Compulsiones paródicas

Copia, plagio, apropiación, cita o parodia son, posiblemente, algunos de los conceptos más relevantes para comprender el panorama del arte contemporáneo. Fernando Castro, reputado crítico de arte y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, aborda, a través del análisis de algunos de estos conceptos y de la tormentosa relación entre original, copia y mercado, una crítica en profundidad de algunos de los gestos más recurrentes del arte reciente.



Es manifiesta, como hemos insistido tantas veces, la ambigüedad de las actitudes artísticas contemporáneas, resultando difícil saber si son formas de la resistencia semiótica, poses de franca decadencia revolucionaria o gestos de cinismo en los que la teatralización ha sustituido a cualquier estrategia crítica. Los radicalismos terminan por confesar su estructura paródica, la abstracción deriva hacia una ornamentalidad auto-satisfecha y el conceptualismo revela, en muchos casos, una impotencia ideológica mayúscula. Como Thomas Lawson sugirió, en «Última salida: la pintura»1, buena parte de la actividad que en cierto momento se consideró potencialmente subversiva, más que nada porque prometía un arte incapaz de mercantilizarse, es ahora completamente académica. Junto a la fetichización, compulsiva, del documento (simultánea a la mixtificación de la procesualidad) va cobrando una importancia inusual la parodia.
Conviene tener presente que es imposible representar una parodia convincente de una posición intelectual sin haber experimentado una afiliación previa con lo que se parodia, sin que se haya desarrollado o se haya deseado una intimidad con la posición que se adopta durante la parodia o como objeto de la misma. Si en la parodia hay una relación de deseo y ambivalencia, en la proliferación de los estilos plagiarios no aparece más que un patético anhelo de notoriedad, una urgencia por conseguir, a toda costa, la fama, por precaria que esta sea, asumiendo una ironía, en sí misma desgastada, que, finalmente, funciona como una coartada2. A lo mejor se trata de producir lecturas escrupulosamente falsas, de llevar hasta el límite extremo el juego, vale decir, de tomar «en serio» nuestro arte de la colusión. Las estéticas desencantadas con el vanguardismo, las estrategias «alegóricas» de los años ochenta, desarrollaron, hasta la saciedad, la cita y el reciclaje de las imágenes. Un fenómeno especialmente intenso de aprovechamiento y acaso cancelación de la historia. Estrategias de rivalidad mimética que pudieron ser un mero camuflaje del poder que se «obviaba».
Las refotografías de Sherrie Levine (siguiendo, entre otros, a Walker Evans), las actualizaciones de Elaine Sturtevant (cuando utiliza material cedido por Warhol para hacer unas flowers), las versiones, o mejor remedos, de los cuadros de mujeres de Picasso que hace Mike Bidlo, revelan una sintomatología duchampiana, al mismo tiempo que establecen, con enorme lucidez, el Zeitgeist post-estructuralista. La idea de Barthes de la cultura como un palimpsesto infinito, las meditaciones foucaultianas sobre la muerte del autor o la diseminación nomadológica tematizada por Deleuze y Guattari planean junto a una aguda certeza de que el destino o, en términos de Baudrillard, la estrategia fatal implica la proliferación de los simulacros. La cultura de la «apropiación» no ha producido, como piensan algunos intérpretes, un cuestionamiento de la firma, antes al contrario, esta ha multiplicado su fuerza y respeto notarial. Thomas Crow habló del grado preciso de originalidad residual requerido para poner en acción, con toda su eficiencia, la economía del arte. En cierta medida, los críticos ingeniosos encontraron el tipo de manipulación de signos que les convenía, los trucos y parodias que daban juego para la «interpretosis».
