que Wagner comenzó a prefigurar en 1848. La primera escritura del texto completo de la tetralogía El Anillo del Nibelungo y la culminación de la ópera El ocaso de los dioses, cuarta y última de la Tetralogía, están separadas por veinticinco años, lo cual implica cambios relevantes en el pensamiento de Wagner. Lo que fue concebido en origen como una ópera acerca de la muerte de Sigfrido (Siegfrieds Tod era su título original) sufre una transformación filosófica cuando, en torno a 1955, tras la lectura de la obra de Schopenhauer, Wagner cambia el final de su texto, utilizando la muerte de Sigfrido y Brunilda como símbolo del fin del mundo, otorgando una significación metafísica a lo que en principio era una ópera dramática en torno al mito. En la nueva versión, el final de la ópera se ve completamente transformado: Sigfrido y Brunilda ya no descansarán eternamente en el reino de Wotan. Wotan, los dioses y el cielo deben perecer y abrir paso a un nuevo tiempo, solo el Amor permanece. En la versión final de la obra, esta idea metafísica es expresada únicamente a través de la música, pero antes de esta versión Wagner hace un intento de reflejar en verso esta idea:

Si no voy más a los festines del Valhalla, ¿sabéis adónde voy? Parto de la Casa del Dese, huyo para siempre del Hogar de la Ilusión; las puertas abiertas del ser siempre renovado cierro tras de mí: lleno de conocimiento, redimido de la reencarnación, voy ahora a la Santa Tierra de la Elección, donde no hay deseo ni ilusión. ¿Sabéis que he recorrido el bendito fin de todo lo eterno? Los más profundos males del doloroso Amor me han abierto los ojos: he visto el fin del mundo. (Wagner 1872)

Ya en el prólogo se preludia el fin del mundo con la ruptura de la cuerda que tejen las parcas: el hombre se apodera de su destino, los dioses ya no son necesarios, ha llegado la hora y las parcas abandonan este mundo (descienden a las profundidades de la tierra). También en el acto tercero, Sigfrido se enfrenta al anuncio de su propia muerte por el embrujo del anillo, ante lo cual el héroe-sol canta acerca del fracaso garantizado que entraña someter la vida al miedo que produce el desconocimiento de su final. La muerte de Sigfrido constituye la muerte de la voluntad, la Renuncia que en la metafísica schopenhaueriana constituye la esencia de la Santidad.

Finalmente, en el cine, nos encontramos el mismo ocaso en la obra de Billy Wilder de 1950, El crepúsculo de los dioses, en la que se combinan las dos perspectivas presentadas: el ocaso es irremediable, pero es también ese momento en el que puede producirse un intento desesperado por recuperar el esplendor.

Concluimos esta voz con un poema, como no podría ser de otra manera si, como afirma Vattimo sobre el pensamiento de Heidegger, la poesía se nos presenta como el ocaso del lenguaje. Su carácter inaugural y fundante (“Lo que dura, lo fundan los poetas”, nos dice Hölderlin) permite también la instauración de una condición donde no hay ya lenguaje, sino “el continuo y siempre renovado embestir del lenguaje contra sus propios límites extremos, donde naufraga en el silencio. La poesía ejercita la función inaugural que le es propia solo a ella, no solamente en cuanto ‘funda lo que dura’, sino también en cuanto ‘desfunda’ lo fundado en la vivida relación con la nada, con lo otro como physis, como animalidad y como silencio”. La palabra poética, de este modo, se acerca a la propia esencia cuanto más se acerca, también en sentido literal, al silencio.

Quizá este uso simbólico del ocaso, lleno de ambigüedad, que es a la vez claridad y oscuridad, final y comienzo, decadencia y esperanza, nos habla de una doble dimensión vivencial reservada en exclusiva al ser humano.

Lo que afuera es, lo sabemos tan solo

por un rostro de animal; pues ya al niño

reciente lo volvemos y forzamos

a que vea hacia atrás conformación,

no lo abierto, que es tan profundo

en cara de animal. Libre de muerte.

A ella la vemos solo nosotros:

el animal libre tiene su ocaso

siempre tras sí, y ante sí a Dios,

y cuando va, va hacia la eternidad,

del mismo modo en que van las fuentes.

Nosotros jamás tenemos, ni un día,

el puro espacio adelante, hacia el cual

las flores se abren sin fin.

[…]

Siempre vueltos hacia la creación, vemos

solo en ella el reflejo de lo libre,

que oscurecemos. O que un animal,

mudo, alce la vista, atravesándonos

en calma. Esto se llama destino:

estar enfrente y nada sino eso,

y siempre enfrente…

Octava Elegía, Rilke, 1923.

Bibliografía

Alighieri, D. (2014) Divina Comedia. (Giorgio Petrocchi y Luis Martínez de Merlo Eds.) Madrid: Catedra.

Biblia de Jerusalén (2009) Bilbao: Desclée de Brouwer.

Ciceron (2005) Disputaciones Tusculanas. (Alberto González Medina Trad.) Madrid: Gredos.

Dazai, O. (2004) El ocaso. (Montse Watkins Trad.) Tafalla: Txalaparta

Hegel, G. W. F., (2017) Fundamentos de la Filosofía del Derecho. (Joaquín Abellán García Trad.) Madrid: Tecnos.

Horkheimer, M. (1986) Ocaso. (José María Ortega Trad.) Barcelona: Anthropos.

Kant, I. (2007) Crítica del Juicio. (Manuel García Morente Trad.) Madrid: Tecnos.

Lucrecio (2012) De Rerum Natura. De la Naturaleza. (Eduard Valentí Fiol Trad.) Barcelona: Acantilado.

Nietzsche, F. (2013) Crepúsculo de los ídolos. (Andrés Sánchez Pascual) Madrid: Alianza Editorial

Rilke, R. M. (1999) Elegías de Duino. (Jenaro Talens Trad.) Madrid: Hiperión.

Roberts, E. A. y Pastor, B. (2013) Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española. Madrid: Alianza Editorial.

Vattimo, G. (1992) Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica. (Juan Carlos Gentile Vitale Trad.) Barcelona: Paidós.

Índice de ilustraciones:

Vincent van Gogh, Puesta de sol en Montmajour, 1888, óleo sobre lienzo. Dominio público: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Sunset_at_Montmajour_1888_Van_Gogh.jpg

Claude Monet, Crepúsculo en Venecia, 1908–1912, óleo sobre lienzo. Dominio público: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Claude_Monet,_Saint-Georges_majeur_au_cr%C3%A9puscule.jpg