El artista actual está condenado a copiarse a sí mismo o bien a reprogramar obras existentes. Entre los ejemplos que Nicolas Bourriaud da de post-producción en el arte contemporáneo se encuentran el vídeo Fresh Acconci (1995) de Mike Kelley y Paul McCarthy en el que hacen que actores profesionales interpreten las performances de Vito Acconci; One revolution per minute (1996) de Rirkrit Tiravanija, en donde incorpora piezas de Oliver Mosset, Allan McCollum y Ken Lum; el film de Gordon Matta-Clark, Conical intersect, que proyecta Pierre Huyghe en los mismos lugares de su rodaje, o las instalaciones de Jorge Pardo en las que manipula piezas de Alvar Aalto, Arne Jacobsen o Isamu Noguchi3. Se utiliza lo dado en una estrategia semejante a la del sampler: el artista es un remixador. Hay que darle un valor positivo al remake sin, por ello, caer en el alejandrinismo cool.
Somos, no cabe duda, los herederos glaciales de un relativismo de los valores, podríamos convertir en divisa museal aquella observación de Braco Dimitrijevic de que, vista desde la luna, la distancia entre el Louvre y el Zoo es escasa. Este artista acentuó la fricción entre lo aurático y lo banal en la serie Tripthychos Post Historicus, donde combinaba una obra maestra, un objeto corriente y una verdura o pieza de fruta. El literalismo formal era, ciertamente, la manifestación de la honda fascinación o, acaso, del hechizo del Museo sobre el imaginario contemporáneo. El citacionismo, la complicidad, el ludismo cultural funcionan como algo más que un escamoteo, son una forma de encriptamiento ante lo que llamaré, de forma imprecisa, «falta de magia». Asistimos, en todos los sentidos, al triunfo de la fantasmagoría4.
Si Cheryl Bernstein elogiaba, en su ensayo «Fake as more»5 escrito a principios de los años setenta, las réplicas que Hank Herron había realizado de obras de Frank Stella, Nick Stove, con mayor sagacidad aún, renunció, tras una complicada trifulca con Roselee Goldberg, a su práctica instaladora y performativa para realizar un erudito estudio sobre Orson Welles que podemos tomar como una metacrítica de una época de un manierismo inquietante. No se trataba de acabar con la máxima, proferida precisamente por Stella, de «lo que ves es lo que ves», enredándose en una mezcla de revelación del fetichismo y situacionismo descafeinado, sino de radicalizar los trucos, entregarse, con lucidez, al ilusionismo: Stove citaba, sin oscurantismos, F for Fake, el retrato del artista como prestidigitador de Orson Welles. Al introducirse en el fingimiento como forma de vida aparece la nostalgia del mundo de la magia. «Soy un charlatán –afirma Welles en su memorable film–. Solía ser un mago y aún trabajo en ello». Pero no debemos dejarnos engañar tan fácilmente, incluso el mago deconstructor, Houdini el maestro de la fuga, es un actor que interpreta el papel de un mago.
En «Palimpsest», un ensayo aún no traducido de Marcia Tucker, se puede encontrar una sorprendente comparación entre el magistral director de Citizen Kane y el que ella llama «el perverso Abellaneda (sic)». Es significativo que en la compilación Art After Modernism: Rethinking Representation, realizada por Brian Wallis y publicada por el New Museum que en ese momento dirigía precisamente Tucker, el primero de los textos con el que nos enfrentamos sea «Pierre Menard, autor del Quijote» de Jorge Luis Borges6. En ese fascinante «relato» se expone el raro caso de un escritor que trescientos años después de Cervantes intentó producir unas páginas que coincidieran palabra por palabra, línea por línea con las de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Quijote y un fragmento del capítulo veintidós. «Menard (acaso sin quererlo) –escribe Borges– ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas».
Resulta que el plagiario tiene un carácter amoroso y fiel, no es el iconoclasta ni el resentido, sino alguien que intenta ajustar, como buenamente puede, la «angustia de las influencias». Con todo, cuesta aceptar que, como dice Rodrigo Fresán, «los plagiarios plagian por amor al arte y solo desean que sus productos sean entendidos como invenciones»7. El copión suele ser el vanidoso, ese mediocre que intenta ocultar la fuente de la que no solamente ha bebido sino que, con maldad inexplicable, ha dinamitado. El plagio es también vírico, prolifera por doquier, no parece tener vacuna conocida. Basta haber conseguido unos pocos aplausos y unas palmaditas en la espalda haciendo el «mono» para que resulte imposible retornar a otra cosa que no sea el truco y la disimulación.
Cuando Costa y Mendíbil hablan del «plagio creativo» están refiriéndose a todas las formas de collage expandido, desde el scratch al sampleado, la emergencia del artista como un post-productor, un sofisticado re-mixador. Podríamos hacer una completa apología del traidor-traductor, de los que convierten las versiones en diversiones, de aquellos que entregados al reciclaje no terminan por quedar atrapados en lo que llamaríamos un «imaginario del microondas». John Oswald tiene toda la razón del mundo cuando señala que un disco puede ser tocado como una tabla de lavar8. No otra cosa quería decir Duchamp al animar a usar un Rembrandt como una tabla para planchar. Somos los herederos del ready-made-ayudado aunque en vez de «pasar a la acción» lo hayamos metido todo en urnas y estemos preocupados manteniendo la temperatura constante. Si ahora aceptamos que el plagio es cultura también habíamos guardado silencio, por si las moscas, ante la manifestación de Bergamín de que lo que no es tradición es plagio.
La fotografía, desde Walter Benjamin hasta José Luis Brea, pasando por Roland Barthes, ha sido el campo que más juego ha dado a las relaciones especulares entre el original y la copia. La estrategia de refotografiar no impone lo anecdótico ni introduce lo «narrativo» fílmico, sino que, de nuevo, produce una singular veladura: las imágenes detenidas mantienen la vibración, la secuencia produce ese espacio fronterizo abstracto-figurativo. Hay una desintegración del signo, un cuestionamiento de la estética secular de la representación que remite a la certeza de que la descripción, entendida en la situación contemporánea, supone copiar lo que ya está copiado9, una travesía entre los simulacros y la vertiginosa expansión de una cartografía fotográfica del mundo, en ese impulso a «captar el momento». Sabemos que la fotografía produce lo real, creando unas condiciones fabulosas de visión10, pero también vela, en su enfoque, aspectos del mundo.
La imagen fotográfica (una suerte de pantalla) tiene una relación explícita con el deseo y la memoria, pero también con aquello que no se quiere ver, con un inconsciente colectivo o con la parte maldita, con el reverso de aquella realidad que habitamos. Craig Owens señaló que la posmodernidad fue un debate, en muchos sentidos, sobre la fotografía11. En la obra de Cindy Sherman no hay yo sino ficciones del yo12. Esta creadora no desliga únicamente su obra del objeto como efecto conceptual sino que parece que llegara, indirectamente, a lo que Lacan llamara l’Un-en-plus, el uno que se agrega a sí mismo en la serie, el punto directo de la subjetivación del orden anónimo que regula las relaciones entre los sujetos «reales». Conviene tener presente que cuando el sujeto se aproxima demasiado a la fantasía se produce el (auto)borramiento. Queda, en último término, la fotografía como aphanisis13. En términos más topológicos: la división del sujeto no es la división entre un yo y otro, entre dos contenidos, sino la división entre algo y nada, entre la característica de la identificación y el vacío. «Descentramiento designa así primero la ambigüedad, la oscilación entre identificación simbólica e imaginaria –la indecisión con respecto a dónde está mi verdadera clave, en mi yo "real" o en mi máscara externa, con las posibles implicaciones de que mi máscara simbólica pueda ser "más real" que lo que oculta, que el "rostro verdadero" tras ella»14.
El descentramiento (en vez de la pantalla cartesiana de la conciencia central que constituye el foco de la subjetividad) es, en cierto sentido, un medio de identificación del vacío. No hay una verdadera Sherman15. Lo cierto es que podemos considerar a Cindy Sherman como el caso decisivo del arte postmoderno16. Sus fotografías materializan la mascarada. En términos de Joan Riviere, la feminidad debe definirse como una mascarada, esto es, como una máscara que esconde una no-identidad, un bolsillo vacío, otra forma de nombrar lo vaginal17.
A lo mejor resulta, después de tanto juego de máscaras, que no hay nada nuevo que fotografiar18.
La singularidad, el carácter y, por añadidura, la obra de arte han terminado por ser suplantados (decorosa manera para describir un gesto que, propiamente, arroja al basurero) por la dinámica de lo espectacular-integrado y, por supuesto, por todas las modas y tarareos pseudo-intelectuales, desde una deconstrucción que termina por convertirse en teología de lo negativo hasta las vulgatas psicoanalíticas o para-estructurales que valen, como no podría ser de otro modo, para una cosa y para su opuesta. Los autorretratos de Duane Michals titulados ¿Quién es Cindy Sherman? pueden ser entendidos como uno de los sarcasmos más eficaces sobre los topicazos del arte contemporáneo: ataviado con una grotesca peluca rubia compone una serie de poses paródicas a las que añade unos textos en los que desmantela la jerga (lastimosamente fosilizada) de la crítica. Palabrejas como escatológico, sublimatorio, efecto brechtiano, des-corroborante o subterfugio fálico, subrayan una situación clínica de «interpretosis», lo que implica estar irremediablemente instalados entre la complicidad y el malentendido. Desde sus fantásticos retratos (Warhol agitando la cabeza hasta que sus rasgos desaparecen, Balthus reflejado elegantemente en un espejo, Duchamp tras una ventana como si estuviera «en exposición», Pasolini en un callejón sentado junto a unos embalajes, Magritte dominado por un sombrero que cobra vida y crece extrañamente) hasta sus ya clásicas secuencias, Duane Michals permanece fiel a sus mitos y obsesiones, trabajando con el pequeño formato para reivindicar lo íntimo y apasionado y, sobre todo, resistirse, en nuestros días, al gigantismo de tanta imagen que revela, únicamente, su vacuidad. Este artista radicaliza la dimensión de la «lectura» a partir, evidentemente, del placer de la escritura que, en su caso, llega hasta lo caligráfico.
Los textos intensifican la dimensión poética de las fotografías en las que hay una suerte de permanente mise en abyme, ya sea el pensar sobre el pensamiento que se lee en un libro, los prodigiosos juegos especulares19, el gesto doble de volver la cabeza para contemplar al sujeto con el que acaba de cruzarse o esa magistral historia en la que las cosas son raras: un juego de escalas y detalles que establecen un plegamiento de unas imágenes sobre otras, algo semejante a lo que hiciera Borges en el campo literario. «Los procesos de mi conciencia –declaró Michals– son el material de mis fotografías». Algunas de las figuras oníricas de este creador remiten a los deseos extremos, ya sea en el erotismo, en la tierna y trágica historia del abuelo que muere y el niño que le despide en la ventana o en ese mensaje (acaso llegado de más allá del cerco hermético) que deja completamente abatida a una mujer desnuda. Todos los símbolos hablan de una temporalidad poética en la que la finitud no implica una entrega al patetismo o a la mórbida melancolía. Las micro-narraciones de Michals, en las que el sentido queda abierto para activar una deriva en el que contempla, seducen y atrapan como un laberinto manierista: una historia de un hombre contando una historia de un hombre contando una historia. Sin embargo, estos nudos extraordinarios consiguen escapar del «conceptualismo» y sus tautologías, del efectismo circundante, de la ortodoxia del trauma, para proponernos, como señalara Foucault, «nuevas maneras de ver». Michals declaró, en una entrevista, que utiliza a menudo la palabra «auténtico» porque «es importante ser auténticos en un mundo lleno de impostores, de gente que posa. Hay un montón de gente que no tiene un valor profundo».
© Fernando Castro, 2014. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.